Donaldo Christman - Fuego salvaje
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“El trabajo está primero”, se le informó a Alfredo, “No importa la cantidad de tiempo que insuma”. Aunque había ocasiones en las que la atención del ganado ocupaba la mayor parte del día, el horario de clases de la escuela era de 1 a 5 de la tarde.
El equipo escolar era lo más simple que se pueda imaginar. Una larga mesa ocupaba el centro de la habitación, con bancos de madera igualmente largos a ambos lados; un banco para los jóvenes y otro para las niñas. El señor Caetano se sentaba al frente, detrás de una mesita, hacia el rincón derecho. No se enseñaban sino los elementos más simples de lectura, escritura y aritmética.
Cuando el señor Caetano golpeaba con su lápiz sobre el improvisado escritorio, todos debían atender. El primer día que Alfredo asistió a clase, surgió un problema.
–Antes de comenzar las lecciones, repitamos el “Ave María” –ordenó el maestro.
–Perdóneme, por favor, señor Caetano –pidió Alfredo cortésmente–, pero yo no puedo. Creo en la Biblia.
La influencia del esposo de Belmiria y sus conocimientos, aunque parciales, de la nueva fe, le había hecho mella. –Si ese es el caso, usted no puede estar aquí. Puede retirarse inmediatamente, porque aquí todo estudiante tiene que repetir las oraciones católicas.
La voz del maestro era severa. Alfredo comprendió que había tenido un mal comienzo; y quizá ni siquiera terminaría su primer día de clases.
Los demás rezaron, pero él guardó silencio.
Durante el transcurso de la clase, cada mirada del maestro le daba a entender que no era bienvenido. “¿Por qué no te mantuviste callado?” se preguntaba. “No había necesidad de hablar en ese momento”. Pero la franqueza y la valentía caracterizaban a este joven, cuya vida tendría que soportar una prueba particularmente difícil.
Las clases terminaron alrededor de las cinco de la tarde, y Alfredo fue a hablar inmediatamente con el señor Brijao, contándole en detalle lo que había sucedido.
–Podrías haber usado un poco más de tacto, hijo mío –le reprendió el ranchero colocando la mano suavemente sobre su hombro–. Pero, por una falta tan insignificante como la de no decir las oraciones con los demás no tienes que salir de aquí. Hablaré con el maestro. Coopera todo lo que puedas con él en la escuela y muéstrale que estás de parte de él, y que no eres rebelde a su autoridad.
Alfredo le agradeció, y fue a unirse con sus condiscípulos en la tarea de llevar los novillos a uno de los campos de pastoreo que estaba distante. Al día siguiente, todo marchaba bien en la escuela. Pronto le demostró Alfredo al señor Caetano que tenía verdadero fervor por aprender. No todos los muchachos estaban dispuestos a estudiar y sacrificarse por una educación, como lo estaba Alfredo, y a menudo hacían observaciones críticas e irónicas respecto del maestro.
Cierta tarde, al plegar los muchachos sus hamacas y disponerse a salir de la “escuela”, la conversación se centró en el maestro. Los alumnos, uno tras otro, lo criticaron duramente. Lanzaron contra él todas las censuras imaginables mientras repasaban sus recuerdos, para ubicar los errores que consideraban que había cometido. Para dar remate a sus andanzas, comenzaron luego a menospreciarlo porque era negro.
–¡Basta, compañeros! –dijo Alfredo entonces, en un tono dominante de voz–. Claro que es de color. Pero está tratando de ayudamos a aprender algunas cosas que necesitamos saber. ¡No tenemos derecho a hablar mal de él!
Desde entonces, no se dijo nunca algo malo del maestro en presencia de Alfredo. La razón por la que desde ese día el maestro fue tan amable con él tan solo la descubrió cuando se preparó para abandonar la escuela.
Los seis meses pasaron demasiado rápidamente. Se le había terminado el dinero y había solamente una cosa que podía hacer: regresar a la casa o ir a un lugar donde pudiese encontrar un empleo. Estaba seguro de que, por el momento, su educación había terminado.
–Gracias, profesor Caetano, por todo lo que usted ha hecho por mí. Aprecio muchísimo lo que me ha enseñado –dijo cuando se acercó por última vez a su ahora querido maestro.
–Ustedes esperen aquí un minuto mientras hablo con Alfredo –ordenó el maestro mientras salía con su alumno al patio, para darle un mensaje de despedida.
Dominando a duras penas su emoción, el señor Caetano expresó su pesar al ver que Alfredo partía.
–¿Recuerda aquella noche poco después de que usted llegara, Alfredo, cuando los muchachos estaban hablando en contra de mí? –preguntó.
–Sí, profesor...
–Bien, yo estaba a pocos metros de distancia y oí todo lo que se dijo. Oí y aprecié lo que dijo para defenderme. Desde ese día hasta hoy, usted me ha demostrado cuál es su verdadero valor. Sinceramente, puedo decirle que usted, Alfredo, es el mejor alumno que yo he tenido.
Las lágrimas rodaban abundantemente por sus mejillas mientras, en típico estilo brasileño, lo abrazaba dándole la despedida.
Dominando otra vez con firmeza sus sentimientos, pidió a Alfredo que regresara al aula un momento. Allí, en presencia de todos los demás, aventuró una profecía.
–Algunos de los que están aquí serán siempre bueyes, y otros serán conductores de bueyes. Alfredo será uno de los grandes conductores.
Con su bolsa de pertenencias al hombro, Alfredo tomó el camino que lo conducía a la casa de su madre, a unos 15 km de distancia. La visitaría por un corto tiempo, tal vez hasta que pudiese conseguir recursos y decidir algo más en cuanto a su futuro.
Su madre se sintió contenta de tenerlo otra vez en la granja, pero notaba su impaciencia. Nunca dejaba de hablar de su estadía en la escuela.
Cierto día, casi un año más tarde, el tío Juan pasó por la granja con un hato de vacas, con miras de venderlo en San Pablo.
–Ven conmigo y ayúdame con los animales, Alfredo. Quizás encontremos allí una escuela donde puedas estudiar. El viaje nos llevará casi veinte días.
“No sé si me daré por satisfecho con cualquier escuela”, reflexionó Alfredo durante unos instantes. Su confianza en la fe adventista había aumentado firmemente durante el último tiempo.
–Me gustaría asistir a ese colegio adventista que hay en la ciudad de San Pablo –sugirió Alfredo.
–Yo no tengo dinero para enviarte tan lejos. Pero encontraremos alguna escuela en el interior del Estado.
Alfredo estaba perplejo. Aunque el tío Juan estaba dispuesto a cumplir con su palabra, Alfredo no estaba dispuesto a ir a cualquier escuela. Durante ese año de permanencia en su hogar había obtenido informaciones adicionales sobre el colegio adventista, y su corazón le decía: “O la escuela adventista o ninguna”. Al día siguiente, el tío Juan arreaba solo su hato de vacas a través de los campos.
Pocos días más tarde, algunos forasteros, que trataban de encontrar a una familia que vivía por esos lugares, se detuvieron en la casa de los Barbosa. El señor Ernesto Matías estaba guiando a los ministros adventistas Max Rhodes y Godofredo Ruf hasta el sitio donde vivía una familia adventista aislada: los Asunción.
–Nosotros también somos adventistas –anunció Alfredo; aunque esta era la primera vez en su vida que conversaba con pastores adventistas.
–¡Maravilloso! –respondió el señor Matías–; entonces tú podrás decirnos cómo llegar a casa de la familia Asunción. Sin duda tú los conoces.
–En realidad, no los conozco; pero con los informes que ustedes tienen yo los voy a hacer llegar hasta la casa.
–¿Vendrías con nosotros para mostramos el camino? ¡Magnífico! –dijeron los misioneros.
–Sería mejor que nos quedáramos aquí esta noche, y mañana temprano podremos iniciar nuestro viaje. Nos llevará un par de días llegar hasta allá, porque en la mayor parte del trayecto no hay buenos caminos.
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