La línea argumental era similar a la del anterior entrevistado: «este tipo de actos han de ser unánimemente reprobados por parte de toda la clase política. No nos podemos permitir fisuras ni desavenencias en este tipo de cuestiones…». «Bla, bla, bla», pensó José.
Pero pronto, antes de que pudiera cansarse de la entrevista y volver a apagar el televisor, empezó lo interesante.
«Para aquellos que quieren dejar entrever que nuestro partido está detrás de este macabro suceso, he de decirles que lo único que pretenden es buscar cabezas de turco a beneficio de inventario. No tenemos nada que ver con este tipo de actos y demandaremos a todo aquel que quiera hacer de esto una cacería de brujas…».
En un instante determinado de su intervención el entrevistador lo interrumpió preguntándole: «Entonces, ¿usted condena este atentado contra intereses de sus más fervorosos rivales políticos y, a la par, futuros socios de Gobierno, si no ocurre nada extraño?».
«En primer lugar, como ya le he comentado antes, lo primero mi más sincero pésame para las familias de los fallecidos y desear una pronta recuperación a todos los heridos. Nosotros somos contrarios a la violencia de cualquier tipo y a nuestra formación política no nos van a encontrar en este juego. Es cierto que determinadas opciones políticas llevan tiempo incitando a la violencia con sus apariciones en lugares y actos a los que solo acuden para crispar, pero eso nunca será óbice para que nosotros, únicamente, nos limitemos a hacer política y no entrar en juegos violentos. Nosotros estamos aquí para representar a los más débiles y los defenderemos de la clase opresora con todo nuestro esfuerzo y tesón, tanto en el parlamento como en la calle, pero nunca hemos abrazado ni abrazaremos la violencia.
Y en cuanto al hecho de la posible alianza de las tres derechas para desalojar al gobierno del pueblo de la Moncloa, esperemos que no llegue a buen puerto. Aunque, este último extremo, lo pongo en duda. A la vista está que los amigos de los ricos, de los banqueros, de los del IBEX y los que desprecian a los colectivos más desfavorecidos, harán lo que haga falta con tal de coger sillones».
Boquiabierto, hundido contra el respaldo del sofá, noqueado quedó el Dr. Martín tras oír la respuesta del, también joven, líder de la extrema izquierda.
—¡No ha condenado el atentado! —bramó solo en su salón—. ¿Y el periodista? ¡Ha dado por finalizada la entrevista sin más! ¡Esto es la caña! —hablaba su indignación.
Apagó intempestivamente el televisor y mirando su reloj se dirigió hacia la habitación. Eran las seis y media y todavía tenía que ducharse y pasar por el centro comercial antes de ir al encuentro de Belinda, así que se puso manos a la obra.
Ya, de camino al restaurante, José activó la radio del vehículo y llegó justo a tiempo. Nada más encender el aparato, oyó la voz de Antonio María Figarelo, gurú de la derecha, esa que llamaban extrema, y que llevaba apenas tres años en el cargo.
«Nuestro pleno apoyo y ánimo a los compañeros que están recuperándose de las heridas, y al resto de heridos que luchan por recuperarse de las lesiones ocasionadas por la acción de esos desalmados de “El poder del pueblo”. Organización que, como todos saben, son los cachorros de la formación política de extrema izquierda que está calentando el ambiente en las calles desde hace meses. Es lamentable que hoy estemos aquí denunciando y condenando un atentado de este tipo, máxime cuando todo el mundo sabía que algo así podía pasar dada la actitud belicista que algunos se han empeñado en mantener, intentado negar y acabar con la voluntad de los españoles expresada de forma libre en las urnas. Este acto tiene, en última instancia, como responsables a aquellos que llamaron a combatir en la calle, como fuera, todos los actos que pudiéramos realizar desde esta organización política…».
—¡El que faltaba para el duro! —murmuró el doctor—. Uno no condena los atentados y este va y lo acusa, sin ambages, de ser el responsable del atentado.
«… no me gustaría acabar sin trasladar a las familias de los fallecidos mi más profundo pésame y el de mi organización. Y decirles que haremos lo posible para seguir defiendo los intereses de los españoles, a pesar de que algunos se empeñen en utilizar cualquier medio, por indigno que sea, para evitarlo…».
José conducía atento a la vía, pero con el ceño fruncido y con una ira que era poco disimulable, incluso para quien no lo conociera.
—¡Este también ha venido a arreglar el mundo! Un poco más y declara la guerra de manera abierta. ¡Vaya panda! Es imposible entender a estos políticos —pensaba, una vez más, en voz alta—. Los moderados siguen pronunciando frases rimbombantes, carentes de contenido, que son por todos conocidas, a las que ya nos tienen acostumbrados y que se traducen en la sensación ciudadana de desamparo. Y los nuevos, los que, moderados o no, venían a regenerar la política, se enzarzan en el «y tú más» con más facilidad y con más virulencia que los antiguos.
Mientras José se indignaba, en la radio anunciaban que la lideresa de los liberales, Lucía Villamís, había hecho una declaración responsabilizando a todo el mundo menos a los suyos, llegando a decir que «esta situación no es más que la consecuencia de una vieja política que no presenta fórmulas capaces de resolver los problemas de esta sociedad y de los nuevos actores políticos extremos, los cuales no son más que unos populistas redomados, capaces de cualquier cosa con tal de calar en la sociedad española. Nosotros estaremos vigilantes y dispuestos para que estas situaciones no se vuelvan a producir y los españoles puedan vivir en paz y armonía».
—¡Esto es un asco! Aquí cada cual «arrima el ascua a su sardina». Y a los de a pie, ¡que les den! —Su indignación aumentaba—. ¿Cómo no van a estar todos hasta las narices de esta gente? ¡Que acaban de matar a siete personas, leches! ¿Que no lo entendéis? ¡En fin!
Antes de que tuviera tiempo a apagar la radio pudo escuchar como el locutor anunciaba: «…mañana está previsto que el presidente del Gobierno dé un comunicado en relación al atentado de ayer…». Apagó la radio y bajó del vehículo.
Aún rojo de ira, llegó a la puerta del restaurante. Para que no todo fuera malo, había encontrado aparcamiento en la misma puerta.
—Ni con este golpe de suerte me quitan a mí hoy el cabreo —le farfulló al recepcionista del restaurante, que amablemente le abría la puerta.
CAPÍTULO VI
—A este paso vamos a recuperar todas las votaciones que se nos debían desde 1936 —bromeaba Ramiro con Paco, mientras tomaban una cerveza en el Bar Pepe.
—¡Bien puedes decirlo! —ratificó desde detrás de la barra Pepe, el dueño—. ¡Y lo mejor está por llegar! Porque después de las de la semana que viene, las generales, están las otras, esas para elegir alcalde.
—¡Vaya que sí! Y, la verdad, hacían falta. ¡Que todavía están los últimos que puso el gobernador civil de Franco! —apostilló «el Cura»—. Además, a esas hay que ir a votar sí o sí, que se presenta D. Ramiro. —Rio Paco.
—Eso no es lo que hace importante esas elecciones, Paco. Las hace importante el hecho de que es el Gobierno más cercano que tenemos y, la verdad, eso de que podamos decidir nosotros quién va a gobernar nuestras contribuciones, quién va a asfaltar nuestras calles, quién va a decidir qué cosas necesita el pueblo, etc., es importante, muy importante —Ramiro adquirió aire solemne mientras lo decía.
—Eso no se lo digas a tu jefe. Que si por él fuera… aún estaríamos con el brazo derecho en alto y con Franco en la boca. Por mucho que ahora vaya de moderado con la Alianza Popular esa, o como se llame ahora —las palabras de Pepe, el del bar, sonaron a reproche; amistoso, pero a reproche—. ¡Que todavía no sé cómo te ha «liao» para esa guerra!
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