Ramón Martínez Piqueres - Tú vivirás mejor que yo

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Son las siete y diez de la mañana del 17 de noviembre de 2025, el Dr. Martín está a pocos minutos de finalizar una guardia tranquila en el servicio de urgencias del hospital de Alicante. Pero, en un instante, esa aparente tranquilidad salta por los aires, se acaba de producir un atentado terrorista en la estación de trenes de la ciudad. Entre las víctimas de este atentado un niño de apenas once años, Javier.
Así comienza este trepidante relato donde, desde Alicante a Salamanca, pasando por el imaginario pueblo de Rabudo, el autor traza un recorrido por el pasado más reciente de España, por su presente y por un futuro titubeante cargado de tensión.
Tú vivirás mejor que yo, una frase repleta de sentimientos que cualquier madre o padre ha pensado o pronunciado alguna vez y que marcó, marca y marcará la vida de Paola, Ramiro, José Martín y muchos de los protagonistas de esta historia.
Tras un pasado, que ahora sabemos cierto, qué nos deparará 2025…

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El tráfico estaba más insoportable que cualquier mañana de día laborable a las ocho de la mañana, lo cual ya era decir. Hacía ya más de un cuarto de hora que había salido y apenas había recorrido un par de kilómetros de los seis que separaban su casa del hospital. En cada semáforo había que pararse, en cada paso de cebra había gente cruzando en ambos sentidos, cada cuatrocientos o quinientos metros había policía local ordenando el tráfico para facilitar y asegurar el camino hasta los colegios de los niños y no tan niños que, a esa hora, se dirigían hacia sus lugares de estudio. Y junto a todo lo habitual, lo inusual: la multitudinaria presencia de cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado a lo largo del recorrido que normalmente hacía cada mañana el doctor.

En cada esquina se podía ver individuos uniformados, bien de la Guardia Civil o bien de la Policía Nacional, algunos de ellos con rifles de asalto en las manos, otros apostados en los bordes de las aceras escrutando el interior de los vehículos que, lentamente, iban pasando por las calles. Los agentes no llegaban a detener a ninguno, según podía apreciar José, pero la mirada inquisitorial del agente de turno escudriñaba el interior de cada vehículo en un par de segundos, cual ave rapaz examina en lo alto de un otero buscando una liebre en la llanura. Todo para acabar haciendo el famoso gesto airado con la mano de «circulen».

—Habrán puesto a todos los fisonomistas de la Policía y la Guardia Civil de España a realizar este servicio —susurró José, mientras miraba el amplio dispositivo policial al tiempo que intentaba que la curiosidad no le impidiera una segura conducción.

Los vehículos que le precedían seguían avanzando de forma cansina, lo cual hacía más monótono, si cabía, el trayecto cotidiano al trabajo.

De repente, se oyeron gritos. El doctor Martín pudo ver gente corriendo en la acera de la derecha de la Avda. Novelda. Vio cruzar por delante del morro de su coche a dos, tres, cuatro guardias civiles. La gente corría de un sitio a otro sin destino preciso y sin motivo conocido o, al menos, que él conociera. Parecía la típica situación de pánico que se genera en un ambiente como aquel. Que ante un ruido, sensación o movimiento fuera de lo normal, la gente percibe como una amenaza inminente. Sin que transcurrieran más allá de cinco o seis segundos, se formó un cordón policial unos metros por delante de su coche.

Los más osados y curiosos asomaban sus cabezas a través de las ventanillas de sus vehículos intentando adivinar qué estaba ocurriendo, a la vez que los agentes hacían ademanes para que las volvieran a meter en el interior del habitáculo motorizado. Pronto, en tan solo treinta o cuarenta segundos, disminuyó el tumulto. En la acera, sujetado por ambos brazos por agentes de la Guardia Civil, se podía ver a un hombre que caminaba con la cabeza agachada, a la fuerza, casi en volandas, mientras a empellones los agentes lo dirigían hacia un vehículo policial.

Era un tipo joven, con calzado deportivo, pantalón vaquero y camisa a cuadros; llevaba una cazadora de entretiempo enrollada por las mangas en el cuello. Pelo largo, media melena castaña, moreno de piel y, por lo poco que José pudo ver, de rasgos faciales rudos, propios de las personas que trabajan al aire libre.

Lo metieron en el coche de policía y, al mismo tiempo, se empezaron a oír silbatos de manera estruendosa que intentaban restablecer la normal circulación.

Su camino hasta el hospital no presentó más sobresaltos, más bien al contrario, continuó el parsimonioso discurrir de los vehículos por las avenidas y calles que llevaban hasta su destino.

José aparcó en el lugar que tenía reservado en el aparcamiento del edificio anexo al hospital, pero antes de quitar la llave del contacto, algo en la radio le llamó la atención.

«Según las últimas informaciones que nos llegan desde la dirección del hospital de Alicante, hay que elevar a siete el número de fallecidos a consecuencia del atentado de ayer. En la madrugada de hoy ha fallecido una mujer de setenta y cinco años que ingresó ayer con varias fracturas, entre ellas una de cadera y que a las cinco de la mañana ha sufrido una parada cardiaca. Los servicios sanitarios intentaron reanimar a la paciente, pero su débil estado hemodinámico hizo imposible la recuperación de esta. Así pues, según cifras oficiales, el número de heridos se eleva a cincuenta y siete y siete las personas fallecidas…».

—¡Qué poco ha durado la pobre mujer! —se lamentó José, mientras se dirigía al interior del hall principal del hospital y escribía un mensaje de WhatsApp: «Estoy ya aquí. Nos vemos en el office del ala lateral de la segunda planta». La destinataria, Belinda.

Ese office de la segunda planta estaba reservado al servicio de traumatología, pero a esas horas solía estar vacío. Era la hora en la que comenzaban todas las consultas, intervenciones quirúrgicas, sesiones clínicas, visita en planta y demás actividades del servicio. Era una sala amplia con escaso mobiliario, si acaso un par de sofás de dos plazas, un sillón, una mesa redonda con cuatro sillas, una televisión, una cafetera de cápsulas y un frigorífico. Lo justo y necesario para las contingencias de reposo que pudieran surgir durante un turno o una guardia. El espacio no daba a la calle; por lo que alguien claustrofóbico tardaría poco en creer que, los aproximadamente veinte metros cuadrados de aquella superficie, eran los de una celda.

Apenas llevaba allí cinco minutos cuando, tras el chirriar de la puerta de entrada, apareció la enfermera Botero. José oyó la puerta, mientras de espaldas a la misma, miraba atentamente al televisor. Las emisiones eran prácticamente monográficas desde la mañana anterior. Se volvió para recibir la hermosa visión de Belinda. La enfermera le dio un beso en la mejilla y, sentándose en uno de los sofás biplaza, invitó a José a tomar asiento a su lado con un par de leves palmadas en el mullido cojín.

—¡Bueno! Tú me dirás —empezó la conversación el Dr. Martín—. ¿Qué era eso tan importante que querías decirme en persona?

El Dr. Martín se mostraba entre irritado, cansado y expectante.

Belinda puso sus manos sobre las suyas, al tiempo que giraba su tronco hacia él y, mirándolo a los ojos, le manifestó:

—Se te ve cansado. ¿Has podido dormir algo?

—Algo he dormido, pero en el sofá. Me quedé dormido mientras leía unos artículos en relación con nuevos tratamientos para diabéticos —respondió relajando el tono adusto que había presentado nada más llegar—. Cuando me he despertado eran las tres de la mañana y ya no he podido pegar ojo. Pero bueno, hoy no trabajo y mañana solo tengo la clínica por la mañana. No repito guardia hasta el jueves. Y ya el viernes toca recoger a Iván y, espero, que a Davinia también; pero ya sabes cómo sois las mujeres jóvenes —sostuvo con ironía, poniendo al nivel de la adolescencia a la enfermera, a la vez que dibujando un esbozo de sonrisa en su cara.

—Bueno, por lo menos tienes un par de días para recuperar tu ciclo circadiano y estar en buenas condiciones físicas para recibir a ese torbellino maravilloso que tienes por hijo. Sin olvidar a tu hija que, aun cuando está en esa «asquerosa» edad que es la adolescencia, es un encanto.

»José —prosiguió Belinda, entrando ya en materia—, ayer a última hora, el niño que pasamos a rayos, tras haberle realizado las pruebas oportunas, hubo que…

José miraba atentamente a Belinda, sin pronunciar palabra, esperando el más cruel de los desenlaces.

—Tras la realización de las placas se descartaron fracturas en miembros, pero comprobamos que tenía tres costillas rotas en parrilla costal derecha y un neumotórax que, según parece, se ha podido evacuar totalmente. También preocupaba el golpe que tenía en la cabeza y, aunque no presentaba fracturas en la radiografía de cráneo, al realizarle un TAC cerebral se comprobó la existencia de un pequeño hematoma subdural. Lo cual determinaba que presentara una pequeña elevación de la presión intracraneal que, en principio, se ha podido controlar. Y todo esto, sumado al dolor que estaba sufriendo por las contusiones y fracturas costales, ha hecho que se optara por sedarlo. Ahora está estabilizado, la presión intracraneal está normal, se van a realizar controles TAC periódicos para ver evolución de hematoma y…

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