Las sesiones fueron abiertas por un discurso del rey, que fue aplaudido por todos en general. Solo cuando se planteó la cuestión del valor del voto vinieron los problemas. Los «llanos» pidieron un voto conjunto, y parte de los privilegiados se adhirieron a esta moción. N. Hampson da esta fórmula: el Estado Llano más 1/6 de la nobleza, más 1/2 del clero se pusieron contra el resto de la nobleza y el clero. Fue un comportamiento difícil de explicar si no se hubiese obrado más que por intereses; debieron jugar también las ideas dominantes, y tal vez, en algún caso aislado, las ambiciones personales.
El hecho es que la protesta se agudizó, y un día apareció cerrado el salón de sesiones. Una gran parte de los diputados se reunieron en el cercano local del Juego de Pelota, y se constituyeron en Asamblea Nacional. Eran todavía algunos privilegiados progresistas, como Mirabeau y Sieyès, los que llevaban la voz cantante. Cuando unos soldados pretendieron desalojar el local, Mirabeau respondió que solo saldrían de allí por la fuerza de las bayonetas. Era justamente lo que los soldados podían hacer, pero no hicieron. La Revolución triunfó porque el Antiguo Régimen no ofreció resistencia. Luis XVI, tras varios días de indecisión, acabó transigiendo. La Asamblea Nacional se proclamó entonces Asamblea Constituyente. Ya no iba a tratar la cuestión de los impuestos, sino la implantación de un «Nuevo Régimen» en Francia. Era el 9 de julio de 1789.
La revolución en París
La asamblea celebraba sus sesiones en Versalles. Entretanto, los ánimos comenzaban a agitarse en París, entonces una ciudad ya muy grande para aquellos tiempos (unos 700.000 habitantes). Agentes revolucionarios y una gran cantidad de papeles que circulaban por todas partes propagaban las ideas de libertad e incitaban a la sublevación. Corrieron rumores sobre movimientos de tropas reales que se disponían a atacar a los pacíficos habitantes de la capital. Según algunos, habían comenzado ya las matanzas. Pocas veces los rumores habrán provocado consecuencias de tanto valor histórico. La agitación prendía al mismo tiempo en gentes de la clase media que en artesanos o pequeños comerciantes. Los barrios más pobres de París fueron los menos revolucionarios; pero no es cierto que la revolución fuese obra de «burgueses», si entendemos por burguesía la gente que vive a expensas del trabajo de sus asalariados. La burguesía industrial o comercial apenas intervino. Sí formaban el piso superior de aquellas jornadas personas de la clase media, por lo general, abogados, funcionarios y algunos intelectuales, especialmente de segunda fila. El piso inferior estaba constituido por artesanos o pequeños operarios independientes.
Para hacer frente a las supuestas amenazas, los levantados buscaron armas. Atacaron primero el Arsenal, y más tarde la fortaleza de la Bastilla, que sí ofreció resistencia. La mañana del 14 de julio de 1789 fue sangrienta, hasta que los amotinados lograron entrar en el castillo urbano. El número de muertos fue menor que en el «motín de Reveillon», ocurrido semanas antes con motivo de la carestía y el hambre; pero esta vez el pueblo había expugnado por la fuerza un castillo del rey, y este hecho tenía un valor simbólico inmenso. La Revolución, con todas sus consecuencias, era ya un hecho. En el asalto a la Bastilla participaron de 7000 a 8000 hombres armados, mientras la mayoría de la población se retraía o atemorizaba. Según el diplomático norteamericano Morris, al conocerse la noticia, «todos los ciudadanos corrían despavoridos a refugiarse en sus casas». No sabemos cuántos de ellos podían simpatizar con la Revolución o con sus objetivos, o cuantos la vieron con temor o aborrecimiento.
En París se formó un ayuntamiento «popular» presidido por el sabio Bailly y formado sobre todo por juristas, comerciantes y algún banquero; y para mantener la vigencia del nuevo orden se constituyó la Garde Nationale, dirigida por La Fayette, y constituída fundamentalmente por gentes de clases medias. Fueron elementos de estas clases los que apoyados por personas, más abundantes, del pueblo medio-bajo, habían hecho la Revolución, y se hacían ahora con las riendas del poder. Semanas más tarde, Luis XVI fue obligado a venir a París. Sonriente, saludaba a la multitud que lo aclamaba como «padre»; y se prendió la escarapela tricolor, símbolo del Nuevo Régimen. Fue lo que Brinton llama la «luna de miel», una reconciliación que muchos pudieron pensar definitiva. La Revolución parecía haber terminado.
Las revueltas campesinas
La serie de revoluciones —entonces se las designaba en plural— va encadenada, quizá no porque cada una sea la causa de la otra, pero sí porque, en un clima en que se han roto los diques, cada una da ocasión a la otra. La revuelta campesina, aunque bien conocida en cuanto a los hechos, ofrece ciertos problemas de comprensión por lo que se refiere a sus mecanismos y reacciones psicológicas. Los campesinos se habían armado para defenderse de unas supuestas bandas de malhechores, que al parecer amenazaban el país (otra vez los rumores). «Como los imaginarios bandidos no acababan de materializarse, los defensores... volvieron sus armas contra las mansiones de sus señores» (Godechot). Nunca se ha explicado la razón de este extraño giro; alguien, sin duda, azuzó a los trabajadores del campo a defenderse primero de unos inexistentes salteadores y luego a revolverse contra el viejo orden señorial. Asaltaron y quemaron palacios, o se apoderaron de las tierras. «A menudo fueron dirigidos por personas que aseguraban ser portadoras de órdenes del mismo rey, y es muy posible que los campesinos, al ajustar cuentas con sus «seigneurs», creyeran que estaban realizando los deseos del rey» (Rudé).
La revolución campesina alarmó a la Asamblea Nacional, que hubo de interrumpir la ya comenzada tarea constituyente. Los miembros de las clases medias deseaban la abolición del régimen señorial, pero no la revolución desde abajo, ni los atentados contra la propiedad: muchos de ellos ya eran propietarios, y otros aspiraban a serlo. En una serie de decretos aprobados entre el 4 y el 11 de agosto, se suprimió la división estamental de la sociedad: en adelante, todos serían ciudadanos con los mismos derechos y los mismos deberes. Se abolieron los derechos señoriales y los tributos que los vasallos pagaban a su señor. En cuanto a la propiedad, los campesinos podían acceder al dominio de las tierras mediante pagos a plazo bastante onerosos. Por lo general, aquellas propiedades pasaron más bien a manos de los grupos de las clases medias que habían hecho la revolución. También cambiaron pronto de dueño los bienes de la Iglesia. En general, la tierra en Francia quedó mejor repartida, pero no siempre en beneficio de los campesinos.
La obra de la Constituyente
El Nuevo Régimen se fue conformando por obra de la Asamblea. Aparte de las medidas sociales ya mencionadas, el 27 de agosto se aprobó la Declaración de derechos del Hombre y del Ciudadano. Aunque ya los americanos habían aprobado su Tabla de Derechos, este documento fue más operativo e influyente en la historia del mundo. Tocado de un cierto utopismo teorizante —«todos los hombres nacen libres e iguales»— ha servido de base a cuantas declaraciones de derechos humanos se han hecho después, y contribuyó en muchas épocas de la Edad Contemporánea y en muchos países a resaltar públicamente la dignidad de la naturaleza humana y el carácter inviolable de cada conciencia.
Antes de aprobarse la Constitución se puso en marcha la gran reforma administrativa. Francia fue dividida en 85 departamentos, gobernado cada uno por un prefecto, y dotado de las mismas instituciones y reglamentos. El deseo de igualdad, de supresión de privilegios territoriales, conducía a una homogeneización de la maquinaria administrativa que pudo degenerar en centralismo, o bien en la ignorancia de las peculiaridades de cada región: pero todo ello en nombre de unos criterios que se juzgaban más modernos y por tanto más «progresistas» que los del Antiguo Régimen. La división territorial fue al mismo tiempo un triunfo de la geografía sobre la historia. Los departamentos tomaban como base las comarcas naturales, y recibían nombres, por lo general, de ríos o montañas. Desaparecían las divisiones tradicionales, basadas en siglos de convivencia, en tradiciones culturales o de costumbres. La uniformación significaba por un lado igualdad absoluta entre todas las comunidades; por otra, monotonía y centralismo.
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