El primero de éstos, la docilidad, no es necesariamente un estereotipo con consecuencias negativas en la obtención de trabajo, ya que lo “servicial” y manejable de los mexicanos también significaba que fueran un grupo “menos deportable” que “los negros”, puertorriqueños o filipinos (Reisler, 1976); sin embargo, la imagen de los mexicanos como trabajadores subordinados también influía negativamente en su ascenso laboral y en el reconocimiento de sus habilidades profesionales y emocionales. El recuerdo de la percepción sobre los mexicanos en aquella época, si bien doloroso, ya no corresponde necesariamente a los problemas de los migrantes el día de hoy:
Desde la aparición más temprana de mexicanos en los ferrocarriles y granjas del suroeste, los anglosajones contemplaron los beneficios de tener una oferta de mano de obra fácilmente manipulable. El mexicano, informaba el economista Victor S. Clark en 1908, “es dócil, paciente, generalmente ordenado en el campamento, bastante inteligente bajo supervisión competente, obediente y barato. Si fuera activo y ambicioso sería menos manejable y costaría más. Su punto más fuerte es su disposición a trabajar por un salario bajo”. Doce años después, un representante de la Asociación de Productores de Algodón del Sur de Texas aseguró a un comité del Congreso que “nunca hubo un animal más dócil en el mundo que el mexicano”. Los agricultores atribuyeron este rasgo a la falta de desarrollo mental del mexicano, a la creencia de que “el mexicano es un niño, naturalmente”. Al igual que los niños, los trabajadores mexicanos, si se los maneja con comprensión, se los puede inducir a que se comporten adecuadamente. Su supuesta manejabilidad los convirtió en empleados superiores a los ojos de los productores del suroeste (Reisler, 1976: 241).
Ahora bien, el estereotipo de la pereza es uno de los que han perdurado con los años y aún se sigue reproduciendo hoy en día. Desde los inicios de la migración mexicana a Estados Unidos, México fue visto como “la tierra del mañana” y se decía que “los salarios de los mexicanos tenían que mantenerse bajos, porque cuando están mejor pagados dejan de trabajar” (Reisler, 1976: 241). Según datos recopilados por este autor, el mexicano era generalmente identificado como alguien “poco progresista, carente de ambición e inteligencia, incapaz de ahorrar dinero y de hacerse independiente”. El recuento histórico es otra vez perturbador:
En los años veinte, las explicaciones raciales pseudocientíficas de las diferencias culturales eran muy comunes. Dirigidos por Madison Grant, presidente de la Sociedad Zoológica de Nueva York, los racistas enseñaban que la humanidad estaba claramente dividida en diferentes criaderos, cuyos potenciales desiguales estaban determinados por la calidad fija de sus genes. Los mexicanos formaban parte de la clasificación inferior debido a su mezcla principalmente de sangre materna indígena y paterna española. [...] Los mexicanos no eran vistos como gente de color, pero tampoco como blancos. [...] Asimismo, por ser los mexicanos un pueblo mestizo, fácilmente tenderían a mezclarse con negros o blancos, llevando a una desafortunada hibridación genética. Los estándares culturales y sociales de Estados Unidos bajarían, lo que podría llevar a la pérdida del poder estadounidense. Los migrantes mexicanos eran más sucios y menos decentes que los nativos, lo que conduciría a problemas de crimen, salud, inseguridad en los barrios, y [falta de] bienestar (Reisler, 1976: 242).
La misma idea de la hibridación genética del mexicano, interpretada en su sentido despectivo, fue analizada en una tesis de maestría realizada en la Universidad de Texas en Austin en 1922, en donde el autor, Townes Malcolm Harris, afirmaba lo siguiente: “El mexicano es un híbrido, español-indio, más o menos caracterizado por un tipo de docilidad para tratar de evitar que resalte, arraigada en sus rasgos indios. Es temperamental respecto de su trabajo, susceptible de cambiar algo en cualquier momento. Por estas razones, sólo es adecuado para trabajo no calificado” (Miller, 1980: 72).
El miedo más grande era que Estados Unidos fuese “invadido” por los mexicanos, de forma tal que se tendría que incrementar la tasa de natalidad de los estadounidenses para prevenir la sobrepoblación mexicana. En términos políticos, tener una población en condiciones precarias, con escasas posibilidades de que sus miembros se conviertan en ciudadanos estadounidenses, podría “destruir a la democracia” y vulnerar a los nativos de Estados Unidos, quienes se verían sometidos a un sistema de castas en desacuerdo con los ideales tradicionales de libertad e igualdad (congresista John C. Box, citado en Reisler, 1976: 241).
El testimonio de la periodista e investigadora Elvira Chavarría, fundadora de la CLNLB, en declaraciones recuperadas a través de su historia oral (1981) (Anexo 6), nos permite recordar otro problema planteado desde principios de siglo XX: no sólo que los mexicanos son muchos, sino que todos son iguales. A decir de Chavarría, “la mayoría de la gente no distinguía realmente entre un mexicano y un mexicoamericano”. Al principio, el reclutamiento de miembros era difícil porque había mucha violencia y miedo, en un contexto más amplio de exclusión de los extranjeros: “Los años veinte, treinta y cuarenta eran muy difíciles económicamente. La migración mexicana era un asunto político. [...] Los mexicoamericanos querían demostrar que tenían los mismos derechos que los ciudadanos estadounidenses”.
Los años veinte fueron también el periodo cuando surgieron algunas organizaciones de defensa de los hispanos, mexicanos y mexicoamericanos, como la Orden de Hijos de América (1921), más tarde absorbida por la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (League of United Latin American Citizens, LULAC), de 1929, y el Foro GI, creado décadas después para defender los intereses de los veteranos de México-Estados Unidos de la segunda guerra mundial (Moore y Pachon, 1985: 176-186). Aunque muchas de estas organizaciones dejaron de existir, su papel fue vital en iniciar la movilización de la población mexicoamericana y en la creación de un grupo político para defenderla ante los líderes e instituciones nacionales (Portes y Truelove, 1987).
Un participante de estas organizaciones fue Rómulo Munguía Torres, periodista y líder de movimientos civiles en San Antonio, Texas. Nació en Guadalajara en 1885. Emigró en 1926 a Estados Unidos, donde fundó La Prensa, periódico en español de San Antonio. Fue nombrado cónsul honorario de México en 1958 y participó en distintas elecciones en Estados Unidos como miembro de la comunidad mexicoamericana. En una entrevista con Elvira Chavarría (Munguía Jr., 1980) para el programa de radio de la Universidad de Texas en Austin, su hijo, Rómulo Munguía Jr., recuperó algunas memorias del padre. Entre los aspectos que recuerda están sus resistencias a obtener la ciudadanía estadounidense, en su calidad de promotor de las raíces culturales mexicanas, una postura que todavía es posible encontrar hoy día en algunos de los profesionistas entrevistados para la segunda parte de este libro, quienes se niegan a naturalizarse. Munguía Jr. cuenta la historia de LULAC y su preocupación inicial por evitar la discriminación a los niños de origen mexicano en las escuelas. La entrevista también rememora la historia de la comunidad mexicana en San Antonio, una ciudad con una minoría muy pequeña de mexicanos a principios de siglo, y que explica los esfuerzos iniciales de LULAC. Cuenta el entrevistado:
Solemos pensar que San Antonio siempre fue una ciudad muy mexicana, pero a principios de siglo había menos mexicanos en San Antonio que flamencos, alemanes, escoceses o irlandeses. [...] La gran migración de mexicanos a San Antonio empezó en 1910 y continuó en los veinte por la Revolución. Es cuando La Prensa floreció [...] en los treinta; ya [para entonces] habíamos perdido a muchos de los hijos que llegaron desde México (Munguía Jr., 1980).
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