—¡Bueno! El abuelo, mi jefe, está un poco anclado en el pasado, pero el yerno, que al fin y al cabo es el que encabeza esta aventura, es otra cosa —se justificó Ramiro, que iba en la lista de Coalición Democrática (nombre adoptado por Alianza Popular, junto con otras formaciones políticas, en esos comicios), encabezada por Iluminado Sánchez, Lumi para los amigos, yerno de don Marco.
* * *
Y es que, aquel año 1979, empezaba, en lo político, con una actividad frenética.
A la recién inaugurada Constitución se le iba a añadir, en breve, la elección de nuevas Cámaras estatales y la elección de los primeros alcaldes y concejales democráticamente elegidos desde principios de los años treinta.
El siguiente jueves, primero de marzo, iban a tener lugar las elecciones generales. Elecciones totalmente lógicas, a pesar de haber concurrido a otras, apenas dos años antes. Era preciso que las cámaras de representantes fueran elegidas bajo el paraguas de la novicia Constitución del 78 y, por ello, nada más publicarse la misma en el BOE, el presidente del Gobierno disolvió las cámaras y convocó elecciones generales. Era, en base a la recién aprobada Constitución, o eso o enfrentarse a una nueva sesión de investidura. Adolfo Suárez optó por las urnas. En aquel momento, Suárez pensó que era lo conveniente.
Las cosas, poco a poco, con el esfuerzo, comprensión y concesiones de muchos, casi todos, iban adquiriendo el cariz deseado.
El 3 de abril estaba dispuesto que se celebraran las elecciones municipales; ¡que tampoco eran baladí! Con esas elecciones municipales, que se llevarían a cabo bastante más tarde de lo que en un principio estaba previsto, se ponía el primer ladrillo para la posterior constitución, de manera escalonada, del futuro Estado autonómico. Extremo este que tampoco iba a estar exento de frenazos y arrancadas hasta llegar a su meta. Como tampoco lo estuvo el proceso de renovación democrática de los ayuntamientos tardofranquistas; pero todo el mundo tenía claro, por aquel entonces, lo que meses antes había dicho Antonio de Senillosa: «el gran paso hacia la democracia, son las elecciones municipales».
* * *
Las elecciones generales se desarrollaron sin incidentes reseñables y con una participación elevada, sin que supusiera un hito en lo que a participación en unas elecciones se pudiera considerar. Algo más de un sesenta y siete por ciento del censo acudió a depositar su voto en las urnas. La UCD de Adolfo Suárez ganó los comicios, pero sin alcanzar la mayoría absoluta. Esta circunstancia determinaba cierta debilidad en su Gobierno. Eso, sumado al leve ascenso del PSOE y la consolidación del PCE como tercera fuerza política en el panorama nacional, marcaría la legislatura. No en vano, la suma del PSOE y PCE determinaba un nuevo equilibrio de fuerzas en distintas provincias de la geografía española.
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—Anda que el batacazo que se ha pegado Manuel Fraga —comentó Ramiro a su mujer, ya en la cama, antes de disponerse a dormir.
—¡Anda, duérmete! Mañana no va a haber quien te levante. Son casi las dos de la mañana —balbuceó Paola en el duermevela en que se encontraba.
No le resultó fácil conciliar el sueño. Ramiro, desde que aceptara ir en las listas electorales para las elecciones municipales, se había dejado enrollar por, más que el gusanillo, la serpiente política. Desde hacía ya varias semanas no realizaba otra cosa que pensar, hablar, soñar con y de política. Lo cual, cuando tenía un rato de sosiego entre la fábrica de accesorios de calzado y la representación de la compañía de seguros, le resultaba muy apasionante. Él nunca había considerado la posibilidad de inmiscuirse en temas políticos y, ¡mira tú por dónde!, allí estaba, metido hasta el cuello: el número dos de la lista municipal de Coalición Democrática. Y lo que era peor en esos instantes, su líder, el preboste nacional del partido por el que Ramiro se había presentado —casi lo habían obligado en un principio— para concurrir a los comicios, acababa de caerse, con todo el equipo, en las elecciones generales. Por su cabeza pasaban muchas cosas y a mucha velocidad. Imposible procesar tal cantidad de información en esos postreros años setenta.
El reloj marcó las siete, como cada mañana, sonó el despertador y, como cada mañana, ya pilló al bueno de Ramiro afeitándose.
—¿Adónde vas tan temprano? ¿No dijiste que don Marco te había explicado que durante la campaña electoral podías no ir a la fábrica si era preciso? —le dijo Paola mientras le daba un beso en la nuca.
—Ya. No voy a la fábrica. Voy a ver a Iluminado. Hemos quedado para programar la última semana de campaña. Vamos a preparar lo del mitin de mañana. Tenemos que ir a arreglar el local y a Alicante a recoger más cartelería para seguir pegando carteles.
—¡Te va a volver loco la política esa! Y lo peor, me va a volver loca a mí. ¡Yo no sé para qué te metes en esos jaleos! A ver si al final te va o nos va a pasar algo. No me gusta esto de los partidos políticos —hablaba con un aire de preocupación, casi de espanto, que no se le escapó a Ramiro.
—¡Que no, mujer! ¡Que no pasa nada! Somos todos del pueblo, nos conocemos de toda la vida y siempre hemos pensado cada uno igual, aunque diferente al otro, y nunca ha pasado nada —intentó calmarla, sin mucho éxito—. El número uno de los comunistas, tu primo; el de los socialistas, Amador, el estucador; Antonio, el maestro, el cabeza de lista de los de Suárez… y así todo —fue enumerando a los principales de cada lista de las que concurrían en el municipio, intentando que eso fuera balsámico para la preocupación de su mujer.
—A mí sigue sin gustarme —apuntó resignada.
Eran las nueve y media de la noche, la hora en que Ramiro solía llegar a casa para cenar. Y esa noche, como todas, apareció por la puerta pasados dos minutos de la media.
—Llegas justo a tiempo para cenar. —Sonrió Paola.
—Estupendo. Además, hoy tengo prisa que tenemos que ir a pegar carteles. ¡Calentitos de la imprenta que los traigo! —Devolvió el gesto pícaramente.
—¿Ahora vas a salir? ¿De noche? —el tono de Paola era de cabreo.
—Nada, mujer. No te preocupes. Hacemos una batida por el pueblo para ver en qué sitios los han arrancado, los recolocamos y en una hora, hora y pico, estoy aquí. Antes de las doce en casa.
Paola ni siquiera discutió, lo sabía perdido. Llamó al niño a la mesa y sirvió. La niña hacía rato que había tomado su habitual dosis de leche y, por raro que pareciera, dormía plácidamente en el moisés al lado de la mesa de la cocina, donde solían cenar.
Ramiro le dio un beso de buenas noches a su hijo y a su mujer y salió a toda prisa.
No habían pasado más de tres cuartos de hora desde que se hubiera marchado Ramiro cuando el niño entró en la salita de costura que tenían al fondo de la vivienda y le dijo a su madre:
—Mamá, hay unos señores haciendo mucho ruido enfrente de mi habitación.
Intrigada, Paola cogió de la mano a su hijo y fue a ver qué pasaba. Era lógico que ella no hubiera oído nada, la salita daba a otra calle.
—¡Apaga la luz, rápido! —ordenó Paola alarmada, dirigiéndose a su pequeño vástago.
Su hijo, cumpliendo el mandato, apagó la luz y se fue hacia la ventana en donde se encontraba su madre, al tiempo que miró a través de ella como hacía Paola.
Abajo, en la acera de enfrente, se veía a unos hombres discutiendo voz en grito, con lo que parecían palos en las manos y realizando grandes aspavientos con los brazos.
—¡Oh, Dios mío! —se le escapó la exclamación de espanto—. Baja la cabeza y no mires, hijo —acertó a formular.
Podía distinguir a dos grupos enfrentados los unos con los otros, a punto de llegar a las manos. Y de entre todos los protagonistas pudo reconocer a varios, pero sobre todo a uno: ahí estaba Ramiro, «Peleando por un trozo de pared en el muro del terreno descampado de enfrente de casa, para pegar esos malditos carteles. ¡Se va a enterar cuando llegue! Si antes no le ha pasado algo; en cuyo caso lo remato yo en venir», reflexionó, haciendo un esfuerzo para no vocearlo y así evitar que se enterase su hijo. Lo más calmada que pudo, mandó a dormir al niño.
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