Finalmente, echó un vistazo al box de Javier y con la enfermera Botero, se marcharon de la unidad.
CAPÍTULO V
No era muy tarde aún. Miró su móvil, las 12:30 de la mañana. Pensó que sería bueno relajarse un poco y olvidarse de todo lo que llevaba encima desde hacía algo más de veinticuatro horas. Hacía tan solo media hora larga que había salido del hospital tras visitar a Javier. Ese fue el tiempo que tardó en llegar a casa que, por cierto, fue algo menor que el invertido en el de ida al hospital. Al parecer el cordón policial se había relajado, aunque se veían policías por la calle.
Sin querer pensar más en el asunto, después de aparcar su coche en la plaza que tenía en la urbanización, se desvió del camino a su bungalow y se dirigió al Bar Antonio, a unos metros de su casa. Allí pasaba algunos ratos, departiendo con los vecinos de la zona, siempre que el trabajo y las cuestiones domésticas le dejaban.
El Bar Antonio era un local de los de siempre. Era el típico bar de los que se llamaban de toda la vida «de pueblo» o como otros dirían, un bar cutre. Situado en la última acera de las antiguas viviendas del paraje frente al cual se había edificado la moderna urbanización, se mostraba antiguo, pero «en la batalla», como le gustaba presumir al bueno de su dueño.
Era un bar de esos con el mostrador de aluminio, el muro de la barra forrado de railite beige, las paredes con papel pintado y con cuadros colgados en las mismas, sin mantener ninguna relación entre ellos; uno de una marca de cerveza, el otro una foto familiar, el otro un paisaje con caballo blanco... La televisión se alzaba en un rincón en lo alto de un soporte, también cubierto de railite, y con dos escuadras metálicas blancas atornilladas a la pared por sustento. Encima del mostrador dos vitrinas, una de caliente que albergaba albóndigas, callos, magro en salsa, sangre encebollada y alitas de pollo; y otra de frío que acogía pinchos de tortilla, ensaladilla, salpicón de pulpo, ensalada murciana y una bandeja con habas tiernas, tan típicas en la zona.
Y ahí, en medio del decorado, como dueño primigenio del local, Antonio. El responsable de todo ese cuadro de mediados del siglo XX, que tan entrañable y acogedor resultaba para José y para todo aquel que había tenido ocasión de probar sus paellas y, sobre todo, había podido disfrutar de su sapiencia tradicional y su saber estar. No en vano, casi setenta años y mucha «brega», como a él mismo le gustaba decir, lo contemplaban. Era una de esas personas que, incluso antes de conocerla, ya se podía decir de ella aquella frase popular de «se le ve una buena persona».
La clientela habitual estaba hecha a juego con el escenario. Fuese uno a la hora que fuese —o al menos esa es la sensación que tenía José— allí estaban para recibirlo el bueno de Felipe, conductor prejubilado de vehículos sanitarios; con más mundo en sus hombros que la famosa mochila del programa de televisión. Y D. Pedro, de tamaño menudo, con un gran corazón, ebanista jubilado y recogedor de aceitunas aficionado en la actualidad. Sesenta y pico años el primero y ochenta y dos el segundo. A cuál de los dos más cuerdo, afable y saludable, considerando su edad y todo lo que llevaban a las espaldas.
A José le gustaba ir allí. Le gustaban ese tipo de bares, ese tipo de gente. Siempre había preferido un bar al uso que aquellos locales más sofisticados que estaban de moda últimamente. Para él, ese ambiente era familiar y le evocaba su niñez tardía y adolescencia temprana en sus añoradas tierras castellanas.
—¡Hombre! Buenos días, don José —saludó vehemente el camarero—. ¿Cómo va el asunto ese del atentado por el hospital?
Antonio no era hombre de andarse por las ramas a la hora de abordar cualquier cuestión, y como tal le embistió la pregunta, antes, casi, de que hubiera entrado en el local.
—Buenos días a todos —correspondió José realizando un ademán cortés con la mano.
Al unísono, Felipe y Pedro respondieron al saludo y se sumaron a la inquieta curiosidad de Antonio.
—¿Van mejorando los heridos, don José? ¿Ha muerto alguno más, aparte de la pobre mujer esa que han dicho esta mañana? —quiso saber de modo directo Felipe.
La verdad es que al doctor no le apetecía hablar mucho del tema, así que intentó desviar a la atención hacia otros asuntos. Con poco éxito, por cierto.
—¿Y de fútbol, esta semana, que ha ganado el Madrid, no hablamos?
—Por eso no hablamos, don José —indicó ácidamente Felipe—. Porque esta semana no se ha visto fútbol.
Felipe era un acérrimo seguidor del F. C. Barcelona y era fácil de irritar si su equipo había perdido, como era el caso. José lo sabía y aprovechó para, sin abandonar el tema, rebajar la tensión.
—¡Hombre, Felipe! No vais a ganar siempre. Dejad algo para nosotros, los pobres merengones. De todos modos, seguís teniendo al mejor jugador del mundo, mal que me pese tener que reconocerlo. Ansu Fati ese, es una máquina.
Ese tipo de comentarios a Felipe lo henchían y le hacía olvidar cualquier agravio previo. Lo cual sirvió también para hacerle olvidar la preguntita de marras.
José tomó la iniciativa de la conversación intentando evitar que prosiguiera el interrogatorio. Pidió una cerveza y una tapa de callos; le encantaban los callos desde su etapa de estudiante. Tomó un trago largo de la fresca botella y sin dar tiempo a más, dejando la botella en la barra, le preguntó al buenazo de Pedro:
—¿Para cuándo comenzamos este año a tener aceite?
—No sé yo pa este año —respondió apesadumbrado el hombrecillo—. Había muy pocas olivas en el árbol. Empezamos la semana pasada a recoger. Ya le iré diciendo.
—Ya sabes que cuando haya, las dos primeras garrafas te las compro yo —apuntó categórico el doctor.
—«Quiere decirse» —alegó Pedro con su característico lenguaje— que ya veremos si hay pa todos este año. Pero cuente con esas dos, seguro. Y una de ellas, se la regalo yo.
Mientras José conseguía apartar la atención de sus contertulios de bar del desgraciado acontecimiento, en lo alto sonaba la tele. Felipe dejó de prestar atención a la conversación de barra y la fijó en el aparato.
«…ha sido en el marco de una operación de control realizada en la capital levantina. Al parecer, el detenido ha sido identificado como un conocido miembro de las juventudes del movimiento activista de extrema izquierda, si bien no se ha confirmado a este medio que forme parte de ningún grupo terrorista o de violencia callejera de los conocidos por la policía ni, por supuesto, que exista evidencia que demuestre su participación en los hechos acaecidos».
Antes de que pudieran seguir oyendo la noticia, Felipe se volvió hacia los tres y exclamó con voz profunda:
—Esto huele muy mal.
El comentario del cliente consiguió que el galeno centrara su atención en las declaraciones que, desde la televisión, se vertían en relación con la detención y demás pormenores del atentado.
«…Así pues, ya se pueden concretar varios extremos en relación con la investigación que están desarrollando las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para aclarar todos los pormenores de este atentado. De una parte, se tiene clara y se da por veraz la autoría, que ha sido atribuida al grupo “El poder del pueblo”. De otra, a esta hora podemos confirmar la cifra de siete muertos, cuatro mujeres y tres hombres, cincuenta y siete heridos, de los cuales cuarenta ya han sido dados de alta y los otros diecisiete permanecen ingresados con distintas consideraciones.
Las listas de heridos y fallecidos han sido facilitadas por el Ministerio del Interior, al tiempo que ha habilitado unas dependencias en la ciudad para suministrar información, la cual también se puede obtener llamando a través del teléfono 845673433, habilitado para tal fin.
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