José Luis Comellas García-Lera - Historia breve del mundo contemporáneo

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La emancipación de los Estados Unidos, la Revolución Francesa y la Revolución Industrial dejan atrás el Antiguo Régimen y, con él, una época de nuestra historia. Es lo que se ha denominado Historia contemporánea. El período posterior, más cercano a la actualidad y por razones metodológicas, suele recibir el nombre de Historia del mundo actual.
Comellas logra narrar de modo comprensible la historia de nuestros dos últimos siglos, que han configurado el mundo en el que vivimos: Napoleón y la Restauración, el romanticismo y los nacionalismos, la unidad italiana y alemana, etc., hasta las grandes guerras mundiales del siglo XX.

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Por otra parte, la revolución francesa, contrariamente a la americana, transformó las estructuras sociales y económicas, dio lugar a nuevos planteamientos generales de la organización y las formas de convivencia. Francia era, por otra parte, con sus 27 millones de habitantes, un país rico, poderoso, culto e influyente, tal vez el más influyente en el mundo occidental a fines del siglo XVIII, y todo lo que ocurriera en él tenía por fuerza que trascender.

Con todo, hay muchas corrientes historiográficas que, sin restar un ápice de importancia a los hechos, tienden a matizar un tanto el «mito revolucionario». Ni el Antiguo Régimen era, concretamente en Francia, tan ominoso y opresor como se ha dicho, ni existía ya por entonces un sistema feudal, ni la justicia se aplicaba arbitrariamente; ni tampoco la Revolución vino a traer por de pronto un sistema de libertades generalizadas, ni cambió las estructuras socioeconómicas de la noche a la mañana. El proceso de cambios había comenzado antes y se consagraría más tarde; lo que significa la Revolución es un «impulso acelerado» en ese proceso.

Ello no le resta en absoluto dramatismo. La Revolución francesa, por su desarrollo y su ejemplo al mundo —que la contempló entre horrorizado y esperanzado— fue uno de los hechos más tremendos y fascinantes de los tiempos modernos. Este dramatismo viene determinado en gran parte por un proceso de desarrollo en cadena, o «efecto de bola de nieve», que lleva a consecuencias espectaculares e inesperadas. Ocurre que la Revolución, al romper con un orden sagrado, rodeado hasta entonces de enorme respeto, hizo «perder el respeto» a lo existente, esto es, permitió nuevas revoluciones dentro de la revolución, o, como otros quieren, provocó un «deslizamiento» que sobrepasó las intenciones iniciales y desbordó inmensas energías potenciales con las que en un principio no se contaba, pero que quedaron desde aquel momento desatadas de hecho; y tras este encadenamiento dramático de sucedidos, las cosas, ni en Francia ni en el resto del mundo civilizado podrían volver a ser las de antes.

Se han aducido muchas causas para explicar lo sucedido en Francia de 1787 en adelante: ideológicas, políticas, institucionales, sociales y económicas. Aunque unas pudieron ser más importantes que otras, probablemente sería un error no tenerlas a todas en consideración. Las estructuras del Antiguo Régimen comenzaban a resquebrajarse, el Estado, aunque nutrido por una frondosa burocracia era —precisamente por eso mismo— una maquinaria cada vez más lenta e ineficaz; muchas funciones que en teoría debían estar desempeñadas por la nobleza de sangre estaban de hecho en manos de funcionarios o dignatarios de las clases medias, que dudaban entre ennoblecerse o acabar con la nobleza (una vez desarrollado el proceso revolucionario optaron por lo segundo); la economía se encontraba en un bache, por culpa de un infortunado tratado comercial con los ingleses, que llevó a muchos trabajadores industriales y artesanos al paro, y por efecto de una serie de malas cosechas que comportaron una fuerte inflación (Labrousse hace ver que el precio del pan en París alcanzó el máximo del siglo justo en julio de 1789). En suma, el momento no era bueno, sin que hubiera motivos para considerarlo desastroso. Y quizá más decisivo fue el hundimiento de la Hacienda estatal, incapaz de hacer frente a sus obligaciones: este problema sería —casualmente o no— el disparador de los hechos. Y cabe suponer que todo hubiera quedado en una serie de conmociones, tal vez graves, pero episódicas, sin capacidad para transformar las estructuras existentes, sino se tiene en cuenta la previa elaboración de un acervo doctrinal (por Montesquieu, Diderot, D’Alembert, Rousseau, Sieyès, Mably, Condorcet, y tantos otros) que ya en plena vigencia del Antiguo Régimen elaboraron y difundieron por doquier las líneas maestras de lo que iba a ser el Nuevo. Hasta el punto —lo hemos adelantado ya— de que se puede asegurar que los revolucionarios, cuando pusieron manos a la obra, ya no tuvieron que inventar absolutamente nada.

La prerrevolución

El conjunto de hechos ocurridos en 1787-89, que antes se denominaba «revuelta de los privilegiados», recibe ahora el nombre de «prerrevolución», porque la realidad es más compleja de lo que la primera denominación daba a entender.

El desencadenamiento procede del proyecto, formulado ya desde 1786, de cobrar una subvención territorial, que obligase a pagar impuestos por la propiedad, incluso —y en mayor grado— a las clases privilegiadas. La clave de todo lo que vino después estriba en que los que no pagaban impuestos se opusieron al rey, y los que los pagaban se unieron a la protesta, no para defender a los privilegiados, sino para atacar la soberanía real. Fue una alianza táctica de intereses muy contrapuestos, pero que dio resultado.

El ministro Necker intentó, como último recurso, no subir los impuestos y recurrir al crédito, pero su política no consiguió otra cosa que entrampar todavía más al Estado. Luis XVI nombró un nuevo ministro, Calonne, que reunió en 1787 una Asamblea de Notables, representantes de las clases privilegiadas, para negociar con ellos la creación de la subvención territorial. Después de muchos tiras y aflojas, Calonne dimitió, y Luis XVI lo sustituyó por uno de los Notables que se había mostrado más flexible, Lomenie de Brienne. Brienne trató de llevar la negociación a los parlamentos territoriales, asambleas judiciales, pero dotadas también de otras funciones, con las que siempre había que contar. Era trasladar la disputa del ámbito de la nobleza al de las clases medias influyentes —juristas, altos intelectuales, propietarios no nobles, comerciantes—. Un poder hábil hubiera utilizado la táctica de oponer privilegiados a no privilegiados; pero ocurrió todo lo contrario cuando ambas partes se asociaron para solicitar la reunión de unos Estados Generales, una asamblea elegida por los franceses, capaz de alterar las leyes. Los Estados Generales no se reunían en Francia desde 1614. La idea, aunque constitucionalmente legal y prevista por el ordenamiento del Antiguo Régimen, tenía en aquellos momentos, según todos intuyeron, mucho de revolucionaria.

Entretanto, menudeaban los desórdenes, provocados por el paro y la inflación. En Francia tendía a reinar, por contagio, por propaganda o por coyuntura, un clima de especial efervescencia. La revuelta de los privilegiados fue ocasión para todo lo demás; pero en otras circunstancias, tanto ideológicas como económicas, es posible que hubiera sido dominada tanto por el poder real como por los que deseaban que los privilegiados pagasen impuestos, que eran todos los no privilegiados.

Los Estados Generales

Luis XVI no era el personaje del Antiguo Régimen más indicado para defender sus supuestos. No solo tenía un carácter débil y concesivo, sino que era él mismo un ilustrado y participaba de muchas de las ideas de quienes querían disminuir su poder. Una y otra vez dudó entre resistir y transigir. En julio de 1788 convocó los Estados Generales para mayo de 1789. Si esperaba que el Estado Llano obligara a los estamentos privilegiados a ceder, en beneficio del poder real, se equivocaba.

Las elecciones para reunir los Estados Generales se realizaron en medio de una gran efervescencia. Los ánimos estaban ya extrañamente agitados por esa crispación que se echa de ver desde entonces en todo el decurso de la Revolución francesa. Hubo desórdenes, proclamas, reclamaciones y abundante propaganda. Los cahiers de doléances, o cuadernos de reclamaciones que se redactaron para los diputados electos, pretendían cosas muy diversas. Es de saber que los más exigentes fueron los redactados por la nobleza.

Puede decirse que las elecciones fueron muy democráticas para aquellos tiempos. Podían votar los cabezas de familia que pagasen impuestos, y entonces pagaba impuestos la mayor parte de las familias. Sin embargo, y siguiendo una pauta que extrañamente iba a generalizarse durante todo el transcurso de la Revolución, en una elecciones tan rodeadas de expectación hubo un alto grado de abstencionismo, como que los participantes no llegaron al 25 por 100 del censo. Necker, de nuevo primer ministro, concedió que el Estado Llano tuviese el doble número de representantes que los otros estamentos. De hecho, compusieron la asamblea 1196 diputados, de ellos 290 de la nobleza, 308 del clero, y 598 del Estado Llano. Pero no se fijó si esta superioridad de los «llanos» iba a traducirse en una mayor capacidad de decisión, ya que tradicionalmente cada estamento votaba por separado.

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