Agustín Roig - La improbable fuga de la señora Paraíso

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"La improbable fuga de la señora Paraíso" emplea un lenguaje corrosivo para describir una crisis conyugal, que se transforma finalmente en un fresco perturbador del ambiente artístico e intelectual uruguayo. (Acta del jurado del Premio Lussich 2017).

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Estoy siendo prejuiciosa, lo reconozco. Pido disculpas a las pintadoras de uñas. Yo también me pinto las uñas cuando tengo tiempo. Es que me da rabia no poder hacer que las cosas funcionen. Cuando estés desesperado por haberme perdido, por favor no me vengas con la musiquita de feriado bancario. A partir de la muy teórica opción originaria, mi traumado Baudelaire, consideraste que el pensamiento se iba a fortalecer a través de un ostracismo que germinaría frutos intelectuales para compensar la esterilidad o irritabilidad de los vínculos humanos. No te rías. Fue un refugio en el que fuiste olvidando que solo vale la pena si la vida se comparte; y si bien lo sabías, y si bien en determinado momento te fuiste encontrando con personas valiosas que te querían sinceramente, que te reconocían por lo que eras, que te admiraban, aún así no te entregaste y mantuviste una opción sobre la que permanentemente has estado rumiando.

Seguiste trabajando, necio y solo. Ibas a fortalecer tu yo. Montaste un celibato y un poeta negro. Habitaste un pastiche. Sé que esas son las cosas que en el fondo te gusta que te diga. Te aburriría, a pesar de darte seguridad, que fuera complaciente. “Ay mi amor, qué genio”, o, lo que es peor, “qué orgullo ser la esposa de fulanito de tal”, que no es lo mismo, cabe destacar, que decirte “estoy orgullosa de vos”.

Te fuiste quedando solo, esta vez no por judío, desgarbado o sobreprotegido, sino porque quisiste. Asimilado el sacrificio y autorizado el subterfugio, se presentó el doble obstáculo de oponerse a la renuncia y escribir. Si faltaba esto último, la opción, el sacrificio y la necesidad se irían por el desagüe, y lo que es peor, la vida en general estaría perdida.

Como muchacho se te estaba saliendo la piel del pensamiento mágico y te era irrelevante la distancia que había entre la idea y la realización. Un poeta que no escribe, flagrante contradicción… Como esos estudiantes de novela picaresca que gastan el tiempo y la pensión en vino y mujeres, postergando hasta el olvido la carrera de la que tan honorablemente pretendieron egresar ¡Eternos bachilleres saludando en pedo al rayo de luna! Transitaste por esa etapa con suerte. Tenías ventipoco. Me mostraste cosas de ese período. No eran de valor, pero se veía en trazos lo que serías.

El hermetismo si no eras Neruda se consideraba un privilegio burgués. Había una guerrilla parapetada en los escombros del Uruguay batllista. Empezaba a ser una tarea reprobable separar la literatura de una izquierda culturalmente hegemónica. Se estaba fundando una tradición. Sin embargo vos, que venías de una familia reaccionaria (tu padre era agente publicitario de Pacheco Areco, el boxeador que cagó a trompadas a la juventud sediciosa), si bien miraste con simpatía el legado socialista de Frugoni y la formación del Frente, mantuviste una brecha respecto a los Benedetti y a los Galeanos. Simpatizaste con el Cortázar de El Libro de Manuel, porque “lograba conjugar el experimentalismo estético con el idealismo político del sesenta, superando a Rayuela, harto lúdica pero menos polifónica”. Te fijaste en Donoso y quedaste hipnotizado con su “imaginismo desestabilizador”. Celebraste un políticamente incorrecto Piliph Roth quien recientemente había publicado su “Lamento de Portnoy”. Escribiste en el suplemento cultural de “EL Popular” (una colaboración que aisladamente alumbró tu carrera): “Anda en librerías de Montevideo, publicada hace unos años, la novelita de un relativamente joven escritor llamado Philip Roth. A ritmo freudiano, psicoanalista incluido, hace una comedia de stand up “.

¿Cuál fue el costo? Un absoluto aislamiento de los ambientes. “A desalambrar”, brotaba desde la clandestinidad. ”Cielito del 69, con el de arriba nervioso y el de abajo que se mueve”, y todavía vos, siendo de izquierda aunque demasiado “individualista”, a decir de tus colegas arremangados y de barba, venías a vindicar un escritor yanqui que veinte años después del Lamento de Portnoy, en una de sus novelas (“ Deception ”), denigró la revolución sandinista, despotricó contra Cuba y fustigó visceralmente a los palestinos. Elogiaste a un judío liberal que cuanto más viejo se ponía más mostraba la hilacha sionista, y nos hacía pensar que, como Baudelaire por no ser negro ni mujer, agradecía ser norteamericano.

El espacio que habías conseguido para publicar había caído. La prensa alcahueta prestaba nulo interés a la producción intelectual y se reducía a publicar loas y triunfos del gobierno de facto. Como no eras peligroso, te dejaron en paz. Tu mala fama dentro de la izquierda te favoreció. Los milicos no te dieron pelota. Eran tan palurdos que no supieron utilizarte. Eras un pez difícil de atrapar, para unos y para otros. Volvías a ser el judío errante, pero en vez de expandirte hacia afuera, lo hacías hacia adentro.

Cierto amigo de tu padre te ofreció empleo en la propaganda que antes había servido a Pacheco y ahora lo hacía a los milicos. Te negaste siguiendo un concepto que en esa época se usaba mucho por los jíbaros de izquierda, una palabra que te resultaba antipática, vulgar, avocada al sacrificio y a la frente en alto (mentira grande como una casa); te negaste por dignidad.

Casi con treinta años y siendo un perfecto inútil, el dinero y los contactos te venían fenómeno. Seguías viviendo del favor de tu padre, a pesar de las discusiones sobre el tema político. Sin embargo, tu madre borraba con el codo lo que tu padre escribía con la mano. Tenía talento para eso. Lograba salirse con la suya sin contradecirlo. Por eso permitiste que te arropara con manto de angustia y destinara el pichuleo que obtenía de los dineros en remendarte un poco. Pero la red de contactos de papá quería darte otra oportunidad.

La enseñanza era campo fértil para todos los acomodos imaginables e inimaginables de los amigos, mujeres y familiares de los milicos. Después de la destitución masiva del 73, los cargos llovían. La mayoría de los docentes destituidos estaban exiliados, muertos o presos, sin contar los que zozobraban en Uruguay, calladitos la boca limpiando vidrios, recolectando basura o en el mejor de los casos manejando un taxi. Entonces aceptaste el cargo. No solamente necesitabas ganar tu dinero para no probar la comida que pagaba tu padre, y esto era lo de menos (todos lo sabemos), sino para no ceder a la tentación de volarle la cabeza.

Empezaste a aborrecer hasta lo insoportable la palabra dignidad. Salías a la calle con el cinismo del degenerado y el resentimiento del humillado. Sonreías alcahuete como si te hubieras tallado una sonrisa. Fue bueno para vos haber entrado en la enseñanza. Hubiera sido imposible resistirte. ¿Dónde hubieras terminado? Carecías de competencias, salvo el placer que te proporcionaba la lectura (placer y refugio, la esperanza de un mundo distinto que nada tenía que ver con las transformaciones políticas preconizadas por los marxistas y todos los “istas” del mundo) y una buena pluma.

La Instrucción Pública te ayudó a sistematizar las lecturas. El orden que te proponías y el que aplicabas a las cosas estaba signado por el caos. Según contaste alguna vez (con la solvencia del oficio y la intención de encauzarte) te establecías ciclos de lectura. Durante un año el sistema funcionó. Los primeros cuatro meses releíste todo Onetti, incluyendo el material crítico, propio y de otros. El segundo tercio del año se lo dedicaste a la teoría de la literatura, género humorístico si los hay. El último tramo consistió en filosofía existencialista. Allí aplicabas un método más cercano a las afinidades que a la cronología: Cabalah, Nietzsche, Cátaros, Kierkegaad, Tao, Heidegger.

El segundo año no fue tan parejo. Volvió a instalarse el orden basado en el caos, o mejor dicho, en el capricho (vos dirás Alma, Inconsciente o, tal vez, Deseo). No lograbas continuidad. Comprendiste la inutilidad del sistema cuando en lugar de estar leyendo Bioy Casares, según el ciclo de escritores argentinos del 40 al 70 que te habías marcado, te encontraste releyendo por cuarta vez la reciente novela de Donoso “El obsceno pájaro de la noche”. De todas maneras no te diste por vencido. Para “aliviar” el método articulaste dentro del último mes del cuatrimestre un espacio que llamaste recreativo; consistía, básicamente, en novelas policiales (tus autores de cabecera eran Poe, Chandler, James Hadley Chase, un reciente Don DeLillo, John Simenon) y por supuesto folletines al estilo Somerset Maugham.

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