La política expansionista del faraón no tardaría en chocar con la del mismo signo practicada por un imperio proveniente de Turquía, el hitita del rey Muwatalli II: las relaciones de vecindad entre dos grandes potencias nunca se han caracterizado por la paz. Así, cuando ambas fuerzas chocaron en la actual frontera entre Líbano y Siria tuvo lugar una de las primeras batallas de consideración de la historia: Qadesh, 1274 a. C. Todo ejército es reflejo de la sociedad a la que sirve, cuya idiosincrasia viene a su vez determinada por la geografía. Las armas, los métodos de combatir, la orgánica, los propios soldados, sus uniformes y la táctica son diferentes de una cultura a otra, lo que se puso de manifiesto cuando el modelo mesopotámico, pesado y articulado en torno a carromatos de guerra robustos, se enfrentó al sistema egipcio, más liviano y dotado de carros más gráciles. El ejército de Ramsés contaba con cuatro cuerpos denominados con nombres de dioses —Amón, Ra, Ptah y Seth—, que marchaban de forma autónoma hasta el campo de batalla para concentrarse en fuerza una vez iniciada aquella, principio básico desde entonces en el arte de la guerra. Sin embargo, las divisiones de vanguardia cayeron en un engaño preparado por los hititas y fueron batidas. Solo la desorganización de los atacantes tras el combate y la oportuna llegada de las restantes grandes unidades del faraón evitaron el desastre en una segunda fase del encuentro, que terminaba así de forma no resolutiva.
Sobre el soberbio espectáculo que debió suponer —hablamos de centenares de carros de guerra y miles de infantes chocando—, lo más interesante de la batalla de Qadesh fue la paz que logró: los dos contendientes, en lugar de enconarse en una lucha que los hubiera desgastado por igual, optaron por firmar un acuerdo de paz ventajoso para los dos… que al parecer fue respetado, una lección de contención que lamentablemente no sentaría precedentes. A ambos les esperaban las temibles incursiones de los pueblos del mar, extraña confederación de tribus sumamente violentas y sedientas de botín que pondrían fin a la Edad de Bronce. Muy pronto el duro hierro, fácil de producir y capaz de ser suministrado a miles de hombres, llevaría los conflictos a otra y más sangrienta era. Homo bellicus ya no solo será guerrero, es decir, un combatiente guiado por sus intereses egoístas, sino también un soldado capaz de servir forzada o voluntariamente a ideas superiores. Tres ríos, el Nilo, el Éufrates y el Tigris, acunaron el nacimiento de la civilización, que terminará consolidándose en el mar Mediterráneo gracias a fenicios, griegos y romanos, pueblos cuyos amaneceres y ocasos irán siguiendo, como el sol, un recorrido de este a oeste. Pero esa, sin duda, es ya otra historia.
Salvando la posible lectura apologética de la sentencia con que iniciábamos este capítulo, lo cierto es que Ortega y Gasset lograba en ella llamar la atención sobre el derroche de energías y capacidad organizativa que supone el fenómeno bélico. En este repaso a periodo tan dilatado hemos podido ver cómo nace lo que los expertos denominan «horizonte militar» o línea divisoria entre el empleo de la mera fuerza bruta y el de esa violencia sistematizada u ordenada, si vale la expresión, que hemos dado en llamar guerra. Tal horizonte se alcanza con las formaciones de combate, que presuponen jerarquía y disciplina así como una combinación de diferentes armas, articulándose los ejércitos en torno a la más decisiva de su arsenal, lo que junto a la topografía condiciona diferentes usos en el campo de batalla. Han asomado también los rasgos básicos de varios conceptos que necesitan ser aclarados antes de continuar.
Estrategia, táctica, logística y orgánica: he aquí cuatro palabras de origen castrense cuyas definiciones plantean problemas cuando no calurosos debates, especialmente desde que ámbitos civiles las han adoptado, devaluando sus contornos. Al ser vocablos que aparecerán recurrentemente en este estudio, apuntaremos el significado que aquí les daremos, teniendo en cuenta que los cuatro han evolucionado a lo largo de la historia militar. Comenzaremos por el término más escurridizo, estrategia, que el Diccionario de la Lengua Española define breve pero acaso certeramente: «Del griego stratēgía , ‘oficio del general’. Arte de dirigir las operaciones militares » . Nótese que los académicos emplean la palabra arte y no ciencia quizá por considerar que es difícil encajar una actividad tan voluble en el campo científico. Las doctrinas actuales suelen dividir el concepto en tres acepciones: gran o alta estrategia, que es política y tiene por objeto conseguir los fines propuestos por un estado antes de la guerra empleando medios económicos, diplomáticos, disuasorios, socioculturales, psicológicos, etc. La estrategia a secas o estrategia militar, que sería puramente bélica, sometida a la anterior y tendente a conseguir los objetivos propuestos en la guerra con una misión rectora: el logro de una paz más ventajosa que la rota por las hostilidades. Por último, el denominado nivel operacional se configura como una bisagra entre la estrategia militar y la táctica; dirige campañas, establece grandes líneas de actuación durante el desarrollo del conflicto armado y busca la anulación física y moral, a ser posible ambas, del rival.
La táctica, «poner en orden», sería la ciencia de disponer, mover y emplear una fuerza bélica para el combate y en el combate. Es una definición más precisa, pues toda batalla —antigua o moderna, terrestre o naval, a campo abierto o de sitio— precisa de una ejecución que tiene en cuenta al menos cuatro factores objetivables: conocimiento del enemigo y de los medios propios, estudio del terreno, definición de la misión y el factor moral o lo que los militares denominan «voluntad de vencer». Si en la estrategia vale la boutade de que «la guerra es asunto demasiado serio para dejarlo en manos de militares», la táctica solo puede ser efectuada por profesionales entrenados para diseñar y ejecutar acciones concretas de combate con una idea rectora de la maniobra en mente. El comandante Villamartín, autor de Nociones de arte militar , un clásico del XIX, nos ha legado una de las más bellas y precisas definiciones de ambos conceptos:
La estrategia es el arte de escoger las direcciones que se deben seguir, los puntos que se deben ocupar y las masas que se deben emplear para obtener la victoria, auxiliándose con la geografía, la estadística, la política, la organización, etc. El plan general de una campaña pertenece a la estrategia, el de una batalla pertenece a la táctica; la primera es esencialmente especulativa, la segunda práctica; aquella medita y decide, esta obedece y ejecuta; la estrategia traza las líneas que se deben seguir y designa los puntos que se deben ocupar, la táctica ordena las tropas y los materiales de guerra para marchar por esas líneas o tomar esos puntos. La una es, en fin, alma e inteligencia, la otra cuerpo y forma visible y palpable. En el arte bélico, como en todos, el artista ha de tener sentimiento y ejecución: el sentimiento es aquí la estrategia, la táctica la ejecución.
Y, de forma inteligente y muy a propósito de este libro, matiza después que «ninguna de las reglas del arte de la guerra debe considerarse como absoluta», pues el factor humano es siempre imprevisible: lo son los soldados llegada la hora suprema de la batalla y lo son sus líderes, quienes serán ornados de laureles en la victoria o fusilados al amanecer, caso de derrota. Veremos cómo un gran capitán, incluso en inferioridad de medios, marca las más de las veces la diferencia con su ingenio, osadía o lo que en medicina llamaríamos «ojo clínico».
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