La ñerez sospechosista consigue sin dificultad aparente que su comedia ranchera sofisticada sea sometida y se acoja a una diestra estilización superelaborada, por el humor autoirrisorio del Beto Gómez de Puños Rosas y Volando bajo a lo máximo que ha alcanzado, para dar una constante impresión de frescura y espontaneidad extremas, a un extemporáneo nivel recuperador de la clásica screwball-comedy hollywoodense de beisbolero efecto tirabuzón, la siempre recuperable comedia boba con chavo bobo y chava aún más babas con sus insolentes cabellos escarlata colgantes, en una obra maestra de ingenio y falsa inocencia y lozana agudeza que parte de los estereotipos y lugares comunes de un supuesto género actual de narcocine, con El infierno de Luis Estrada (2010) y Miss Bala de Gerardo Naranjo (2011) o el mismísimo Heli de Amat Escalante (2013) a la cabeza, para volverlo del revés, hacer escarnio de él, y poco a poco después, sin alarde añorante alguno, venir a entroncar con el viejo cine mexicano, vuelto consciente, deliberado, placentero e inmarcesible, pues aquí nuestro aspirante-sucedáneo de Pedro Infante cantor, en efecto ocupando la mansión alocada de Escuela de vagabundos y de la rica heredera de El inocente (Rogelio González hijo, 1954 y 1955, respectivamente), ya ha logrado deslumbrar, seducir y conquistar el corazón a la güerita oxigenada Marga López de Los tres García con apariencia de espantapájaros multicolor de Corre Lola corre (Tom Tykwer, 1998) para que ella pueda exclamarles por celular a sus cuates “Estoy en Un rincón cerca del cielo”, sintiéndose en efecto tan arrobada como la misma Marga López con su misma pareja en el film romántico del mismo título (del mismo Rogelio González hijo, 1952), y entonces ya puede nuestro Alex Speitzer dejar de apuntar juguetonamente su pistolita hacia el espejo a lo Robert de Niro de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), para irse a rebelar in situ contra el untuoso émulo del Marlon Brando en El padrino (Francis Ford Coppola, 1972) que le tocó en suerte, al interior de este Idilio roto de Tillie (Mack Sennet, 1913) vuelto como calcetín desde que vio a su Cameron Díaz forzada a desafinar en el antro karaoke de La boda de mi mejor amigo (P. J. Hogan, 1997), y ponerse a perseguir sobre su caballo a la indecisa rejega timidísima dueña de su corazón que huye de sí misma por el camino de terracería a bordo de un taxi manejado con sonrientes dudas, pues aquí lo lúdicro cinefílico se ha convertido en inteligencia adicional, supraconciencia suplementaria del relato o haz de microrrelatos, reelaboración de la experiencia grupal, asunción estilizada de lo conocido (incluso los resortes cómicos a base de malentendidos saineteros: no sabiendo Brayan las razones del repentino rechazo de Claudia, tenaz labor de zapa de los apanicados roomies a sabiendas de que “A los narcos no puedes decirles que no”), referencia cultural que religa casi religiosamente con la comunidad (“En mi familia cada día se vive como el último”), entroncamiento con la producción de las fantasías compartidas, a su modo liberado y liberando una suprema deriva imaginaria de los grandes sueños neofeéricos colectivos (“¡Caray, hasta parece película de Pedro Infante, verdá de Dios!”, exclama sin poder reprimirse más el taxista antes perseguido).
La ñerez sospechosista concibe su enorme eficacia plurinarrativa-estética gracias a su etéreo tono ligero y fingidamente iluso y elegantemente jocoso, a las imágenes sutiles del habitual fotógrafo gomeciano Daniel Jacobs, a la capacidad para urdir brillantes síntesis secuenciales (en el antro karaoke rojizo, en la fiesta tequilera con el sorpresivo ligue de Claudia, en los paseos durante el cortejo urbano, en los jaripeos et al.) del editor Nacho Ruiz Capillas y sus intempestivos insertos desplazados-gag de un perrito comiéndose el supuesto manjar bajo la mesa del comedor o un venadito para desmentir o irradiar afirmaciones, a la música folclorosa y burlona de Mark Mothersbaugh, a la impecable dirección de arte de Sandro Valdez y a un hilarante vestuario de astracán y excelso mal gusto propositivo de Adriana Olivera, enmarcando a ese trabajadísimo conjunto irrepetible de personajes de parodia / autoparodia delirante, refinándose en cada contrastante actitud o diálogo chispeante (“No se agüite m’hijo” / “No sea maleducado m’hijo, páguele a la señorita todo el año” / “Oiga, ¿y qué tal si el Don Uber ése está ocupado?” / “¿Sabes por qué nos dejaron pasar así de volada? Pues por nuestra elegancia, estos trajes nunca pasan de moda”), en todo momento sospechosos de ser sublime sublimada caricatura de sí mismos y de alguien y algo más, trátese de los héroes centrales o bien de ese tío de pistolón pronto contra un asaltante callejero, esa Boluda que boludea a medio mundo en cada frase (“¡Apúrate, boludo!”) sin suspender las libaciones de su inseparable mate, o ese taxista pueblerino individualizado nada menos que como un tal Menchaca entrañable (Silverio Palacios jocundo como de entrometida costumbre), cual amasijo de riquezas quasi distanciadas.
La ñerez sospechosista se ha puesto también los guantes de seda rosa para constituirse en fuente de reflexión y para intentar ver más allá de los clichés prefijados, sin dejar de jugar en la liga de los conceptos gloriosos y gozosos menos dolorosos, como la lucha contra las apariencias engañosas, los estereotipos discriminadores y el hurgamiento en la naturaleza de los prejuicios inconscientes que conducen a la estigmatización apresurada y gratuita, pero todo ello enfocado, descrito y desarrollado desde una perspectiva vivencial y politicosocialmente incorrecta, pues la bien dosificada y laboriosa diseminación de falsas pistas insinuantes, con una ambigüedad malvada (“Ya no se puede mover la mercancía como antes”), al parecer bajo el punto de vista de los valores estragados y los códigos que tienden a confundir a todo ranchero próspero con un malviviente y a cualquier ganadero con un narcotraficante de opereta, sin duda hermanados en su mal gusto vestimentario y léxico estridentes, apela ante todo a los prejuicios antirregionales-antirrurales del espectador, para ponerlos escandalosamente en irrisión cuando el padre de la heroína descubre que la gigantesca bodega alquilada por los Rodríguez-Zazueta ya está sirviendo para almacenar reses abiertas en canal para comercializar carne norteña de la mejor calidad, porque la parrillada sinaloense nada tiene que envidiarle a la argentina y porque para cualquier chilango cualquier ranchero para él inculto es un sicario latente o virulento.
La ñerez sospechosista retoma al final el doble monólogo interior off screen que en el prólogo del film entonaban Claudia y Brayan con sus traumas infantiles como seres diferentes, y va a continuarlo mediante otro monólogo a dos voces de ellos mismos, pero esta vez satisfechos, asumidos como felices criaturas distintas a los demás, ya montando juntos y lazando potros, conjurando el paradigma ingenuidad / siniestrez como dispositivo bufo y planeando a dúo un restaurante chic de carnes norteñas para gourmets, puesto que la alianza amorosa rancho-capital se ha consumado por fin en el maridaje perfecto de esas criaturas desprejuiciadas y honestas y excepcionales y con profundo cariño y respeto por sus inadecuadas familias, que ahora pueden incluir tanto al coqueteo del homosexual Serge con un galano chavo sombrerudo, como la poderosa atracción exitosa de la gauchita veloz con el tío resbaloso, en la apoteosis esplendente de una fiesta al parecer perpetua donde los hábitos no hacen al monje, pero los buenos modales y la voluntad abierta sí hacen al ente sexodiverso y omnipermisivo, al ciudadano fuera y por encima de toda sospecha, única trascendencia a la que esta deliciosa comedia aspiraba a afirmar.
La ñerez sospechosista consagra así a la comedia-homenaje autoconsciente, al nivel del bronco humanista social (pese a su atuendo de Señor de los Cielos del Cártel del Pacífico) que le avienta un rollito de billetes al recién atrapado raterillo callejero para que no vuelva a arriesgarse a delinquir, o a imagen y semejanza de un no menos espléndido corderito (pese a su íntimo look de travieso Harry Langdon culiche) entre los lobos (“Demasiado sensible para ser narco”), su nobilissima visione.
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