La ñerez insatisfecha quiere por último ocultar sus estrechos alcances, trascender sus limitaciones y dar la impresión de aggiornarse y ser muy moderna gracias a una inútil y más bien patética diversificación forzada de sus recursos expresivos: comentarios sonoros o cantados exacto a raíz de un corte (“Hipócritaaa”), monólogos interiores en voz en off en boca de personajes principales (“Mira nada más lo que voy a comerme”) o archisecundarios, albures encubiertos como punto y seguido antes del cambio de secuencia (“Cal-culo”), tandas de flashbacks en blanco / negro de los niños Luisita y Basilito para remarcar lo ya proferido y evidente (“¿Te acuerdas de aquella promesa?” / “Somos primos, y soy una mujer casada”), partida del marido en taxi al aeropuerto de golpe plásticamente sustituida por montaje con la llegada del primo en un aerodinámico auto de carreras, insertos recurrentes de selfis con descarado photoshop baratón para desmentir al marido flanqueado por monumentales rorras en cada ciudad europea visitada, husmeo de sábanas que hace reptar como víbora por el suelo a la sirvienta chantajista, instalación en la lámpara del techo y decepcionante visionado de los contenidos por sorpresa de una oculta cámara espía, suntuosos top shots todoabarcadores del fotógrafo de Arturo de la Rosa como preámbulo a diálogos en rutinario campo-contracampo, chateos anticuados pero con laptop última generación y verbalizados en voz off cual arcaicas llamadas telefónicas (“En todo momento no he dejado de pensar en nuestro reencuentro, primita, estás preciosa”), algún vislumbre de Lubitsch touch por parte de la protagonista (“Lo bailado nadie te lo quita”) o por parte de la maldita Juliana tras el desplome de Basilio desde un sofá por sentirse vigilado cuando fajaba con su primota (“¡Ay, se despeinó señor Basilio!”), dos insertos ilustrativos-comparativos de los ideales de la patrona romántica y su aviesa sirvienta viendo por TV sendos fragmentos de El último cuplé (Juan de Orduña, 1957) y de El vampiro (Fernando Méndez, 1957), y un par de guiños cultistas por completo fuera de lugar: Luisa leyendo la novela Arráncame la vida de Ángeles Mastretta para identificarse admirativamente con su heroína (“Tan segura y dueña de sí misma”) y las célebres Redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz (“Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón”) malmusicalizadas por el compositor infraefectista Gerardo Rosado Colmenares en la introducción y en la desinflada despedida del relato exánime.
Y la ñerez insatisfecha no arriba dolorosamente a un final infeliz realista cualquiera, sino a un todosublimador pero forzadamente sonrosado y sonriente final feliz, puesto que un año después de lo narrado, puede por fin desplegarse viento en popa el opulento romance arbitrario y arbitrado entre la viuda alegre Luisa y su impune pretendiente pianista Sebastián en el bar del suntuoso hotel guanajuatense San Diego, celebrando así el triunfo del capulinazo / neocapulinazo, la primaria comicidad verde picante blanqueada con alma de urinario y chistes de pedos, la mediocridad de la vida provinciana y la incapacidad vencida para disfrutar del instante, tras una tiránica ronda de estereotipos intragables.
En Me gusta pero me asusta, antes Mi padrino (Wetzer Films, 100 minutos, 2017), enjundioso sexto largometraje del cada día más desenfadado culiacanense heterodoxo en Boston y Vancouver fílmicamente formado de sólo 48 años Beto Gómez (El agujero, 1997; El sueño del caimán, 2001; Puños rosas, 2004; Salvando al soldado Pérez, 2011 y Volando bajo, 2014), con guion suyo y de Aurora Jáuregui y Alfonso Suárez a partir de una idea original del actor protagónico Alex Speitzer, la afeada y tímida exniña disfuncional chilanga víctima de temprano bullying Claudia (Minnie West con gafotas y perpetuas mechas de pizza) ahora nini sin rumbo existencial y sospechosa de negociante inútil al verse forzada a trabajar en la agencia inmobiliaria de su architolerante padre Don Gerardo Aguilar (Hernán Mendoza bonachón hasta la mansedumbre) a raíz de haber sido asaltada por un envidiable ligue ocasional llamado Eric (Renato López guapísimo: “De que era encantador era encantador”) en el depto que comparte con la argentina ojiverde María Belén La Boluda (Camila Selser sobreactuando más que En la sangre de Jimena Montemayor) y el joven gay desinhibido Serge (Jorge Caballero amanerado a la antigüita), es de pronto contactada mediante celular como primer cliente, interesado en una mansión de seis alcobas con jardín y piscina donde vivió Pedro Infante, por su perfecto homólogo ranchero, el delicadito y tímido exniño disfuncional sinaloense Brayan Rodríguez (el mencionado barbilindo de botas y bigotito Alex Speitzer) desde siempre sospechoso de inversión sexual, por rechazar de cuajo los valores hipermachistas del Clan Rodríguez que lo cobija y sojuzga, por disfrutar cual alucinado postulante a chef con la esmerada preparación personal de sabrosos platillos en lugar de sobresalir en peligrosas actividades viriles como su carnal apenas mayor ya practicando con suprema habilidad la suerte ecuestre de El Paso de la Muerte en los jaripeos Júnior (Carlos Speitzer casi idéntico a su hermano en la vida real), y por no atreverse a arrasar con las rancheritas guapas, sólo habiendo bailado a saltitos una vez en brazos de su edipizante madre sabia Martina Zazueta (Lisette Morelos dulcísima), quien lo educaba para “hacer lo que usted quiera”, pero falleció muy pronto en un sospechoso avionazo, quedando el infeliz ingenuazo Brayan a merced de los atrabiliarios caprichos de su recio padre viudo apenas tolerante a regañadientes Don Gumaro Rodríguez (Joaquín Cosío tan atravesado y Cochiloco carotón como de costumbre), de su ruda abuela abofeteadora Silvana (un Roberto Espejo transgénero no obstante dentro de la tradición de la mandona Sara García de Los tres García del inimitable Ismael Rodríguez, 1946), y last but not least el empistolado tío padrino recién llegado del norte con impecable atuendo negro Norris Zazueta (Héctor Kotsifakis de sombrero feroz hasta en la sopa para robarse la película), a quien ha sido encomendada la regeneración del muchacho virilmente descarriado, ahora que el infatigable pariente desea extender sus dominios hasta la capital del país, conquistarla y apoderarse de ella en secreto, a bordo de una imponente camioneta-tanque oscura y flanqueado por dos folclóricos guaruras ensombrerados de torva mirada y greñas largas (Rodrigo Oviedo y el también realizador Agustín El Oso Tapia), aunque el exquisito sobrino tutoreado se conducirá bastante bien solo y acompañado, y con suficiente audacia ligadora, a la hora de enamorarse a primera vista y a primer fajo de billetes, de la impresionada-shockeada Claudita, para volver a verla con el propósito de rentarle una bodega gigantesca, enviarle con sus secotes guaruras milusos un aparatoso ramo de rosas coloradas, ser invitado por ella a tomar café en un mamoncísimo lugar hípster Le Chic, llevarle serenata cantándole él mismo su más bello bolero desafiante bajo la lluvia (“Si nos dejan”), penetrar gracias a las propinas del padrino bragado en una disco superexclusiva con cadenero cancerbero discriminador a la puerta (Gerardo Albarrán), robarle un apasionado beso muy bien correspondido a la chica de sus sueños, amanecer antes que ella con tal de prepararle un suculento despertar (“Ay, ¿estaba incluido el desayuno?”), provocándole una sorpresiva envidia a los dos roomies de Claudia, así como la terrible sospecha, que todo simula confirmar con creces, de que su queridísima amiga cándida se ha enamorado y caído en las garras de un narcogalán que amenaza su seguridad y la de todos ellos, intentando que se aleje de él en mil formas, dificultando el arribo del final feliz en este portentoso y potentado despliegue dispendioso del más jugoso despliegue de ñerez sospechosista.
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