Humberto Arcos Vera - Autobiografía de un viejo comunista chileno
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El 21 y 22 de mayo de 1960 hubo una conferencia regional del Partido a la que fui invitado en mi calidad de secretario regional de la Juventud. Se hacía en la casa de una camarada, en una población llamada Las Ánimas, en el sector norte de Valdivia. Del Comité Central, participaba Víctor Galleguillos, que al año siguiente sería elegido diputado comunista por Antofagasta. Discutimos distintos temas del trabajo partidario y una de las tareas centrales, en esos días, era la solidaridad con los obreros del carbón de Lota y Coronel que estaban en huelga. El 21, poco después de las seis de la mañana, hubo un terremoto en las cercanías de Concepción que causó mucho daño. No sabíamos si la huelga iba a seguir o iba a ser suspendida, pero acordamos mantener las tareas de solidaridad, que servirían, de todos modos, para los obreros en huelga o para los damnificados del terremoto. Habíamos terminado nuestra reunión como a las dos de la tarde y mientras una comisión designada para redactar los acuerdos trabajaba en una pieza en el segundo piso, el resto esperábamos el almuerzo que estaban preparando allí mismo, para ir después a nuestra última plenaria. Y en eso estábamos, cuando empezó a temblar.
Nos mirábamos, asustados, sin atinar a reaccionar todavía (uno siempre espera que sea un temblor no más y se resiste a ser el primero en arrancar), cuando los de la comisión redactora llegaron corriendo desde el segundo piso. La casa, de madera, se movía entera; sonaba, más bien, crujía, por todas partes. Recuerdo que Víctor Galleguillos, mirando la chimenea de ladrillos y concreto, agarró de un brazo a la dueña de casa tirándola para un lado y la libró, casi milagrosamente, de ser aplastada por la chimenea. Ahí nadie más se las dio de valiente y salimos rápidamente para afuera.
No era solo un temblor, era terremoto y tan grande que no podíamos sostenernos en pie, teníamos que hincarnos. Y veíamos cómo se movían y crujían las casas frente a nosotros. De madera, la mayoría de ellas resistía, pero las rejas, también de madera, se ondulaban y después saltaban palos para todos lados. Y se movía y se movía, como si nunca fuera a terminar. Apenas se calmó un poco, se suspendió la conferencia y nos dijeron que fuéramos a ver la situación de nuestras casas y familias, y al día siguiente tratáramos de contactarnos, porque parecía que era necesario reorientar las tareas de la solidaridad, ya no hacia los mineros y los damnificados de Concepción, sino hacia los sectores más afectados de nuestra propia ciudad.
Volvimos a Valdivia. Teníamos que atravesar el puente del Calle-Calle, pero lo encontramos caído como un metro o metro y medio. Los vehículos no podían utilizarlo, pero, por suerte, todos andábamos a pie, así que era cosa de bajar, cruzar y subir al otro lado. Se veía una inmensa destrucción en todas partes: grietas enormes en muchas calles, parte del hospital regional en el suelo, un desastre con mayúsculas. Cuando llegué a mi casa, pude ver que sus dos pisos seguían en pie, pero más inclinados que la Torre de Pisa. Con Delfín y algunos amigos de la población le pusimos unas vigas para apuntalarla y evitar que se nos cayera. Seguía temblando de cuando en cuando. Los de mi casa, y todos en la población, sacamos las camas y ropas para dormir afuera. Nadie se sentía seguro al interior de su vivienda.
Esa noche salimos, con los cabros de la Jota de la población, a recorrer la ciudad para tener una idea de los daños. Eran tremendos. Tal vez lo único bueno del terremoto fue que, por un tiempo al menos, se borraron las diferencias de clases. En la plaza estaban juntos ricos y pobres, todos con sus camas, toldos y fuegos para calentar las comidas. También todos juntos viviendo con los miedos que nos causaba esa enorme fuerza incontrolable de la naturaleza. Al día siguiente, los jóvenes comunistas de Valdivia nos pusimos a las órdenes de los militares en la escuela Nº 1, para ayudar en las tareas de repartir comida en los albergues donde estaban los más damnificados.
En el aspecto productivo, el desastre en Valdivia fue terrible y peor en Corral, que sufrió lo central del maremoto. Nuestra empresa, Immar, quedó en pie pero con enormes daños en su interior. Lo mismo pasó con toda la industria valdiviana. No había trabajo, salvo de reparación, y lo más malo era que no se veían proyectos ni perspectivas de futuro. Cundía la desazón y el desaliento.
En un avión llegaron (porque los caminos y vías férreas estaban muy dañados) periodistas del norte a reportear lo ocurrido. Entre ellos venía un comentarista radial de temas políticos muy conocido, Luis Hernández Parker. Recuerdo que participó en una asamblea con jóvenes y nos levantó el ánimo. De nuevo nos abrió a la esperanza. Nos contó que en Santiago había un movimiento solidario muy fuerte con todos los terremoteados. Si no había trabajo acá, podíamos ir allá; seguro que encontraríamos trabajo, y más todavía si teníamos alguna calificación laboral.
La situación en la casa no era buena: mi madre con un montepío mínimo; Delfín con un trabajo, la joyería, que no tenía demanda; Immar con sus labores suspendidas, y el aporte de la sobrina que no era muy grande. Con este panorama me fui a Santiago para conseguir algún trabajo y poder enviarle algo de dinero a mi familia.
Me instalé como allegado con un primo que arrendaba una casita en La Cisterna y pronto conseguí trabajo como soldador en la construcción de unos galpones para la Fuerza Aérea. Cuando terminó esa pega me contrataron en la Maestranza Lo Espejo. Y apenas solucionado el tema de casa y trabajo, me vinculé al Partido.
En el trabajo partidario llegué a ser encargado de organización del comunal La Granja-La Cisterna. Trabajaba con los camaradas Guillermo Labaste y Atilio Gaete. Recuerdo que el secretario en La Granja era Pascual Barraza, quien después llegaría a ser alcalde de la comuna y más tarde ministro de Obras Públicas de Salvador Allende. Aquí, por primera vez, tuve la experiencia del trabajo con los pobladores. Se habían constituido como un frente muy activo a partir de las tomas de terreno, como la de la población La Victoria, y recuerdo que nos tocó colaborar con la toma en la población San Rafael.
En eso estaba, entre el trabajo y el Partido, cuando me enamoré de la que sería mi esposa, Estela Canales.
Capítulo III 1961-1965: de obrero a dirigente (Valdivia, Nacimiento, Laja y Concepción)
Estela Canales no se llamaba Estela. Se llamaba Ester pero yo la he llamado siempre Estela. No tenía nada que ver con la Juventud o el Partido. Esta vecina de la casa del primo donde yo vivía de allegado me deslumbró. Vivía con su madre, separada, y con otras cuatro hermanas. Trabajaba en una peletería cercana. Era muy simpática y tan hermosa que incluso había sido candidata a reina de La Cisterna, la comuna donde vivíamos. Empezaron las conversas, las invitaciones, los besitos y parece que enganchamos los dos, no solo yo, porque cuando le propuse que nos fuéramos a vivir juntos, aceptó. Así que arrendé una casita, ahí mismo en La Cisterna. No le propuse matrimonio, vivimos juntos no más, “arrejuntados” como se decía. Pero que yo viviera “arrejuntado” no significaba que iba a dejar mis actividades políticas y sindicales.
Recuerdo que participé en varias actividades apoyando la Revolución cubana, seguramente relacionadas con la invasión de Bahía Cochinos, dirigida, organizada y financiada por EE.UU., como después fue de público conocimiento. En los inicios trataron de presentarlo como una rebelión de los propios cubanos, incluso como una supuesta rebelión de su Fuerza Aérea, sin embargo, los aviones pintados con los colores cubanos partieron de una base yanqui en Centroamérica a bombardear el aeropuerto de La Habana.
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