Agustín Roig - La improbable fuga de la señora Paraíso
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Pero el motivo por el que lo dejé no fue su adicción. Disfuncionalmente, ferozmente, irregularmente, como quieras llamarlo, funcionábamos. Yo “torciendo alambres en la plaza”, como decías vos, y él transando merca, porro, ácidos, en fin, ya sabés. Hasta llegó a mover caballo entre egregios miembros de la clase política. ¿Sabés quiénes? Mejor no hablar de ciertas cosas.
Yo en esa época estaba estudiando literatura en el IPA y militaba en el CEIPA. A Israel lo dejé una noche en la que le dije a sangre fría que tenía fantasías sexuales con el negro Soto. ¡Qué comedia! Yo era una gurisa. La simple idea de acostarme con otro hombre era en sí misma un gesto adúltero y por lo tanto, fiel a la honestidad infantil que me caracteriza (aquí la prueba), debía apartarme de Israel para no lastimarlo, para no ser ni sentirme una puta. “No seas boluda”, me dijo, “la lujuria está a la vuelta de la esquina, podrías haber esperado a cogerte al negro para contármelo”. Ahora no dejaría a un hombre por esa boludez. Tal vez por otras sí, pero por esa nunca más.
Hubo una época en la que se le había dado por insistir en que la diferencia de edad iba a separarnos, no porque él se volviera viejo sino porque yo en algún momento iba a tener ganas de “conocer mundo”. Tenía razón.
El negro Soto era compañero de militancia. No es que me gustara. Ni siquiera tenía buen cuerpo. Simplemente me calentaba. (¡Cómo son las cosas! Hace poco lo encontré en un congreso sobre la negritud y me dio asco, sinceramente. Lo vi tan burgués, tan satisfecho consigo mismo y con el país, secretario de un legislador del Frente, criando hijos que tiene con una blanca, lo vi tan poco negro que me llamó la atención cómo pude haber dejado a Israel, que lo amaba, por ese imbécil, ese títere, pero así fue la historia, Leopoldo, mi pequeña historia de amor.)
Israel ya no me miraba como lo hacía el negro Soto, que hablaba sobre equidad, reforma agraria, descentralización, lucha. ¡Era tan justo! ¡Y tan negro! No me olvido más de la cara del tipo una vez que fui a la asamblea con una musculosa blanca. Recién había llegado yo de la Pedrera y no había tenido tiempo de ir a cambiarme. Te juro que pensé que le venía algo. Tartamudeaba y me miraba ablandado, como si yo le hubiese hecho una crueldad y él la tuviese que soportar con resignación. Movía las manos sobre los papeles y estiraba las piernas debajo de la mesa. Cuando terminó la asamblea me abordó, pero yo, aunque simpática, lo rechacé.
Empezó a ser el que es ahora una vez que estábamos discutiendo si levantar o continuar con una de las tantas ocupaciones del IPA, a fines de los ochenta ¡Qué desilusión! Nada más y nada menos que él, con el peso que tenía dentro del sindicato, facción a la que yo pertenecía, mocionó levantar la medida y organizar una seguidilla de movilizaciones.
¡Ay los tibios, Leopoldo!, esos que hacen que legiones de personas vivan creyendo que la vida es una mierda. No era la ocupación una medida muy desestabilizadora que digamos, pero era más digna. Y todavía lo creo así, pero no es el punto.
Discutimos públicamente. Él me subestimó y llenó el ojo de la asamblea con un discurso en el que esbozaba un turbio pragmatismo político al que todos, sindicatos y partidos de izquierda, deberíamos aspirar para no morir como dinosaurios. Había mostrado la hilacha. Estaba preparándose para escalar en la orgánica del Frente Amplio a partir de su condición de cuadro exótico y moderado. Por eso asistió a una reunión extraoficial con el Consejo y entregó la ocupación.
Antes del desencanto político tuvimos nuestro primer y único encuentro. Yo había dejado a Israel hacía unos meses. El negro había organizado una fiesta en su casa, un apartamento del Barrio Sur, Durazno esquina Ibicuí, exclusivamente para levantarme. Yo seguía rechazándolo, pero moría de ganas. Durante la ocupación, en un pasillo a media luz del segundo piso, me había apretado y yo medio que sí medio que no lo hice entender que tenía compañero y que debía calmarse. Él dijo que yo lo franeleaba.
El día de la fiesta yo había tomado mucho. Necesitaba relajarme. No había ido a franelear. Me señaló la puerta de entrada como invitándome a dar una vuelta. En la fiesta quedaban algunas personas todavía. Sonaba “When the music´s over” de los Doors. Salimos. El ascensor no sé por qué motivo no funcionaba. El apartamento estaba en un tercer piso. Al llegar al segundo por las escaleras, me agarró del brazo, me apretó contra él y me besó. Yo gemí al sentir la erección contra mi vientre. Confirmaba el rumor racista. Acarició mis pechos. Acaricié su bulto por encima del jean. Estaba húmedo y caliente. Me saqué la remera. En esa época no usaba sutién. Me pidió que me sentara en el antepenúltimo escalón, antes del descanso, y arrodillado entre mis piernas jugó con sus labios y lengua en mis pechos. Acaricié la cabeza negra y motuda. Fui hasta la bragueta, la abrí, saqué el miembro de caoba y lo masturbé. Cuando estaba por explotar, quiso penetrarme, pero no lo autoricé. Me miró como un niño despojado. Desprendí los botones de su camisa y le lamí las tetillas, con la punta de la lengua. Aceleré el ritmo de mi mano y aquello se convirtió en una fuente.
“Me tengo que ir”, le dije, y limpiándome la cara con la mano bajé los dos pisos restantes.
La próxima vez que nos vimos fue cuando entregó la ocupación. Ver al sorete del negro Soto vencido en el piso, descamisado y desvergado, fue como una especie de venganza avant la lettre . Al tiempo me llamó y me invitó a salir. No tuvo suerte.
Hace poco, un año o dos, me volvió a cargar. Me lo encontré en una reunión de los ex compañeros de militancia. Fue en la casa del Partido Socialista. Me dio asco que estando recién casado y con un hijo de tres meses hiciera esa estupidez. Lo puse blanco de la puteada. No lo volví a ver hasta el congreso de la negritud. Poco antes le había mandado una solicitud de amistad por Facebook, pero me la rechazó.
V
¿Cuándo caíste en la trampa? ¿Por qué la elegiste? ¿Desolación? ¿Narcisismo? ¿Aburrimiento? ¿Resistencia a aceptar la pobreza de la realidad? El misterio del individuo no se resuelve con una fórmula trágica, determinista. Tampoco mediante el idealismo de la libertad. Ninguna decisión es absolutamente libre. Nadie llega a ser lo que es por entero mérito de sí mismo. Y esto es así, porque el deseo no es un impulso racional. Hay en nuestro inconciente una necesidad de que nos pasen las cosas que nos pasan. ¿Qué necesitaremos cuando ya estemos acostumbrados a los breves goces? ¿Qué seremos, Leopoldo, mi poeta, mi jugador, cuando nos toque bailar entre la imaginación y el desencanto?
Recuerdo escucharte reír de la caterva freudiana y del ala izquierdosa del existencialismo. “Crecer es como una lobotomía progresiva”, decías. ¿Cuál era la diferencia entre vos y tus compañeros de colegio, tus parientes, los amigos? ¿Un cuidado excesivo de mamá o la falta de reconocimiento que día a día te aplicaba tu padre fiel a la máxima borgeana (que desconocía en absoluto) “severo en la crítica y parco en el elogio”?
Me dirás que deje a papi y a mami fuera de esto y agregarás (para despedirte y encerrarte en el búnker) que no interprete con el manual pelotudo que me enseñaron en Psicología del Aprendizaje. No, Leopoldo, no soy esa pelotuda aplicada, abanderada de la uruguaya y medalla de honor del instituto; en este momento soy tu adalid y vos me vas a seguir leyendo hasta que me sosiegue y termine. Lo leas o no. Si fui abanderada de la uruguaya y si fui medalla de honor y si acabo de recibir mi posgrado en Literatura Iberoamericana, sumado a la especialización en Didáctica de la Lengua y de la Literatura, no fue por ser ninguna pelotuda, no fue por quedarme pintando las uñas, como sí te hubiera gustado que lo hiciera, no porque te sintieras avasallado ni porque representara para vos una competencia (vamos por carriles diferentes), sino porque te sería más cómodo: Podrías aislarte en paz a condición de ser un buen proveedor, pretextando la diferencia “espiritual” entre ambos. Serías absolutamente capaz de llevar una relación así.
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