Fernando Calvo-Regueral - Homo bellicus

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La violencia está en la naturaleza; la guerra en la historia. Ya que la primera no se puede extirpar, convendría dejar a la segunda en el pasado y buscar formas de cooperación que garanticen un mañana mejor. Entre la peligrosa exaltación de glorias pasajeras o la ingenuidad de un pacifismo que los hechos se empeñan en desmentir, la historia militar, más que la de cualquier otra actividad humana, debe ser conocida para evitar cometer los errores del pasado. ¿Por qué Homo sapiens se transformó muy pronto en Homo bellicus? ¿Qué relaciones guarda el fenómeno de la guerra con el desarrollo político, económico, social, religioso y hasta cultural de las civilizaciones? ¿Es una actividad innata o podemos pensar en la utopía de erradicarla para siempre y dejarla como una reliquia en los libros de historia? Homo bellicus. Una historia de la humanidad a través de la guerra rastrea el fenómeno bélico desde sus remotos orígenes hasta la actualidad buscando deducir lecciones que hagan inteligible la guerra, pero sobre todo buscando comprenderla, quizá la única forma de evitar nuevos conflictos en el futuro. El autor incluye más de cuarenta mapas, croquis y cuadros originales e imprescindibles para la comprensión de guerras y batallas, «ese apasionado drama».

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En la cornisa cantábrica y en las montañas pirenaicas se van organizando los siguientes grupos cristianos: el astur-galaico, con capital en Oviedo; el núcleo vasco-navarro alrededor de Leire y Pamplona; la zona aragonesa sobre la línea quebrada Jaca-Ainsa-Valle de Arán, y la región oriental en los condados catalanes de Tremp y Urgel. Es una franja muy estrecha, avara en recursos y poco poblada, pero suficiente para que sus curtidos guerreros y pobladores comiencen a ensanchar sus respectivos ámbitos de influencia, que permanecerán precariamente conectados pero con espíritu de unidad contra el enemigo común. Esta situación límite forjará un tipo de hombre con espíritu de frontera, disciplinado para con sus reyes pero siempre dispuesto a exigirles rendición de cuentas, además de unas comunidades celosas de su libertad y de los derechos de conquista que van obteniendo, encabezadas por una nobleza basada en el mérito muy distinta a la de los señores feudales imperantes en el resto de Europa. Es una sociedad guerrera, dinámica, pujante, que no tiene mucho tiempo para ornatos ni reverencias. Esta etapa de precariedad marcará los primeros siglos de la Reconquista (VIII al XI), que son de neto predominio de al-Ándalus. Sus guerreros, que montan a la jineta, cuentan con buenos equipamientos y vienen fogueados del norte de África, se imponen.

Durante el siglo X los avances más espectaculares corresponden al reino astur-leonés, que logra asentarse con relativa firmeza sobre un amplio territorio que va desde Galicia y el norte del actual Portugal, por el oeste, hasta la linde con el reino de Navarra hacia el este, que pronto dejará de hacer frontera con los musulmanes. Más allá, Aragón y los condados catalanes, peculiares pero movidos por iguales sentimientos, se derraman lentamente desde los Pirineos hacia el valle del Ebro. Dada la vulnerabilidad de dicho ensamble, se crea en torno al curso alto de este río un condado fronterizo a base de repobladores leoneses, godos, cántabros, vascones e incluso mozárabes…, gentes que nada tienen que perder y mucho por ganar en una demarcación de clara vocación castrense, pues la idea es emplear estas tierras como vanguardia de ulteriores movimientos de conquista: es Castilla, que primero fue un desangelado páramo, luego el reino central de las Españas y finalmente el corazón de uno de los más vastos imperios de la historia.

La Castilla inicial era un condado militar caracterizado por la presencia de una baja nobleza basada en los logros castrenses, demandante de fueros para sus villas, despreciadora de la arbitrariedad del feudalismo pero también de la tendencia al despotismo de los monarcas, muy devota y creadora de un derecho que bebe a partes iguales en la tradición romana y la visigótica. Dada su posición intermedia, los castellanos desarrollarán una lengua propia de gran vigor y sonoridad, romance pero contaminada de giros vascuences, por un lado, y arabizantes por otro. Es una fuerza cohesionadora que en absoluto podemos despreciar: con esa lengua lanzarán sus gritos de guerra «¡Santiago y cierra España!», cantarán a sus héroes forjadores en romances tan bellos como el de Mío Cid y redactarán sus leyes.

Después, por saltos sucesivos, todos aquellos reinos avanzan aprovechando las soledades de la meseta, tierra de razzias para islámicos y cristianos, hasta lograr consolidar firmemente las fronteras del Duero y del Ebro. La tarea es todavía ímproba: se enfrentan a un poderoso enemigo, uno de los mayores califatos del islam, el de Córdoba, auténtica metrópoli rica, populosa, poderosa y culta, dominadora de una muy sólida base de operaciones en Andalucía y el Levante español y rectamente gobernada por personalidades tan interesantes como la de Abderramán III, mestizo hispano-árabe (era hijo de la vascona Muzna), quien mantiene a raya a sus pobres pero belicosos vecinos del norte hasta que sufre la derrota en la batalla de Simancas (939). El califato sostiene relaciones con los imperios bizantino e incluso sacro romano-germánico y unifica manu militari el interior de sus posesiones, pues ya los musulmanes sufren la lacra endémica de sus divisiones intestinas.

A finales del siglo XI, Alfonso VI reconquista Toledo, capital espiritual de los «cinco reinos» —Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón— por haber residido en ella la corte visigótica además de la Archidioecesis Toletana , y, lo que es más importante, lleva la frontera hasta el Tajo en un espectacular impulso que solo detendrán almohades y almorávides, tribus procedentes del norte de África que introducen en el conflicto una intransigencia no conocida hasta entonces, radicalizando los odios de ambos contendientes. Frente a la islamización, los cristianos se imbuyen de espíritu de cruzada, sabedores ya de ser muy capaces de hacer realidad la quimera soñada en Asturias. Por eso, los siglos XII y XIII, con altibajos, son claramente expansivos: Portugal completa su proceso reconquistador y de repoblamiento, alzando su vista hacia los mares que en breve dominará; una Castilla ya hegemónica alcanza las fronteras del Guadalquivir y del Guadiana, y la corona de Aragón une a su núcleo central y a la Cataluña Vieja un reino nuevo, el de Valencia, y salta a las Baleares, comenzando por su parte a mirar más allá del horizonte mediterráneo inmediato: los legendarios almogávares preparan sus hierros para llegar en sus audaces empresas mediterráneas hasta Constantinopla. Son reinos diferenciados pero decididos a marchar unidos, lo que quedará sellado en la gran victoria de Las Navas de Tolosa (1212).

Las Españas van así consolidando su poderío y sentando al mismo tiempo las - фото 32

Las Españas van así consolidando su poderío y sentando al mismo tiempo las bases de la primera nación moderna. Su éxito militar se ve reforzado por varios factores: un eficaz y muy meditado sistema de repoblación íntimamente ligado al proceso de conquista; un modelo económico ganadero y agrícola que aprovecha pero mejora los medios productivos instalados por los árabes; un corpus legal que equilibra los poderes de la realeza y la nobleza en beneficio de una sociedad relativamente más libre que sus homólogas europeas; una política internacional que va interviniendo en Europa, especialmente en Francia e Italia; una marina mercante bien protegida por una escuadra de guerra al mando de almirantes del prestigio de Ramón de Bonifaz; un comercio incipiente gracias a las ferias y, sobre todo, a la fuerza de atracción del Camino de Santiago; una cultura común, rica en variedades locales pero que aprovecha la fuerza unitaria de una lengua vehicular, el castellano.

Son los tiempos de Jaime I lo Conqueridor , que prácticamente culmina la reconquista aragonesa llegando a la raya del Segura, de Fernando III el Santo, que toma Sevilla tras una espectacular campaña militar, y de su hijo Alfonso X, llamado con toda justicia el Sabio por su obra literaria, histórica, científica y legal, en la que por cierto destacan importantes consideraciones sobre el «arte de guerrear». A su muerte solo queda en España el reino nazarí, confinado en un espacio que se extiende desde la serranía de Ronda a Murcia, con un triángulo central compuesto por su capital en Granada y dos importantes puertos en Málaga y Almería. Su caída, aun tardía, es solo cuestión de tiempo. El sol de la historia, proveniente del cercano Oriente, tras su larga escala sobre Grecia y después Roma, ha culminado su periplo en demanda del occidente mediterráneo, que buscará un nuevo poniente para la civilización más allá de un océano hostil pero sumamente prometedor.

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Aunque la conquista de Granada es el fruto tardío pero lógico del proceso reconquistador y repoblador iniciado siglos atrás en Covadonga, en muchos sentidos se puede considerar una campaña político-militar autónoma, perfecta transición entre las guerras del medievo y las de la Edad Moderna. Cuando Fernando III tomó Sevilla en 1248 cometió un error estratégico que costaría más de dos siglos enmendar: no explotar el éxito y terminar definitivamente con la presencia musulmana en la península. Aunque seguramente no pudiera hacerlo por falta de medios, lo cierto es que dejaba un reino enemigo asentado en una de las regiones más montuosas de Europa, por más que el nazarí viniera obligado a pagar fuertes tributos o parias a los cristianos. La situación geopolítica fue tornando durante todo este tiempo, haciendo cada vez más perentoria la necesidad de eliminar esta bolsa de complicada orografía y bien fortificada. Pero el estallido de guerras civiles en Castilla, el conflicto de esta con Portugal, los roces con Aragón y el cierre del comercio con el Mediterráneo oriental desde la ascensión de los turcos retrasaron la empresa.

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