Y la ñerez sospechosista no era en primera y en última instancias más que la plasmación de un cúmulo de divertidas fantasías fílmicas de un desfachatado gozador regional cinenardecido (“Me hice cineasta porque desde niño siempre quise llevar alegría y hacer películas para que la gente se la pasara bien”: Beto Gómez promocionalmente entrevistado por Fabián Orantes en Reforma el 29 de septiembre de 2017 para celebrar el éxito comercial de Me gusta pero me asusta pese a haberse estrenado sólo tres días después del terremoto del 19-S) y la dinámica de un exorbitante romance entre dos encantadoras criaturas privilegiadamente inadaptadas: el chavo ranchero por encima de la familia concentrada en acometer ocultos negocios riesgosos y la chava fresa que sólo quería demostrarse a sí misma que era capaz de acometer (como el cineasta con ella identificado) algo valioso.
En Los crímenes de Mar del Norte (Producciones Tragaluz - ECHASA - Foprocine / Imcine - Eficine 226 / 189, 95 minutos, 2017), rememorante sexto largometraje del excececiano guanajuatense intentando retomar (o clausurar testamentariamente) su carrera como autor total en solitario a los 64 años José Buil (La leyenda de una máscara, 1989; su docuficcional obra maestra sobre el archivo fílmico del abuelo valenciano-jarocho La línea paterna, 1994, y El cometa, 1998, ambos codirigidos con Maryse Sistach; Manos libres (nadie te habla), 2004; la cinta infantil La fórmula del doctor Funes, 2015), el otrora alegre estudiante universitario de química Jorge Roldán El Calavera (Norman Delgadillo) invoca desde una intemporalidad inocua los días vividos en 1942 al lado de su linda novia remilgosa Paquita (Vico Escorcia) y narra tan siniestra cuan evocadoramente le es posible los crímenes de su admirado compañero de clase sacadieces con fama de mujeriego y emblemático asesino serial pionero Gregorio Goyo (Gabino Rodríguez de sombrero gacho y bigotito ralo), quien, medio emancipado de su regañona madre sobreprotectora (María Rojo), laboraba inmostrablemente en el recién fundado Pemex ávilacamachista durante la plena entrada del México de los temibles apagones a la Segunda Guerra Mundial y habitaba en el persistentemente apestoso laboratorio para experimentos químicos que mantenía en una sombría casona de la calle tacubense de Mar del Norte, sosteniendo una tórrida aunque reprimida y ambigua relación amorosa (“Ven a mi laboratorio, te juro que te voy a respetar”) con la condiscípula piernuda Graciela Chela Arias (Sofía Espinosa), señorita hija predilecta de un feroz abogánster barbudo en prominente ascenso (Alberto Estrella) y pésima alumna desinteresada en sus estudios, a quien le pasaba a propósito respuestas equivocadas del examen e incluso la delataba por consultar un acordeón bajo la falda, si bien el muchacho por las noches, sin motivo aparente, acostumbraba estrangular en su casa, con deseada media nylon ajena o a manaza pelona, a trotacalles muy jóvenes, como una intimidada Bertha de 16 años (Astrid Romo), una ciniquilla Raquel de 14 (Alaciel Molas) y una vulgarzona Rosa también de 16 (Fernanda Echevarría), haciendo mal desaparecer cuanto antes los cuerpos en el jardín hediondo de su morada, a paletadas directas pese a sus conocimientos científicos y quedándose con las prendas íntimas excitantemente femeninas para ostentarlas cual ubicuos fetiches sobre el lecho de latón o colgando del espejo retrovisor del flamante automóvil propio, y sin embargo, apenas había estrangulado mediante una infamante media a su Chela recién descubierta con un novio de su estrato social a escondidas, y apenas acababa de enterrarla y confesado su crimen a su cuatito del alma Jorge hacía dos semanas, cuando una sagaz mujer policía madura e identificada como Ana María Dorantes Agente 104 del Servicio Secreto (Úrsula Pruneda nada menos), entró a investigar sin dificultad en la casona de Mar del Norte y de inmediato se topó con el olor a cadáver y con una horrenda pata humana emergiendo primorosamente de la tierra en proceso de descomposición, precediendo al sorpresivo desentierro cuerpo por cuerpo hasta llegar al cuarteto intempestivo, exacto cuando llegaron los refunfuñantes inspectores de policía con gafas negras (Javier Zaragoza y Juan Carlos Colombo jodidísimos) a tirar rollo escandalizado, para tornarse instantáneamente célebres, aunque no así el socorrista análogamente moralino (Ernesto Siller), y el fragilizado homicida tan despreciable cuan impenetrable Goyo fue recluido en prisión con psiquiatra excelso a su cargo para ir sacándolo poco a poco de su estado catatónico, al unísono de su involuntario encubridor el asimismo narrador atemporal Jorge, encarcelado por dos meses hasta deslindar culpabilidades, ambos víctimas propiciatorias ante todo de la ñerez protofeminicida.
La ñerez protofeminicida determina un esmerado producto a la antigüita y en muy contrastante blanco / negro como ambientador epocal, con depurada fotografía de Claudio Rocha (La maleta mexicana de Trisha Ziff, 2014; Almacenados de Jack Zagha Kababie, 2015), pero en versión apagada e inepta, incapaz de construir mínimamente un solo personaje ni masculino ni femenino, avanzando a ritmo cansino y lleno de sofocos, con edición de Carlos Espinosa y el realizador intentando ordenar hasta con fechas de bitácora (“Martes 1 de septiembre de 1942”, “Miércoles 2 de septiembre de 1942” o así) hechos fílmicos de antemano despojados de fuerza desde su concepción y su rodaje, cual thriller ni-ni absoluto, sin emoción ni suspenso ni thriller propiamente dicho, un cine negro sin atmósfera ni intriga, un film policiaco criminal carente de invención y de interés para decirlo rápido, a años-luz de un thriller-cine negro-film policiaco criminal a tambor batiente como la soberana Mente revólver (Alejandro Ramírez Corona, 2017) en sus perfectas antípodas, una biopic negra anacronizante, frustrante y decepcionante en todos sentidos, personaje referencial y película dando más bien lástima.
La ñerez protofeminicida impresiona sobre todo por el desperdicio vital que irremediablemente la preside por siempre y para siempre, ya que todo lo que está en pantalla es irrelevante, ñoño o pueril más que cursi u ojete: idas y venidas con autito de museo, mostración ad nauseam del letrero de la Calle Mar del Norte en el barrio de Tacuba esquina con San Ángel cual si se tratara del metemiedo callejón de Cañitas. Presencia (Julio César Estrada, 2006), escenas de escuelita en edificio encristalado de los años cincuenta con un pontificador profesor Soberanes pomposamente calvo (Juan Carlos Rodríguez) y saineteros escamoteos de papito, diálogos fuera de tesitura como si los personajes ya hubieran visto la película (“O me engañaste para traerme a este cuchitril inmundo, aquí hasta huele mal”) o de época (en los años cuarenta nadie hablaba de “darlas” como en película de Ficheras o de Albures con Nalguita de los ochentas-noventas y así), esquizofrénica música medio culta derivativa medio folclorizante populachera de Eduardo Gamboa (una amalgama “propositiva” de danzones de la época o de Acerina, habaneras al gusto, la “Canción de la India” de Rimsky-Korsakov y la “Serenata” de Franz Schubert, al mismo nivel de “Florecita” y “La clave azul” de Agustín Lara, más lo que se deje saquear esta semana), intentonas por apuesta cruzada de llevar a las novias al laboratorio, fajes interruptus y estrangulamientos en invariable top shot, asado de bombones durante un picnic en día de pinta escolar, con una pésima dirección de arte y vestuario, mientras lo que se omite es fundamentalmente cuantioso, significativo y colosal.
La ñerez protofeminicida se revela impotente para hacer un cabal retrato del multihomicida necrófilo Goyo Cárdenas, vuelto un Goyo cualquiera, jamás mencionado por su apellido, pero nacido en Ciudad de México en 1915 y fallecido en Los Ángeles en 1999, egresado de la UNAM ya en cautiverio, rehabilitado por su buen comportamiento y autor de los libros Celda 16 (1970) y Adiós, Lecumberri (1979), o de plantear la más ligera o profunda o trivial e inofensiva o lugarcomunesca hipótesis sobre las causas del comportamiento criminal: ¿represión sexual exacerbada?, ¿edipización extrema?, ¿paranoia megalomaniaca dostoievskiana?, ¿acto gratuito en homenaje a André Gide?, ¿consecuencia del clima bélico o de la noche tenebrosa o de inflados berrinches súbitos dándose topes contra el volante?, ¿simple afán de coleccionar medias nylon previendo su obsolescencia programada para ser descubierto con ellas por todas partes?, ¿moralina antiprostitución a lo Taxi Driver (Martin Scorsese, 1978) avant la lettre?, ¿venganza contra el género femenino en sí o sólo contra el que mercenariamente se le ofrecía o contra el que sistemáticamente se le negaba por medio de subterfugios pero a solas ante el espejo se dejaba voyerizar por la cámara o por el agujerito del mingitorio al hacer chis?, ¿simple confirmación de una fama de mujeriego de cara a sí mismo?, ¿impaciencia por echarse unas frías?, ¿encarnación de la socorrida “banalidad del mal” de Hannah Arendt lindante con una frívola insignificancia funambulesca casi conmovedora y pese a ello inconfesablemente adorable?, ¿demostración multiplicada por cuatro absurdos de que “el asesinato no es más que una forma extrema de la descortesía” (Bernard Shaw)?, ¿facilismo esquemático y simplista?, ¿intrascendencia reticente pura y dura?, ¿tributo a la genial microficción ignorada de Max Aub: “Lo maté porque me dolía el estómago”?, ¿ganas de saborear una pizca de anticipada culpa impune a través de los siglos? (“Me porté como un forense; Goyo Cárdenas era un ser despreciable, un mito producto de la cultura solemne del PRI”, ojo: un partido que se fundó hasta 1946, pero “en todo este rollo, me temo que mi película termine promoviendo al estrangulador, cuando en realidad quería desarticular su mitología”: José Buil entrevistado por Héctor González en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 24 de noviembre de 2017).
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