© 2021, Sebastián Sichel
© De esta edición:
2021, Empresa El Mercurio S.A.P.
Avda. Santa María 5542, Vitacura,
Santiago de Chile.
ISBN: 978-956-9986-72-7
ISBN digital: 978-956-9986-73-4
Inscripción Nº 2021-A-2476
Edición general: Consuelo Montoya
Diseño y producción: Paula Montero
Fotografía de portada: Rodrigo Rozas
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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Índice
Primera parte. Niñez y vida escolar PRIMERA PARTE NIÑEZ Y VIDA ESCOLAR
Cazador de luz
«Tranquilo hijo, que no es tu papá»
El punk defensa central
Mantener la cabeza a flote
La madre y un diagnóstico liberador
Segunda parte. Juventud universitaria e interés político
Embajador de Surinam
Izquierda mala para el martillo
«Sepárate si no te acompaña»
Tercera parte. Adultez y nuevos rumbos
Por favor que no sea pelado
Entre Michael Jackson y jamones curados
Niño nuevo en La Moneda
«Siempre estás diciendo que te vas»
PRIMERA PARTE
NIÑEZ Y VIDA ESCOLAR
Cazador de luz
Cinco años. Concón.Vida de okupa.
Cuando le preguntan por los primeros recuerdos de su niñez, la mente de Sebastián Sichel Ramírez (1977), por entonces Sebastián Iglesias Ramírez, se transporta de inmediato a la localidad costera de la Quinta Región en donde la vida del niño, entre los 5 y 12 años, tuvo como refugio una casa ajena que fue tomada como propia.
No está claro, pero al parecer se trataba de una vivienda que pertenecía a unos exiliados que habían dejado el país, por lo que el grupo familiar —mamá, papá postizo y hermana tres años y medio menor— simplemente se adueñó de una propiedad que, en realidad, era una carcasa vacía en su interior. Un hogar sin luz, sin agua, sin refrigerador, sin baño, con ventanas tapadas con plásticos que parecían inhalar y exhalar con cada movimiento del viento, en donde se cocinaba al fuego de unos palos y un lugar donde entraba, salía, se quedaba, bebía, peleaba y se intoxicaba gente extraña. En ese entrar y salir de gente, sí hubo un integrante que se sumó al grupo familiar de manera permanente y más apacible: «Kayser», un perro callejero que los acompañó por largo tiempo.
A fin de cuentas, ese espacio de tres piezas, más que casa, parecía ser una especie de refugio improvisado en algún lugar indómito en donde la familia —y quien quisiera— podía guarecerse. De hecho, cuando llegaron al inmueble, todos se acomodaron durante un tiempo en una de las piezas y luego se fueron distribuyendo a medida que iban sumando mejoras. Y el primer WC llegó gracias a uno que encontraron tirado en un vertedero cercano.
Ahí, en un contexto de vida familiar precaria, disfuncional y violenta, la existencia del pequeño tuvo un sello especialmente marcador que lo acompañaría de por vida: la ausencia de luz.
Esa penumbra permanente de sus primeros recuerdos de niñez hizo que el hombre se convirtiera después en un obsesionado por arrimarse a cualquier destello lumínico que sirviera para acompañarlo. Primero, siendo muy pequeño, robando velas a una Virgen en la zona baja de Concón; décadas después, con la manía de siempre dejar las cortinas entreabiertas para que la luz pudiera colarse como mejor quisiera.
En esos ambientes iniciales siempre sombríos de su niñez, los electrodomésticos y la televisión aparecían como aparatos de una era futurista que no concordaban con la suya. Artilugios de un tiempo de modernidad que, en su caso, se limitaban a ser observados y escuchados en casas vecinas y nunca en la propia. Como esperar una semana completa para instalarse en la casa de José —un vecino que era el cuidador de una residencia de veraneo— para mirar durante largas horas las secuencias de rutinas humorísticas del Jappening con Ja a comienzos de los 80.
La falta de luz en casa, lo convirtió en un adicto a la calle. Era una cuestión práctica: salvo los pocos libros que tenía en su hogar, la entretención y la luz estaban fuera de esa casa-cueva en la que vivía en calle Vergara en Concón. Por eso había que aprovechar al máximo, desde temprano por la mañana hasta el ocaso. Por entonces su vida de chiquillo se dividía entre estar tras una pelota de fútbol o colarse en casas vecinas de veraneantes ausentes.
Un hábito que comenzó a cimentar desde pequeño fue la búsqueda permanente de libros y revistas para leer junto al suave destello de las velas hogareñas. Fue de esa manera que comenzó a establecer una relación de cariño y necesidad por la lectura. Su mamá le conseguía los libros en ferias o los cambiaba por cualquier cosa. Su gran entretención eran los Reader,s Digest que el niño se los aprendía casi de memoria.
Sin embargo, había algo contra lo que las historias y relatos que salían desde los textos no podían competir: la libertad que le daba una existencia extrañamente autónoma y despreocupada para su corta edad.
El Sebastián Iglesias de antaño suele rememorarse como un niño líder que desde temprano debió forjar cierto carácter para acomodarse en esa libertad que masticaba a destajo en la urbe del litoral. Lo del liderazgo prematuro quizás lo diga por haber sido el organizador de un grupo llamado «La pelotita azul», una especie de club social y deportivo que armó con otros pequeños en Concón. La iniciativa pretendía definir una suerte de calendarización de acciones de entretención para el año y significaba buscar materiales para armar la sede y diseñar tarjetas de identificación para los integrantes. Ahí, Sebastián ejercía el rol de presidente eterno y un rígido evaluador de las pruebas que debían pasar los postulantes a la vicepresidencia del conglomerado infantil.
En la práctica, Iglesias era un viejo chico, algo mandón y aglutinador. Un infante que en vez de gastar la escasa plata que alguna vez tenía en sus bolsillos en alguna golosina o bebida encontraba más placer en la lectura de algún diario o cualquier libro que llegara a sus manos.
El menor era una mezcla de cuerpo que se desarrollaba rápido, carácter fuerte y personalidad introvertida, especialmente respecto de sus emociones. Un silencio y reticencia que mucho tenía que ver con la idea de llevar adelante una vida lo más normal posible para que así el resto lo viera como un niño más. Un intento de forzada proyección de normalidad que, sin embargo, escondía una dura batalla interna por hacer a un lado la pesadilla diaria que vivía puertas adentro.
En medio de esa familia el sello distintivo, más que la pobreza, era la disfuncionalidad. Sí, porque más que carencia de recursos o pobreza dura, lo que marcaba la vida en ese hogar era la precariedad de quienes habían decidido navegar la vida de esa manera. Mamá y papá encubierto así lo habían decidido por voluntad propia. Un estilo de vida hippie con ganas de perpetuarse por siempre, donde el trabajo formal era una rareza y en donde las pertenencias materiales asomaban como lujos innecesarios. Un mundo de carencia que se contraponía con un superávit de gritos, peleas, alcohol, drogas, gente que entraba y salía, bullicio y fiestas sin fin. Todo liderado por un papá problemático y secundado por una madre que optó por seguir el ritmo de un marido estrafalario e imprevisible.
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