Humberto Arcos Vera - Autobiografía de un viejo comunista chileno

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Santiago asumió la reorganización del PC, luego del asesinato de las dos direcciones clandestinas. Las comunicaciones con la dirección en la URSS, no fueron fáciles, hasta que decide enviar al mejor de sus hombres.

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Estábamos en una de esas manifestaciones en apoyo a Cuba, en la Plaza Italia, con un grupo de puros jóvenes comunistas, cuando un tipo empezó a gritar lemas provocativos y a tirarles piedras a los pacos. Nos pareció raro porque no era nuestra política. Lo tomamos entre varios y le empezamos a preguntar qué estaba haciendo y por qué lo hacía. Nuestro interrogatorio no era muy suave, más bien amenazante, y al final nos mostró su “tifa” (tarjeta de identificación como funcionario policial) y reconoció que cumplía una tarea encargada por sus propios mandos. Me acuerdo de esto porque ahora, en el 2011, cuando veo a los encapuchados tirando piedras, haciendo barricadas, ensuciando el extraordinario movimiento que han logrado desarrollar los estudiantes, no me cabe la menor duda de que entre ellos está la acción provocadora y premeditada de los aparatos de inteligencia del sistema actual.

Esta convicción no es solo por esas experiencias antiguas, o las peores de la dictadura; me consta que disfrazar a los carabineros de civiles sigue siendo una política actual. No hace mucho, el sobrino de un vecino que es carabinero vino a hacer un curso de inteligencia por unos meses y se alojó en su casa. Aunque el vecino me contó nada, pude ver que el sobrino y sus amigos andaban siempre de civil; jamás los vi de uniforme. Claro, se puede justificar esta práctica para infiltrarse en las bandas de traficantes de drogas, pero no me cabe duda de que también la utilizan con otros objetivos.

Pero volviendo al 61 y a mis actividades, como les contaba, seguía trabajando en la producción, en lo político y en lo sindical. En esto último también tuve éxito. Logré formar el sindicato de la Maestranza Lo Espejo, donde trabajaba como soldador. Aunque me lo propusieron, no podía ser dirigente porque en ese tiempo se necesitaba tener 21 años, la mayoría de edad, y yo no los tenía. Y pasó lo que suponía que podía pasar: me despidieron del trabajo (por los aprendizajes que me dio la vida, después de cumplir los 21 años, siempre fui dirigente, tuve el fuero sindical y no me pudieron echar de las pegas).

Yo ganaba bien, algo había ahorrado, pero necesitaba encontrar trabajo luego, porque la Estela estaba esperando guagua. Y lo conseguí, me tocó trabajar en la ampliación del Hospital Barros Luco. Allí estaba cuando, el 7 de diciembre, nació mi primera hija. La inscribimos como Tránsito Jacqueline Arcos Canales, pero para la familia siempre fue, y sigue siendo, la “Tato”. No cuesta mucho adivinar que lo de Tránsito es por mi madre y lo de Jacqueline es por…, sí, por la Jacqueline Kennedy. No fue idea mía, pero en esas materias me considero un comunista flexible, y acepté la proposición de Estela. Reconozco que fui un papá chocho.

Pero venía echando mucho de menos Valdivia, así que después de que nació mi niña fui preparando las condiciones y el año 62 volvimos a mi ciudad. Eso sí, después del mundial de fútbol. Yo no era muy fanático del fútbol, pero aprovechando la estadía en Santiago fui a ver un par de partidos en los cuadrangulares o hexagonales que organizaban por esos años en el verano. Eran tan distintos de los actuales. Jugaban equipos nacionales, el Colo-Colo, la U, la Universidad Católica e invitaban a algunos extranjeros, el Santos de Pelé, y también selecciones como las de Checoslovaquia o Alemania Oriental (que aprovechaban de entrenarse contra los jugadores latinoamericanos en el invierno de ellos). No había barras bravas. Se llenaba el Estadio Nacional con hinchas de los tres equipos nacionales y a nadie se le ocurría agredir al otro. A lo más algunas tallas y las risas que estas causaban. Y en uno de esos partidos tuve la suerte de ver al Rey Pelé, que me deslumbró.

Por eso postergué un poco mi regreso a Valdivia hasta después del campeonato mundial. No porque pensara ir al Estadio a ver los partidos (era demasiada plata para el presupuesto familiar), sino porque se iban a trasmitir por televisión, que recién había llegado a Chile, y solo se podrían ver en Santiago. El Mundial del 62 tal vez no alcanzó a ser “una fiesta universal” como decía la canción, pero sí lo fue para todos los chilenos. Y éramos muchos los que nos juntábamos en las casas de los afortunados que tenían tele a disfrutar de los partidos. Dudo que haya algún chileno de aquellos años que no recuerde el combo que le pegó Leonel a un italiano o el gol de Eladio Rojas a Yashin, el arquero del seleccionado soviético, considerado el mejor del mundo. Y recuerdo que ese partido, Chile contra la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), me encontró en el mejor de los mundos. Francamente tenía mi corazón dividido. Pero si ganaba Chile, mi patria, estaría feliz. Y si ganaba la URSS, la primera república con la clase obrera en el poder (eso creíamos), también sería motivo para celebrar. Ganara quien ganara, yo no tenía por dónde estar triste.

En Valdivia estuve como un año, un poco más o un poco menos. Nos instalamos en la casa de mi madre. Otra vez me dieron trabajo como soldador en Immar y, en la Jota, volví a ser nombrado secretario regional. Ahí “encargamos” a nuestra segunda hija, Liliana Jeannette Arcos Canales, la Nany, que llegó el 27 de mayo del 63. Un poco antes, el 18 de marzo, Estela y yo nos habíamos casado por el civil. Sin embargo, los sueldos en Valdivia, tal vez debido a la debilidad de la industria local después del terremoto, estaban muy bajos. Y con mis experiencias en Concepción y Santiago sabía que podía ganar más. Por eso dejé a mi familia en Valdivia, me fui a Nacimiento, donde estaban construyendo la planta de “la papelera” (Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones), y después de dar unos exámenes prácticos me contrataron como soldador.

En Valdivia, la Tato me echaba tanto de menos que le dio eso que llamaban “pensión”, se enronchó entera. Como ya estaba ganando buen dinero, pude arrendar una casa en Nacimiento y llevar a la familia. A la Tato se le pasó de inmediato, en un día. Era mi regalona y lo sigue siendo, porque colaboró conmigo y por lo que tuvo que pasar por mí.

Cuando detuvieron a los máximos dirigentes de la Coordinadora, en el 81, se nombró un comité ejecutivo subrogante encabezado por Miguel Vega, reemplazando a Manuel Bustos en la presidencia, y por mí en lugar de Alamiro Guzmán en la secretaría general. Le pedí a la Tato que me ayudara en las tareas de secretaría, y allí estuvo conmigo, sin importarle los difíciles momentos que vivíamos. Después, en el 85, cuando yo estaba en Alemania (en la RDA) por motivos de salud, y ella ya tenía un hijo, dos agentes de la CNI la secuestraron a la salida de su trabajo. Tato era secretaria en Microsistems, una empresa que se dedicaba a los microfilmes (alguna vez me contó que todas las fichas que estaban en la enorme bodega de los archivos del Servicio de Seguro Social, al ser microfilmadas cupieron en 8 cajas del tamaño de las cajas de zapatos, lo que nos parecía inconcebible en esos tiempos). Iba saliendo por la calle José Miguel de la Barra cuando dos fulanos la agarraron, la metieron, a la fuerza en un taxi y se la llevaron tendida contra el suelo. Antes de sacarla la encapucharon y luego la metieron en una casona grande y, en una de sus piezas, la desnudaron, la amenazaron, la manosearon –me indigna solo recordarlo- y le hicieron de todo para averiguar dónde estaba yo (cosa que ella no sabía). Eso que tuvo que pasar, de lo cual uno se siente en alguna forma responsable (aunque los responsables reales son los de la CNI), fortalece aún más el lazo de afecto que naturalmente se da entre padres e hijos.

Pero volvamos a Nacimiento. Yo trabajaba en la construcción de la papelera y junto con trabajar, aprendía. Había técnicos canadienses que se desempeñaban en la construcción y tenían conocimientos mucho más avanzados que los nuestros, y también herramientas que no conocíamos. Sin embargo, eran muy generosos en compartir ambas cosas con los que mostrábamos interés (lamentablemente no fuimos muchos). Aprendí harto. Si comparo mis conocimientos de soldador con una profesión universitaria, el trabajo en la papelera, en Nacimiento, me significó el equivalente a un master o hasta un doctorado. Tanto fue así, que después de eso quedé a cargo del taller de reparaciones y construcción.

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