Fernando Calvo-Regueral - Homo bellicus

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La violencia está en la naturaleza; la guerra en la historia. Ya que la primera no se puede extirpar, convendría dejar a la segunda en el pasado y buscar formas de cooperación que garanticen un mañana mejor. Entre la peligrosa exaltación de glorias pasajeras o la ingenuidad de un pacifismo que los hechos se empeñan en desmentir, la historia militar, más que la de cualquier otra actividad humana, debe ser conocida para evitar cometer los errores del pasado. ¿Por qué Homo sapiens se transformó muy pronto en Homo bellicus? ¿Qué relaciones guarda el fenómeno de la guerra con el desarrollo político, económico, social, religioso y hasta cultural de las civilizaciones? ¿Es una actividad innata o podemos pensar en la utopía de erradicarla para siempre y dejarla como una reliquia en los libros de historia? Homo bellicus. Una historia de la humanidad a través de la guerra rastrea el fenómeno bélico desde sus remotos orígenes hasta la actualidad buscando deducir lecciones que hagan inteligible la guerra, pero sobre todo buscando comprenderla, quizá la única forma de evitar nuevos conflictos en el futuro. El autor incluye más de cuarenta mapas, croquis y cuadros originales e imprescindibles para la comprensión de guerras y batallas, «ese apasionado drama».

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Por su parte, la logística, una rama que fue cobrando importancia a medida que los ejércitos crecían y las guerras devenían en totales, es menos subjetiva al basarse en cálculos que atienden al movimiento y sustento de las tropas en campaña. Es, por tanto, el conjunto de previsiones, planes y actividades realizado por los servicios auxiliares para proporcionar a las fuerzas los medios de combate y de vida necesarios para el cumplimiento de su misión en los lugares adecuados y en los momentos oportunos. Como el mecanismo de las máquinas, solo se le presta atención cuando falla, pero es indispensable. Se relaciona con la orgánica, o sistema militar que combina armas, soldados, mandos… en una estructura dada como por ejemplo la falange griega o la legión romana, los tercios de España o las divisiones de Napoleón. Toda orgánica es reflejo de una concepción concreta en un periodo histórico determinado así como de la sociedad que la nutre. Es el armazón sobre el que se construyen los ejércitos y de su grado de perfeccionamiento dependen la logística, la táctica, la estrategia. Otro clásico del XIX, Jomini, resumió bien las relaciones entre estos conceptos: «La estrategia señala dónde actuar; la logística traslada los medios a dicho lugar, y la táctica el modo de ejecutar la maniobra». Y fue él quien acuñó la definitoria sentencia que nos da pie a continuar: «La guerra, ese apasionado drama».

3

Ciudadanos y soldados

Del hombre bueno en la guerra jamás gloria ni nombre perecen, sino que aun estando bajo tierra alcanza la inmortalidad aquel a quien mata el violento Ares cuando despliega su heroísmo, aguantando a pie firme en lucha por su patria y por sus hijos .

Que todos intenten llegar con su valor a esta excelencia, no huyendo de la guerra .

TIRTEO

Afirmaba ese gran divulgador que fue Indro Montanelli que había titulado su Historia de los griegos así «porque, a diferencia de la de Roma, esta es una historia de hombres más que una historia de pueblo, de nación o de Estado». Es cierto: a pesar del alto concepto de la Hélade, los griegos fueron en muchos sentidos espíritus libérrimos, fieles solo a su comunidad y su familia —su polis, su patria—, mas también devotos de unas divinidades, costumbres, cultura y lengua compartidas. En cualquier caso, la complicada orografía de sus tierras favorecería estas ansias de libertad y, cuando no se dedicaban a guerrear entre ellos o a languidecer en fases de decadencia, siempre se consideraron yunque y luego martillo de los enemigos provenientes del oriente que osaran poner pie en su sacrosanto territorio.

Efectivamente, y como en todo tiempo y lugar, la geografía se mostró aquí determinante de cualquier actividad humana. Al sur del Danubio se encuentra la península balcánica, rodeada de míticos mares: el Adriático y el Jónico al oeste, el Egeo al sur y el Negro al este. Su montuosa compartimentación dificulta las comunicaciones con el resto del continente, pues salvo algunas mesetas el terreno es un verdadero laberinto que incomunica los valles, sin que exista ninguno transversal de consideración que los enlace. Esto propició una peculiar forma de entender la economía, el desarrollo de formas sociales completamente originales, una gran fragmentación política, el espíritu de independencia de los balcánicos propiamente dichos y la proyección de los griegos hacia el mar, único camino realmente apto para las relaciones de estos con otros pueblos. De norte a sur conviene destacar cuatro grandes regiones: la agreste Macedonia, Epiro y Tesalia, el Ática y la península del Peloponeso, unidas estas dos últimas por el istmo de Corinto. Un sinfín de islas, algunas tan importantes como las Cícladas, Creta o el Dodecaneso, separan Grecia de Anatolia, frontera de enfrentamientos tan legendarios como el de Troya.

En torno al año 500 a. C., el rey Darío I de Persia se alza con el cetro de Ciro el Grande, a quien vimos en el capítulo anterior crear un vasto imperio desde Asia Menor al Indo, de Arabia a los montes caucásicos. Cuando el nuevo monarca planeó una expedición punitiva contra ciertas ciudades rebeldes jónicas auspiciadas por Atenas, en realidad estaba dando paso al primer enfrentamiento global de la historia. El mosaico griego estaba constituido entonces por algunos estados coaligados contra la amenaza oriental, otros vasallos de los persas y los neutrales…, cada uno de ellos con su propio mosaico interno de ciudades-estado (se calcula en más de setecientas las poleis que llegaron a coexistir). Dos sociedades antagónicas pero cada una indómita a su manera iban a ser el dique de contención de la invasión: la mencionada Atenas y la «siempre libre de tiranos» Esparta. Comenzaban las guerras médicas, así llamadas por el nombre con que los helenos designaban a su rival (492-490 a. C. la primera, 480-479 la segunda).

Las invasiones en los tiempos arcaicos de aqueos y dorios habían producido en todo el territorio profundos cambios a lo largo de los siglos precedentes, el más reseñable de los cuales fue el del desplazamiento de buena parte de la población del campo a las ciudades, con lo que la agricultura cedía paso al comercio como actividad económica principal: la escasa proporción de superficie útil cultivable convertiría a sus moradores en consumados marinos. Atenas constituye quizá el ejemplo máximo de esta transición, con el desarrollo de un urbanismo modélico y, lo que es más importante, una estructura social que va tendiendo paulatinamente hacia formas políticas de corte democrático. Así, el concepto de ciudadanía regía en la urbe, pero solo podían acceder a ella los habitantes capaces de costearse un equipo, es decir, de convertirse en soldados (de caballería los procedentes de la aristocracia; de infantería la clase media: son los hoplitas, así denominados de forma muy elocuente por su equipamiento defensivo u hoplon antes que por sus armas de ataque, lo que condicionaría como veremos el sistema militar no solo ateniense sino de toda Grecia, esto es, la falange). Únicamente los huérfanos cuyo padre hubiera caído en combate eran armados por el erario público.

Al contrario que su rival y solo circunstancialmente aliada Esparta, el ejército se subordinaba en Atenas al estado, la guerra a la política. Los jóvenes recibían instrucción y servían en filas hasta cumplidos aproximadamente los cincuenta años —con un periodo de reserva final—, pero este entrenamiento era una disciplina más dentro de un conjunto pedagógico de carácter cívico. Aun así, este era el juramento de fidelidad que proclamaba todo ciudadano-soldado en la acrópolis:

No deshonraré las sagradas armas que llevo. No abandonaré a mi compañero en combate. Lucharé por la defensa de los santuarios y del Estado, y trataré de dejar a la posteridad una patria más grande y poderosa que la que he recibido, en la medida de mis fuerzas y con la ayuda de todos.

La fundación de colonias semiautónomas de la metrópoli primero en el Mediterráneo oriental y luego en el sur de Italia —la Magna Grecia— completaba el singular modelo ático.

Esparta, capital de Laconia, era una ciudad sin murallas —alarde de fuerza y autoconfianza— asentada sobre una tierra ruda que marcaría el sobrio carácter de una sociedad en la que todo se supeditaba a Ares Enyalius, su dios de la guerra. Al nacer, los niños eran examinados por una especie de tribunal médico que dictaba la muerte del bebé si este presentaba alguna tara. A los siete años eran arrancados del regazo materno y llevados a centros de enseñanza que mejor sería denominar cuarteles: la vida en ellos era durísima, con una frugal alimentación, vestimenta liviana en cualquier estación y entrenamientos que eran auténticos duelos, con lo que adquirían una gran resistencia física al tiempo que se les inculcaba un férreo sentido patriótico. Completada la instrucción, a los veinte años alcanzaban la ciudadanía y recibían un lote de tierras y otro de esclavos para trabajarlas, teniendo obligación de aportar suministros para el sostenimiento de las tropas. A los cuarenta y cinco dejaban de pertenecer al ejército de primera línea y pasaban a engrosar la milicia de guarniciones.

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