Donaldo Christman - Fuego salvaje
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Por unos pocos momentos hubo silencio. El director de Colportaje estaba buscando un argumento que convenciese a ese desmañado y larguirucho muchacho de que era un simple campesino que nunca serviría como colportor. Sin embargo, el muchacho esperaba ansiosamente, dispuesto a rechazar cualquier argumento destinado a que desistiese de su plan.
–Bien, hijo mío; debo admirarlo por su temple, aunque dudo de su criterio. Para colportar se necesitan una voluntad y un valor como los suyos... Los primeros días yo trabajaré con usted y le indicaré su territorio. Aquí tiene un atractivo prospecto para el libro Vida de Jesús y la revista O Atalaia (equivalente a Vida Feliz , en castellano), que usted venderá junto con el libro. Comience inmediatamente a aprender la presentación sugerente del libro y, si usted quiere, yo con mucho gusto lo examinaré antes del viaje, para comprobar si la sabe.
–¡Maravilloso! Gracias por su cooperación.
Alfredo apenas pudo contener su alegría mientras se despedía de su interlocutor y partía hacia su habitación.
Capítulo 3
DOS VIDAS EN BUSCA DE UN IDEAL
Entrevistar a las personas, aprender a presentar libros y conseguir que la gente los comprara demandó a Alfredo diligente aplicación. Más que todo, lo obligó a pasar días saturados de duras dificultades. Hacia el término del verano, Alfredo dominaba los secretos fundamentales del colportaje, o venta de libros, y se sentía todo un hombre. Dios lo había bendecido y Alfredo lo reconoció repetidamente cuando regresó al colegio y anunció que había ganado todo lo necesario para un año escolar y ¡aún algo más!
Como llegó al colegio muy tarde en la noche, no tuvo oportunidad de ver a todos los nuevos estudiantes que habían llegado.
–Oye, Alfredo –le comentó uno de sus viejos amigos–, ¿viste a tu conciudadano?
–¿Mi conciudadano? ¿No somos todos brasileños los que venimos aquí?
–Me refiero a otro estudiante que viene, como tú, de ese lugar que queda al fin del mundo: el Mato Grosso.
–¡Magnífico! Ahora seremos dos los que defenderemos nuestro Estado. ¿Quién es? ¿De qué ciudad viene? ¿Cómo se llama?
–Es una señorita. ¿Su nombre? No lo recuerdo. ¡Pero no te excites tanto! Mañana la verás en el desayuno.
Después de más de cinco años, Alfredo veía nuevamente a Aurea. Se saludaron, y más tarde hablaron más extensamente y recordaron algunos de los incidentes ocurridos desde el día en que Alfredo la había visitado en su granja, al acompañar a dos pastores. Ahora podía entablar una buena conversación, y no se mostraba apocado e inhibido en presencia de una señorita.
Ella le contó cómo estuvo a punto de morir poco después de que Alfredo y los misioneros la hubieron visitado. La fiebre tifoidea la había obligado a guardar cama durante semanas. Su madre, ante la gravedad de la enfermedad, se arrodilló junto a la cama de su hija y prometió solemnemente que si ella se sanaba la dedicaría al servicio de Dios.
Dos años antes, el mismo verano de 1931 en que Alfredo había llegado al colegio, Aurea también había resuelto estudiar. Su hermano mayor la llevó hasta Campo Grande, y desde allí el pastor Max Rhodes la debía acompañar hasta San Pablo. Cuando llegó a la casa del pastor Rhodes, se sintió demasiado enferma como para continuar el viaje. Después de varios días de espera, tuvo que regresar a su casa, allá en los montes, y esperar instrucciones posteriores de las autoridades del colegio. Ahora, después de dos años, se habían hecho los arreglos para que viajase a San Pablo.
Alfredo y Aurea estaban ansiosos de aprovechar al máximo su estadía en el colegio. Con el tiempo se convirtieron en alumnos destacados, verdaderos líderes en las actividades espirituales y misioneras. Se trataban como amigos, manteniendo siempre mucho respeto.
–¿Qué pasa, Alfredo, que tú puedes hablar con Aurea siempre que quieras y los profesores nunca te llaman la atención? –le preguntó, intrigado, cierta vez un condiscípulo–. ¡En el momento que yo hablo con mi chica ya estamos en dificultades! Me parece que ellos ni siquiera saben que ustedes son novios.
–No sé. Creo que nos conducimos como corresponde.
Y en verdad ésa era la sencilla explicación.
Tanto Alfredo como Aurea dedicaron sus veranos a la obra del colportaje, y siempre en Mato Grosso. Ambos se sentían moralmente obligados a evangelizar su Estado natal, mediante los libros religiosos y elevadores que vendían. Aunque les habría resultado más fácil trabajar en las pobladas ciudades del litoral, escogieron el difícil territorio del interior de Brasil.
Durante cinco años, desde 1933 a 1937, trabajaron y estudiaron. Cada verano ganaron lo necesario para el siguiente año escolar.
Precisamente antes de terminar el año escolar de 1936 y de partir para Mato Grosso para el trabajo del verano, la directora del internado de niñas los interrumpió mientras estaban conversando.
–Para satisfacer mi curiosidad, me agradaría preguntarles algo. ¿Qué parentesco hay entre ustedes? Siempre pensé que probablemente ustedes eran primos, pero nunca he estado segura.
–No –dijo Alfredo–. No tenemos ninguna relación de parentesco. Sencillamente, somos buenos amigos.
–Bien, ustedes me han engañado –repuso bromeando–. Sabía que ambos eran de Mato Grosso y, a juzgar por su proceder, pensé que debían ser del mismo tronco familiar.
Pocos días más tarde, Alfredo y Aurea, tomaron el mismo tren e iniciaron, en su quinto verano consecutivo, el viaje de 48 horas hasta Mato Grosso. El día era caluroso, y los viejos y desvencijados vagones se sacudían y bailoteaban sobre los desparejos rieles de trocha angosta. Pero, como nunca habían viajado en trenes modernos, el viaje fue interesante y agradable, especialmente porque iban en dirección a sus casas.
Finalmente, a las siete de la tarde llegaron a la estación terminal en la ciudad de Baurú.
–Aquí estamos una vez más, Alfredo –comentó Aurea–. Ahora, debemos esperar tres horas hasta que venga el “transatlántico” que nos lleva a Mato Grosso... si es que continúa en servicio.
Tales esperas eran una parte inevitable del viaje hacia el interior. Los bultos y las maletas estaban amontonados contra la pared de la estación al extremo del edificio, y los jóvenes se dirigieron al banco más apartado del gentío que había en el amplio salón.
Lustrabotas, vendedores de golosinas, masas y café, todos niños mal vestidos, sucios y descalzos, procuraban constantemente y a grandes voces conseguir clientes. Las locomotoras arrojaban nubes de espeso humo, mientras maniobraban con vagones de carga y de pasajeros. La atmósfera no era del todo apropiada, pero Alfredo reunió suficiente valor como para dirigir la conversación hacia el tema que deseaba y presentar el plan que, hasta entonces, había sido un secreto personal.
–Aurea –comenzó a decir en forma vacilante–, seguramente Dios va a bendecirnos en nuestro trabajo de este verano.
–Tengo fe en que lo hará, Alfredo –respondió Aurea.
–Bien, he pensado que... si hacemos bien nuestro trabajo y cada uno de nosotros gana, por lo menos, lo suficiente para pagar el año escolar, bien podríamos casarnos al fin del verano. ¿Qué te parece, Aurea?
–Sí, Alfredo. Siempre te he querido, y he soñado con ese día.
Las horas parecían minutos mientras hacían los planes que concretarían sus mutuos sueños.
En la agencia de la editorial que había en Campo Grande, Alfredo y Aurea hicieron los arreglos finales concernientes a territorio, libros y revistas. Luego, se dirigieron a una habitación contigua a la oficina, inclinaron la cabeza y pidieron la bendición de Dios sobre el trabajo que realizarían en las próximas diez semanas.
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