Jorge Ayala Blanco - La ñerez del cine mexicano

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La decimoquinta entrega del célebre abecedario del cine mexicano, precedida de La aventura / búsqueda / condición / disolvencia / eficacia / fugacidad / grandeza / herética / ilusión / justeza / khátarsis / lucidez / madurez / novedad del cine mexicano, presenta en exclusiva material inédito de la investigación en curso del crítico cinematográfico con mayor trayectoria en nuestro país. El uso creativo y expresivo del lenguaje es uno de los acentos distintivos de la prosa inconfundible con la que Ayala Blanco va tejiendo, meticulosamente, el panorama del cine mexicano a través del análisis, película por película, de un centenar de obras producidas entre 2014 y 2018. Como en los anteriores volúmenes de la serie, los textos se configuran en torno a un hilo conductor, el concepto que da título al libro, y los apartados organizan el material de acuerdo con el carácter de sus realizadores: veteranos, maduros, que consiguen hacer una segunda obra, debutantes, documentalistas, cortometrajistas y mujeres cineastas. Un nuevo apartado es el constituido por las películas escritas y dirigidas fundamentalmente por cineastas extranjeros de habla hispana, pero ambientadas en México. Las fuentes de estudio son siempre directas, las películas mismas, que son contrastadas con el amplio bagaje cultural del autor, quien relaciona interdisciplinariamente áreas como la sociología, la antropología, la filosofía, la literatura y la comunicación, con los propios de la historia cinematográfica. La ñerez del cine mexicano se suma a sus antecesoras para dar cuenta del fenómeno fílmico nacional, escudriñando sistemática y rigurosamente la producción actual, en la búsqueda de lo popular como tema principal, fuente de inspiración y portal de apropiaciones creadoras.

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La ñerez retrozombi adopta una postura netamente feminista dentro de la prodigalidad de la furia y la ternura (“Ya verás que pronto todo va a ser como antes de que muriera tu mamá, ya hace mucho que no escucho tu voz, yo también la extraño”), el contraste esencial entre las largas cabelleras sobre vestidos blancos al suelo y las enrebozadas figuras del omnívoro luto humano dentro del idílico paisaje griffitheanamente lírico, la exasperación y la rabia, que dominan esta morigerada forma extrema de la fantasía gore actual, con esas hermanitas Cordero, haciendo causa común al lado de su sirvienta viuda instantánea y su madre resucitada de la tumba, todas ellas en bola o por separado, aunque siempre actuando con revancha, saña y algo más (“Matar se vuelve adictivo, y más en estas circunstancias de la trama donde sólo buscas sobrevivir”: Natasha Dupeyrón dixit); en cambio, los varones son completamente elementales y previsibles en su machismo, el oro y la violación de mujeres al mismo nivel y como única motivación, sus valores excremenciales (“Tú quieres ser general, nosotros estamos aquí por el oro”) de viejo spaghetti western (el Sergio Leone de El bueno, el malo y el feo, 1966, y Los héroes de Mesa Verde, 1972; el Sergio Sollima aquí prohibido por presuntamente denigrar a México en sus cintas La rendición de cuentas, 1966, o Cara a cara, 1967, y Corre hombre corre, 1968; el reciclador Quentin Tarantino de Django sin cadenas, 2012), en lo inmediato y en el horizonte, en el firmazonte diría el Vicente Huidobro de las proezas verbales del creacionista-ultraísta poema-río Altazor, en el impositivo y peninsolente falozonte, pues.

Y la ñerez retrozombi apuesta de manera primordial por la calidad de atmósfera y el impacto inmediato, pero acaba apostando por la sorpresa y la incoherencia, estrechamente unidas, la sorpresa hasta la arbitrariedad y la incoherencia hasta el apelmazamiento de la anécdota y una dispersión del sentido, ambas expresándose a través de la distensión terrorífica por sobrecarga acumulativa y la simpleza mórbida de una proliferación sin ton ni son de hechos sanguinolentos, crueles, intempestivos, burdamente splash y perversamente light, que incluyen ante todo acuchillamientos por la espalda, machetes clavados por la espalda y decapitaciones, con repentinas salpicaduras de sangre que cubren el rostro de las jóvenes malditas, ya marcadas por la vampiresca devoración desplazada de Artemio el Albino (Jorge Luis Moreno), para que hasta el ojo de Cecilio colgando aún con nervios en la punta de un machete termine por perder toda eficacia prologal y consiguiendo que la película se revele expresivamente trabajada en el espíritu mismo de su asunto anecdótico y con sus detalles inhumanos cada vez más al ras de la tierra yerma, para que sólo sobreviva la imagen de las féminas bañadas en sangre (al estilo de la original Carrie: extraño presentimiento de Brian de Palma, 1976, o más recientemente, del irreductible Voraz de Julia Ducournau, 2016) y de nuevo erguidas, preparadas para cualquier ataque, benditas y heridas por su propio afán de venganza, ya marginales a cualquier dimensión épica, al cabo de un tilt up al cielo que se encadena a cierto tilt down hacia las tumbas profanadas.

La ñerez autodefensiva

En El ocaso del cazador (Hugo Stiglitz Producción Cinematográfica - Frontera Films, 120 minutos de súbito reducidos a 92, 2013-2017), destemplado quinto largometraje del inclasificable ñerovanguardista belgo-jarocho-boliviano de 44 años Fabrizio Prada (tras su tremebunda asaltocinta en un solo truculento plano secuencia otrora récord Guinness en el rígido ramo estructural sin cortes del Tiempo real, 2002; su sainetista sátira videohomera nunca estrenada Chiles jalapeños, 2008; su encrespada parábola moral Escrito con sangre, 2010, y su aún inédita El sacristán, 2013), con guion suyo al lado de Fuensanta Valdés y del productor-intérprete Hugo Stiglitz basándose en hechos verídicos ocurridos en Tamaulipas cuando un anciano terrateniente se enfrentó a solas con sus armas al cártel de Los Zetas, el septuagenario excazador con arraigo multigeneracional de opulento hacendado norteño Alejo Jerónimo Garza llamado de cariño Don Hunter (Hugo Stiglitz siempre de a caballo) goza derribando de un tiro certero el remilgoso panal incrustado en una torre de la iglesia de su pueblo para admiración de sus añosos amigos y se niega a vender incluso a precio preferencial sus propiedades, bajo ninguna circunstancia ni intimidación, exigencia de cantina o presión desalmada del inmisericorde joven narcopistolero de la región Lucas (Alan Ciangherotti), ni siquiera cuando sufren asalto y secuestro carretero en el amarillo jeep familiar su esposa ahora dramáticamente postrada María (Pilar Pellicer desencajada aunque nunca émula de la abuelita institucional Sara García), su bella hija Cristina (Jenny Lore) a punto de ser violada y el avispado nieto púber (Hugo Stiglitz hijo), pero luego de numerosas defecciones, partidas, sometimientos y cesiones hasta de la cantina local por su propio dueño (Rojo Grau) vuelto empleado al servicio del criminal, u otras peripecias que afectan directamente la seguridad y el bienestar colectivo, como la tortura y muerte violenta del ya de por sí corrupto jefe de la policía municipal, el mismo terrateniente anima a su familia a abandonar el territorio una buena mañana, horas antes del día cero fijado por el delincuente y sus sicarios (Luis de Marco, Octavio Gómez) para tomar por asalto el rancho. Y sin embargo, tras despedir al fiel capataz Camilo y recibir abrazos de todos los peones económicamente liquidados que así le rinden pleitesía dinástica al buen patrón supertrabajador que los protegía, Don Hunter se arrepiente en el último minuto, decide permanecer pase lo que pase, regresa a su mansión, coloca armas de alto poder en cada ventana sobre ingeniosos soportes y se erige en heroico autodefensa de su territorio, atinándole de a sicario por tiro, hiriendo hasta al maldito Lucas en una pierna, y sólo podrá ser derrotado mediante el uso de granadas, si bien ya consagrado a la inmortalidad merced a su ñerez autodefensiva.

La ñerez autodefensiva quisiera situarse genéricamente entre la cinta de aventuras, la denunciadora docuficción sobre autodefensas organizados tipo Tierra de cárteles del estadunidense Matthew Heineman (2015) y la lucha individualista de un hombre solo contra la injusticia demasiado grande que siempre habrá de minimizarlo y desbordarlo como el antofobaproico Crepúsculo rojo del excuequero cineasta regiomontano Carlos González Morantes (2008), pero el producto en sí es incapaz de elevarse mínimamente por encima del cine rutinario del pasado o del cine atropelladamente protoamateur del presente, apareciendo autosaboteadoramente echado a perder gracias a la pródiga pero rabiosa e inepta confabulación de elementos y materiales visualmente dispersos, sin continuidad secuencial posible, que le dan un aire de hipertrofiada chafez absoluta a cada secuencia, secuencia por secuencia, por obra y desgracia de una pésima edición de Juan Luis Maldonado que todo lo convierte en serpentina de enfoques caprichosos e hiperfragmentadores, una fotografía sin temple del veteranísimo excuequero Arturo de la Rosa, antirritmos internos, saltos para adelante y para atrás desde picados y contrapicados o desde impresionantes top shots cenitales, y por si eso fuera poco, una mezcolanza musical muy invasiva, con ridículo tema central de Jaime Flores en henchido elogio meloso a Don Hunter e inoportunos efectillos techno de un juvenil DJ neoyorquino que tornan dignos de agradecimiento los repentinos bombardeos de una auténtica sinfonola de cantina pueblerina que escupen de pronto, metafóricamente, aunque sin ton ni son, el mismísimo Segundo Himno Nacional (“El zopilote mojado”) y añejas canciones rancheras en voz de Jorge Negrete (“Yo soy mexicano”), de Lola Beltrán (“La borrachita”, “La muerte”) y del Charro Avitia (“Traigo mi 45”), cuyas anacrónicas fuerzas logran hacer estremecerse hasta a la regia locación mexiquense de Ayapango, cerca del municipio de Amecameca a espaldas del Popocatépetl, en plan de aridez nordestina casi brasileña.

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