Donaldo Christman - Fuego salvaje
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–¿Por qué todo este bochinche, Alfredo? –preguntó el comandante–. ¿Dónde ha estado todo el día?
–Soy adventista –respondió con calma–, y observo el sábado. Esta es la razón por la que no estuve aquí durante la mañana.
–Adventista... –murmuró el comandante–. Conozco algo acerca de ellos. Usted paga el diezmo de todo su dinero, ¿verdad?
–Sí; lo he estado ahorrando cuidadosamente, comandante.
–¿Y usted no va tras las mujeres cuando va a la ciudad, como estos otros? –preguntó luego, mientras quienes escuchaban se sonreían reconociéndose culpables.
–No, comandante; nunca –repuso con toda seriedad y dignidad.
–Bien, entonces tiene mi permiso y aprobación. Manténgase así, y quizá pueda ayudar a sus compañeros a enderezarse un poco.
No tuvo más problemas durante el resto de su permanencia en el Ejército. Y, en la medida en que pudo, siguió el consejo de su comandante de “enderezar” a algunos de sus compañeros. Con tacto y convicción, logró que uno de ellos aceptase el cristianismo, convirtiéndose en un fiel adventista.
La vida en el Ejército amplió la visión de Alfredo; pero con cada día que pasaba se robustecía su deseo de asistir al colegio adventista. Contaba los días que le faltaban para terminar el servicio militar. Poco antes de ello, recibió una carta de su cuñado Arturo.
La abrió ansiosamente y leyó: “Hice un viaje para visitar a la familia Asunción y he decidido comprar una extensa zona de terreno que limita con su granja. Aurea preguntó por ti, y yo le dije que pensaba escribirte para que te unieses a nosotros cuando nos traslademos. Pronto saldrás del Ejército, de modo que ven y vive con nosotros. ¿Estás de acuerdo?”
Dejando caer la carta en su litera, Alfredo consideró la invitación. “Tengo 22 años –pensó–. Si no voy pronto a la escuela, seré demasiado viejo. Ir allí y estar cerca de una chica linda como Aurea serviría para confundirme y atrasarme aún más. No. Resistiré la tentación”.
Hecha su decisión, escribió una carta explicando sus planes y sus razones para no retornar, por el momento, a la vida de granjero. Pero no había pensado cómo conseguir dinero para emprender su aventura educativa. ¡Y San Pablo estaba a mil cuatrocientos kilómetros de distancia! “Pero allí es donde debo ir ¡y pronto!” murmuró.
Antes de salir del Ejército recibió una agradable sorpresa. Descubrió que el día en que fuese dado de baja todo su equipo, incluyendo el caballo, sería de su propiedad. Ignorando las creencias adventistas sobre el particular, había adquirido un pequeño revólver.
–¡Esta es la respuesta a mis oraciones! –dijo en voz alta–. Ahora puedo conseguir suficiente dinero como para ir al colegio y tener un buen comienzo.
Y tenía razón. Caballo, revólver y artículos menores le proporcionaron lo suficiente como para viajar por tren a San Pablo, y pagar la mayor parte de su pensión y estudios en el colegio para el primer año. Aunque asistía a cuarto grado junto con niños, no se quejaba.
–Tengo edad, ¡pero no demasiada como para no aprender! ¡Por fin, a los 23 años, estoy en una escuela; en una verdadera escuela! Y, lo mejor de todo, en una escuela adventista –era su comentario.
Parecía increíble, pero era cierto. ¡Y estaba feliz!
Los estudios le resultaron divertidos, porque su corazón estaba en ello. Terminó el cuarto grado con buenas notas, rindió libre el examen de quinto y pasó directamente a sexto grado.
Durante el primer verano trabajó en la granja del colegio para conseguir fondos para su segundo año. Sin embargo, a poco de comenzar el segundo año escolar resultó evidente que sus fondos eran insuficientes. “Aumentarán mis gastos de estudios, y ¿cómo me vestiré?” se preguntaba. De tanto en tanto, algunos estudiantes le daban ropa, pero la mayoría de ellos también eran pobres.
Cierta mañana, notó que había un agujero en la suela de su zapato derecho. Día tras día aumentaba de tamaño, pero no tenía dinero para hacerla componer. En ese entonces se estaban construyendo las veredas frente al edificio de Administración, y Alfredo trabó amistad con el contratista que, al mismo tiempo, era el zapatero de la aldea cercana.
–Señor Seguide, debe ser duro para usted tener que hacer solo toda la mezcla. ¿Qué le parece si lo ayudo un poco en el trabajo?
–Según el contrato, yo no puedo subcontratar a nadie para que me ayude, joven.
–Pero usted tiene su taller de compostura de zapatos –razonó Alfredo–. ¿Cuándo realiza esa tarea?
–Ahora no tengo mucho trabajo. Lo que hay, lo hago de noche.
–Entonces, le haré una propuesta. Le ayudaré a hacer la mezcla, si usted le coloca a mi zapato derecho una media suela.
–¿Solo a un zapato?
–Eso es todo. ¿El trabajo de cuántas horas representa esa tarea?
El zapatero quedó pensando un momento.
–Bien, Alfredo, tendrás que trabajar unas doce horas para que yo haga la compostura.
–Comienzo ahora mismo. Al fin y al cabo, hoy ya no tengo más clases.
El rendimiento se duplicó mientras Alfredo colaboró con el señor Seguide, y esto, naturalmente, alegró al zapatero que había estado trabajando solo. Puesto que Alfredo tenía un solo par de zapatos, el señor Seguide arregló el zapato esa noche y se lo trajo a la mañana siguiente temprano. Al término del segundo día, Alfredo ya había cumplido su promesa. ¡Doce horas llenas de músculo y transpiración por la suela de un zapato! Esa y otras situaciones similares fueron parte de una educación que habría de serle muy útil en los años venideros.
Ese año, su mayor problema fue el financiero. Decidió vender libros de salud y religión durante el siguiente verano (tarea denominada “colportar”). El trabajo en la granja no podía proporcionarle los recursos necesarios para afrontar los gastos escolares y personales.
Como el año escolar se acercaba rápidamente a su fin, se apersonó al jefe de Ventas de la zona de la editorial que publicaba dichos libros, a fin de averiguar lo referente a territorio, libros y otros detalles.
–Estoy listo para comenzar el trabajo el mismo día en que terminen las clases –le dijo en forma optimista.
–Permítame pensarlo un poco –fue la vacilante respuesta–. Venga a verme mañana.
“Qué extraño que él no haya querido hablar conmigo acerca de este trabajo”, pensó Alfredo mientras regresaba a su habitación. “Quizá... bien, no trataré de leer su mente. Mañana me explicará todo”.
A la tarde siguiente, volvió a hablar con el jefe de Ventas, pero en un primer momento se descorazonó al oír las noticias.
–Alfredo –le dijo el director de Colportaje con calma–, he hablado con otras personas del Colegio sobre el asunto de su ingreso en el trabajo de venta de libros. Todos consideramos que usted no debiera tratar de emprender esa labor. Será mejor que se quede aquí, en la granja, como lo hizo el verano pasado.
–¿Usted quiere decir... que piensa que yo no puedo vender libros, y que si lo intento fracasaré?
–Bien, algunos de nosotros estamos hechos para cierto tipo de trabajos y otros tienen otros talentos. Sus talentos están relacionados con el trabajo de la granja.
–Pero hay una extensa zona que nunca ha sido visitada por colportores en mi estado natal. Conozco a la gente de Mato Grosso, y estoy dispuesto y verdaderamente ansioso de volver adonde siempre he vivido.
–Pero si no le va bien financieramente, será peor que si se queda y trabaja en la granja del Colegio, como lo hizo el último verano –aseveró el director de Colportaje. Si sale a colportar, quizás aumente su deuda; lo que necesariamente le impedirá estudiar durante el próximo año.
–Pero yo creo que tendré éxito –respondió Alfredo cortésmente–. Dios me ha dado buena salud y una dosis adicional de perseverancia. Y siento que necesito hacer ese tipo de trabajo para prepararme mejor para la tarea de predicar el evangelio, a la que me dedicaré una vez terminados mis estudios.
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