José Luis Comellas García-Lera - Historia breve del mundo contemporáneo

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La emancipación de los Estados Unidos, la Revolución Francesa y la Revolución Industrial dejan atrás el Antiguo Régimen y, con él, una época de nuestra historia. Es lo que se ha denominado Historia contemporánea. El período posterior, más cercano a la actualidad y por razones metodológicas, suele recibir el nombre de Historia del mundo actual.
Comellas logra narrar de modo comprensible la historia de nuestros dos últimos siglos, que han configurado el mundo en el que vivimos: Napoleón y la Restauración, el romanticismo y los nacionalismos, la unidad italiana y alemana, etc., hasta las grandes guerras mundiales del siglo XX.

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Se reunió la asamblea republicana, la Convención, compuesta por 750 miembros, elegidos democráticamente, aunque, por razones sociológicas o psicológicas hasta ahora nunca estudiadas, solo participó en los comicios el 15 por 100 del censo. «Una minoría comprometida políticamente votó a la asamblea más audaz de la historia de Francia» (F. Furet). En ella, los girondinos, partidarios de la libertad económica, se opusieron por un tiempo a los jacobinos, que preferían un estricto control estatal.

Fue una época de signos: el Árbol de la Libertad, el Altar de la Patria, la Fuente de la Regeneración, el Nivel de la Igualdad, las alfombras de flores y la suelta de pájaros: aunque aquel clima idílico se veía cada vez más perturbado por las numerosas y muchas veces sumarias ejecuciones, que trataban de presentarse también como una fiesta. Hasta se inventó un nuevo calendario, ideado por Fabre D’Eglantine: el año fue dividido en doce meses de treinta días cada uno, que llevaban los nombres de las manifestaciones de la naturaleza (Germinal, Floreal, Pradial, etc.). El mes se dividía en décadas, cuyo último día era de descanso. También eran de fiesta los cinco últimos días del año, que no pertenecían a ningún mes, y completaban el total de 365.

Pero la Revolución era un hecho demasiado importante como para limitarse a la vida interna de Francia. Pronto se volvió a la guerra. Esta vez fueron las potencias europeas, alarmadas por la ejecución de Luis XVI y la propaganda internacionalista de los girondinos, quienes la declararon. En febrero de 1793, Gran Bretaña, Holanda, Prusia, Austria, España, entraron en territorio francés. Se repetía la alternativa de dos años antes: o la invasión, o un poder omnímodo para salvar la Revolución. Se declaró la lévée en masse, que llegó a movilizar un millón de hombres, el terror llegó a sus últimos extremos, e hizo víctimas suyas tanto a antirrevolucionarios como revolucionarios, los jacobinos liquidaron a los girondinos, y la represión del levantamiento campesino de carácter tradicional en La Vendée dio lugar a actos de verdadero genocidio. Sin embargo, la mayor parte de los franceses, o por lo menos los más decididos, respondieron a la crisis y lograron el mantenimiento del régimen revolucionario. Himnos patrióticos trataron de enardecer a los soldados, mientras mujeres, ancianos y niños trabajaban en la retaguardia por la victoria total. Esta vez la movilización resultó: el pueblo, por obra de la peur —una mezcla de terror y de entusiasmo, también muy difícil de describir—, se puso en pie de guerra, y después de iniciales derrotas, aquella masa de un millón de hombres, increíblemente bien organizados por Carnot, consiguió rechazar la invasión. Y ésta justificaba toda clase de durezas y de represalias en la retaguardia.

Los jacobinos se apoyaron inicialmente en el pueblo, inspirando a las secciones y a los sansculottes que dominaban la calle; una vez que tuvieron el control del poder, abandonaron esta política y se erigieron en únicos dominadores. Se promulgó la Ley de Sospechosos, que permitía juzgar y condenar a muerte por razón de simple sospecha, y el Comité de Salud Pública, en aras de la necesidad de salvar la Revolución, llevaba a la guillotina tanto a los tibios como a los desviacionistas, como Danton. Se llegó así a una verdadera dictadura de Robespierre, secundado por radicales como Saint-Just y Hébert, todos partidarios de un «terror virtuoso», que en aras de un purismo revolucionario total, trató de modificar la vestimenta, los usos y costumbres, los nombres, y hasta el uso del matrimonio. Es difícil explicarse cómo en nombre de una revolución destinada a alcanzar la libertad, la igualdad y la fraternidad (y parece probable que la mayoría de sus protagonistas creyeran sinceramente en ellas) se cometieran tan crueles abusos y arbitrariedades. Es uno de los mil inexplicados (quizá por mitificados en exceso) misterios de la revolución francesa.

Por agosto (Termidor) de 1794, el Terror alcanzó su máximo. De acuerdo con cifras oficiales, en ese mes y en París fueron condenadas a muerte y ejecutadas 1.200 personas. En Lyon y en Nantes hubo famosas matanzas, y en Nevers Fouché sustituyó los fusilamientos por ejecuciones a cañonazos. El número total de víctimas es muy difícil de calcular, porque no existen datos sobre todas las ejecuciones, y las cifras han solido ser tergiversadas, tanto por los partidarios como por los enemigos de la Revolución. Contando las represiones en masa a la población civil no combatiente de La Vendée, es indudable que los muertos por razón de sus opiniones pueden ser algunos cientos de miles.

Pero en aquel mes de Termidor un grupo de revolucionarios, que comenzaron a sentir lo que se llamó nausée de l’échafaud (asco del patíbulo), organizó un golpe de estado. Los dirigieron Carnot, Barras, Fréron, Tallien, Fouché, hombres que no podían considerarse menos exaltados que Robespierre o St. Just, pero que ya no soportaban su política. La Convención fue sustituida por un Directorio, y Robespierre, St. Just y noventa más fueron a su vez enviados a la guillotina. Aparentemente, el Terror había cambiado de dueño. En realidad, una nueva mentalidad se estaba apoderando de los ánimos, y el proceso revolucionario, que había llegado a extremos imprevistos, ya no haría más que retroceder, o regresar parcialmente a lo de antes.

El Directorio

Dice L. Ford que «había en el Directorio muchos regicidas, pero ningún idealista». Con Robespierre y St. Just se había acabado la época de los «iluminados», y con ella la del fundamentalismo revolucionario. Se imponía el sentido común. No se trataba de volver atrás, sino de conservar los frutos de la revolución. Con todo, esto equivale a decir que la revolución se hacía, en sí, conservadora. El ambiente se tornó más apacible, la vida más placentera, volvieron las diversiones, las fiestas y los trajes de vivos coloridos. Los hijos de los revolucionarios, ahora enriquecidos, vestían ostentosamente de «increíbles» y de «maravillosas». Un cierto aire de frivolidad privaba en los ánimos: era el disfrute después de tantas zozobras y de tantas durezas. También, en muchos casos, asomó la cabeza la corrupción. Se copiaban formas y costumbres del Antiguo Régimen, aunque los principales beneficiarios eran gentes que había contribuído a acabar con él.

El Directorio hubo de sofocar levantamientos tanto de los realistas como de los revolucionarios radicales. Para ello recurrió con frecuencia al ejército, necesario también para las guerras exteriores, que tuvieron un respiro en 1795 con la paz de Basilea, pero regresaron bien pronto. La campaña del general Bonaparte en Italia (1797) fue espectacular. Viendo ya en él un peligro de caudillo militar, el Directorio le encargó de una absurda operación lejana, la conquista de Egipto, en que el general consagraría, sin embargo, su fama, hasta hacerla legendaria. Curiosamente, la Revolución —o lo que quedaba de ella— iba cayendo en manos de aquellos nuevos militares.

3. LA ÉPOCA NAPOLEÓNICA (1799-1815)

Que la Francia revolucionaria acabaría bajo el poder militar era, por tanto, un hecho previsible, y así lo previó, por ejemplo, Sieyès, un hombre que había tenido un papel importante en los primeros momentos, que había corrido serio peligro en la época del Terror, y volvía, con el reflujo de los tiempos, a encontrarse de nuevo en la cresta de la ola. El militar capaz de acaudillar la nueva época histórica parecía ser Dumoriez, héroe de la guerra del Rhin. Pero su muerte prematura dejó paso a otro oficial aún más joven y más brillante, Napoleón Bonaparte. Ahora bien, la extraordinaria personalidad de Bonaparte, una vez que las circunstancias le hubieron hecho dueño de una Francia en efervescencia, sin los pesados resortes amortiguadores propios del Antiguo Régimen, y con nuevas posibilidades de movilización, daría lugar no sólo a una nueva época en el país, sino a un nuevo planteamiento de la dinámica europea, y como consecuencia, de la del mundo occidental. A una situación extraordinaria —la Revolución— sucede otra situación extraordinaria —el intento de imperio napoleónico— y como consecuencia de ella, durante quince años más, Europa se desangrará y se empobrecerá. Gran Bretaña dominará por siglo y medio los mares, y toda América se hará independiente, confiriendo un nuevo planteamiento geopolítico al mundo civilizado. Por su parte, la Revolución, cuyo destino parecía ser en 1799 triunfar o fracasar, ni triunfa ni fracasa, sino que se transforma. La derrota de Napoleón en 1814-15 supone al fin y al cabo la derrota de las formas de poder derivadas de la Revolución; pero no una derrota de sus principios ni de sus posibilidades históricas, porque las ideas revolucionarias, difundidas aún más en todas partes por la presencia napoleónica, seguían vivas y ya nadie podría permitirse ignorarlas.

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