No la dejó acabar.
—¿Constantes estables?
—Médicamente todo controlado dentro de la situación que te acabo de describir —apostilló, entre sorprendida y enérgica, la enfermera.
—¿Médicamente? —consultó de forma lacónica y con cierta ironía—. Es de eso de lo que se trata, ¿no? De controlarlo médicamente. Controlar la esfera espiritual le corresponde al sacerdote del hospital. —Iba a continuar, con ese tono belicoso, únicamente utilizado para esconder sus sentimientos, cuando Belinda le interrumpió de modo sosegado, intentado contrarrestar la agresividad del doctor.
—José, en contra de lo que es habitual en ti, te veo muy involucrado emocionalmente con este caso. Y eso, en otro, sería lógico; pero no en ti. De hecho, este caso ha revolucionado a medio, ¡qué digo a medio, a todo el hospital! Y creo que…
José volvió a cortar a la enfermera.
—Belinda, ¡es un crío! ¿Cómo no voy a involucrarme en un caso así y más teniendo en cuenta la forma en la que ha acontecido? Cuando lo vi me pregunté tantas cosas. Vi a mi hijo Iván en sus ojos, esos ojos que apenas podía abrir. Oí los lamentos de un angelito al que unos cabrones pudieron haber matado. Pensé en esa familia rota, en su madre sin saber dónde estaba él, en la criatura sin poder estar con su madre —su voz ya sonaba menos arisca—. Si te soy sincero, pensé en mí y en mis hijos; y, ¡por qué no, en Loreto, en su madre!
—De eso quería hablarte —anunció Belinda—. De la madre de ese niño...
Se hizo el silencio en aquella sala de aspecto carcelario. La enfermera bajó la cabeza al tiempo que suspiró. Acercó el dorso de las manos del doctor a sus labios y antes de seguir hablando, las besó.
—De entre los muertos, en la lista inicial que se proporcionó tras el atentado, una era ella, su madre.
José se levantó de forma abrupta, soltando las manos que tan adorablemente sujetaban las suyas, y anduvo lentamente hasta el otro extremo de la sala. Se paró de cara a la pared y de espaldas a Belinda, la mensajera.
Tras una pausa de casi un minuto en la que su compañera permaneció sentada —lo conocía demasiado para saber que no era el momento de consolarlo—, esperando la reacción del doctor, este se volvió lentamente hacia el sofá y dijo con aire detectivesco:
—Y del padre, ¿qué sabemos?
—José —Belinda pronunció el nombre en voz baja y con tono aterciopelado, con intención de no crispar más—, todavía hay más.
El doctor Martín no contestó, simplemente se quedó de pie, delante de Belinda esperando a que esta continuara con aquel relato que, difícilmente, podía empeorar más.
—Era madre soltera, se llamaba Teresa Soriano Gutiérrez. El padre del niño es desconocido. Ella tenía cuarenta y ocho años y hacía quince que no tenía relación con su familia, tan solo una llamada que les hizo a sus padres hace alrededor de doce años para decirles que iba a ser madre y alguna carta o llamada esporádica a lo largo de este tiempo; ya sabes los típicos problemas entre familia que vas dejando para arreglar más tarde y que al final…
»Vivía en Madrid, que se conozca, desde hacía algo más de doce años, justo antes del nacimiento de su hijo. Su madre, enferma del corazón, vive en un pueblo de Ávila. La pobre mujer aún no sabe nada de lo ocurrido. Han considerado que en su estado podía ser peligroso decírselo de sopetón. Y mucho más, teniendo en cuenta que, según el vecino con el que han podido contactar, les ha dicho que no ha habido día en estos últimos años en que la mujer no hubiera intentado ponerse en contacto con su hija. De hecho, ese vecino dice que estaba convencida que las próximas Navidades conocería a su nieto. «Ya verás como este año mi Teresa y el chiquitín vienen al pueblo y pasamos las mejores Navidades de la vida. Me da a mí ese pálpito», iba diciendo a todo el pueblo desde hacía semanas. Es el único familiar vivo del muchacho que han podido encontrar. El padre y el hermano de Teresa murieron de cáncer hace años y, por cierto, no con mucha diferencia de tiempo. ¡Vamos! Un verdadero drama —proclamó Belinda apenada.
»Nuestro hombrecito se llama Javier Soriano Gutiérrez y tiene once años. El crío no paró de llamar a su madre ni un solo instante hasta que se quedó dormidito. Incluso cuando más sufría, su voz era dulce a la hora de llamarla. Sonaba tan suave, tan sincera, al tiempo que tan frágil y atemorizada.
»Según me dicen, no paró de llorar ni un segundo, pero se dejó hacer sin poner una sola pega. Es fuerte. Hace gala a la fecha en que nació, el 2 de mayo; una clara alegoría a la resistencia y triunfo frente la adversidad.
»Fuencisla, la neuróloga, tras valorarlo, me comentó, sin poder contener las lágrimas que se le escaparon, «hay que encontrar a la madre de esta preciosidad, ya». Y se marchó, sin darse la vuelta para que no la viera llorar, diciéndome que estaba localizada las veinticuatro horas si el crío necesitaba algo. ¡Ya sabes cómo es Fuencisla!, todo fachada, pero después, se derrite como un cubito de hielo.
»Javier no sabe nada. De momento eso no importa, pero…
Con los ojos humedecidos por mucho que intentara disimularlo, el doctor le dio la espalda de nuevo y preguntó con voz trémula, aunque intentara disfrazarla de firmeza.
—¿A cargo de quién está el paciente? —Intentaba parecer distante.
—Pues, en teoría, de la doctora Rodríguez, Marta. Pero desde que pasó a UCI, está a cargo de todo el mundo. Porque todo el mundo quiere hacerse cargo de él. Solo lleva en la UCI dos turnos y ya ha habido que echar al turno anterior para que pudiera entrar el siguiente. En la UCI todo el personal está volcado con la criatura; se los ha ganado con su sola presencia y esa inocente sonrisa ajada.
»A los otros niños, los de planta, Sara, la pediatra, les ha contado su caso y —continuó Belinda conteniendo las lágrimas—, le han escrito una carta para que se recupere pronto y pueda jugar con ellos a las carreras de sillas de ruedas y a la rayuela con muletas. ¡Está claro que nada como ser niño para afrontar la adversidad! Ya te digo que ha sido cosa de Sara. Y es que la Dra. Gallego es pediatra ¡hasta en sus ratos libres! —Sonrió orgullosa, al pensar en la pediatra, la buena de la enfermera.
El Dr. Martín no fue capaz de continuar de pie. Se abalanzó sobre el sofá y, con los ojos completamente humedecidos, se abrazó a Belinda a quien ya las lágrimas le recorrían las mejillas. Así estuvieron un par de minutos. Se estrujaban mutuamente mientras el Dr. José Martín murmuraba, con voz entrecortada.
—¡Qué hijos de puta! ¡Qué hijos de puta!
Tras recomponerse, pasados unos minutos, se dirigieron hacia la UCI. Una vez allí, José se colocó al lado de la cama de Javier.
—Ahora ya tienes nombre, hombrecito —mencionó en voz baja—. Y aquí tienes muchos amigos que te esperan; y un poco más lejos, una familia que también te espera y te quiere. Duerme un rato y vuelve pronto.
Javier estaba tumbado boca arriba con todo el aparataje oportuno para la ocasión. Su cuerpecito, apenas vestido con aquel camisón característico, sin vendas, parecía más endeble, más susceptible de ser protegido. En su cuerpo se podían ver las heridas superficiales evolucionadas, así como un gran hematoma en la pared torácica. Tenía la cabeza vendada, pero su cara, ahora ya limpia, aun cuando todavía presentaba los trazos de las heridas, era más angelical de lo que recordaba.
El recuerdo de Iván, su hijo, volvió, de repente, a invadir la cabeza de José. Al doctor le dieron ganas de abrazarlo, pero sabía que eso era del todo imposible. Le tocó levemente la mano y, con un beso al aire, se despidió.
Tras eso, consultó a los facultativos de turno a propósito de constantes, evolución, tratamientos, etc. Estuvieron debatiendo un buen rato.
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