Humberto Arcos Vera - Autobiografía de un viejo comunista chileno

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Santiago asumió la reorganización del PC, luego del asesinato de las dos direcciones clandestinas. Las comunicaciones con la dirección en la URSS, no fueron fáciles, hasta que decide enviar al mejor de sus hombres.

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Sin embargo, esa amistad tenía otro límite que descubrí más adelante. Resulta que los viejos dirigentes del sindicato, después de alguna asamblea muy importante o de logros especiales, acostumbraban a celebrar en un prostíbulo. Tomaban, bailaban, algunos se quedaban ahí y los más se retiraban a sus casas. En una de las asambleas se me ocurrió hablar y parece que no lo hice tan mal porque saqué algunos aplausos. A la salida me agarraron y me dijeron, “te ganaste el bautizo, cabro, así que te vienes con nosotros”. Fuimos a comer a un restaurante y terminé con ellos en un prostíbulo, precisamente, el de nuestras amigas. Por supuesto, ya eran más de las nueve de la noche. Y ahí sí que había harta integración social. Estábamos nosotros, sindicalistas, junto a médicos, profesores, comerciantes, empleados bancarios, agricultores y de cuanto hay. Los únicos que no estaban representados eran los mapuches y los campesinos (aunque probablemente algunas de las “niñas” de la casa los representaban). Cuando me acerqué, botándome a “canchero”, a una de nuestras amigas con el ánimo de presentársela a los viejos y mostrar que era más “corrido” de lo que pensaban, ella me fijó las reglas al tiro. “Humberto”, me dijo, “estamos en horario de trabajo, olvídate que nos conocemos, ahora solo eres un cliente más”. Así que un límite de nuestra amistad era que, como amigos, teníamos que irnos antes de las nueve. Y el otro, que si llegábamos después de las nueve ya no llegábamos como amigos, sino solo como clientes.

Ese año también conocí a mi primera compañera, la madre de mi primer hijo. Un sábado en la noche, unos cabros de la Jota me invitaron a una fiesta en El embrujo de la montaña. Era un local que quedaba en el medio de un parque, que casi parecía un bosque. Allí “pinché” con la niña más linda de la fiesta y fui la envidia de todos mis amigos. Isolina Vera se llamaba. Era una mujer estupenda, con mucha personalidad, militante de la jota, 23 años, jefa de un taller de modas, lugar donde vivía junto a otras compañeras de trabajo. Nos pusimos a pololear, tuvimos relaciones y ella quedó embarazada. Nació el hijo, Juan Carlos Arcos Vera. Yo les visitaba, a veces salíamos juntos y aportaba algo para sus gastos. Pero nunca me planteó la posibilidad de casarnos, ni siquiera la de vivir juntos. Parece que le gustaba sentirse autosuficiente y creo que ella me consideraba demasiado joven. Aunque tampoco nunca se lo pregunté.

Mirando hacia atrás, con los ojos de ahora, creo que Isolina fue la primera mujer no machista que conocí. Vivíamos en una sociedad con una cultura muy machista, mucho más que en la actualidad. Los hombres éramos machistas pero también lo eran las mujeres. Ellas eran las que nos formaban desde chicos y determinaban las tareas que eran propias de las mujeres y las que eran para los hombres. Isolina, cuidando su autosuficiencia económica y su independencia, era muy especial. Para mí esta relación sin ataduras, sin poner ninguna traba a mis actividades en la Juventud, que eran el centro de mi vida, me parecía perfecta.

En septiembre fueron las elecciones presidenciales. Iban cinco candidatos. Nosotros, como Frente de Acción Popular, FRAP, respaldábamos a Salvador Allende. La derecha, conservadores y liberales, postulaban a Jorge Alessandri. El Partido Radical llevaba a Luis Bossay, un senador radical por Valparaíso. La Falange, poco después transformada en Democracia Cristiana, llevaba a Eduardo Frei Montalva, recién elegido senador por Santiago con una gran votación. Todos representaban fuerzas políticas conocidas y con trayectoria. Pero hubo un quinto candidato extraño, Antonio Zamorano, más conocido como el cura de Catapilco.

Antonio Zamorano fue, efectivamente, cura en el pueblo de Catapilco, una zona de lo que hoy es la región de Valparaíso. Tenía cierta sensibilidad por los problemas de los más pobres –algo que le significó conflictos con los sectores más conservadores de la Iglesia– y una oratoria que lo hizo famoso. Por el año 1956 colgó sus hábitos religiosos, se presentó a diputado como candidato independiente por Quillota y salió elegido. Tenía un discurso cercano a los planteamientos de la izquierda y arrastró buena votación en sectores populares que lo conocían como sacerdote local. Pero de ahí a candidatearse en las presidenciales… era, por decir lo menos, extraño. La verdad es que nunca me sacaron de la cabeza la idea de que fue una candidatura ideada y financiada por la derecha para quitarle votos a Allende. Y, en verdad, calcularon bien. El cura de Catapilco sacó alrededor de 40.000 votos, más votos que la diferencia entre la votación de Alessandri, el primero, y Allende, el segundo, que fue apenas de 35.000 votos.

Después de la elección, en especial los jóvenes, sentimos una gran frustración por la derrota tan estrecha de nuestro candidato. Más tarde, analizando con más calma y escuchando a los viejos comunistas, valoramos que durante todo el proceso de las elecciones habíamos logrado grandes avances. No solo en la cantidad de votos, sino también en las ideas y en el mejoramiento de nuestra democracia. Nuestras ideas de la reforma agraria, de la nacionalización de las riquezas básicas, de la necesidad de políticas que corrigieran la desigualdad, estaban siendo asimiladas por nuestro pueblo. Y nuestra democracia estaba mejor, no solo porque ya no existía la ley maldita, sino también porque ahora las votaciones eran con cédula única y eso hacía mucho más difícil la práctica del cohecho y las encerronas para la compra de votos a las que la derecha estaba acostumbrada. Y así, aunque ganó el candidato derechista, fue solo con un tercio de los votos. La conclusión era clara: no echarse a llorar sino seguir luchando y trabajando junto al pueblo.

El año 59 me cambié de trabajo. Dejé Immar y me fui como maestro soldador a la Metalúrgica Española, de los hermanos Diez. No había ningún problema con Immar, sencillamente necesitaban un maestro soldador, me ofrecieron el trabajo y me pagaban harto más. El gringo Ale fue de lo más comprensivo, ni la menor recriminación, todo lo contrario, me expresó sus deseos de que me fuera bien.

Y me fue bien durante un tiempo... hasta que formé un sindicato. Era una empresa relativamente pequeña, con unos sesenta trabajadores. Legalmente, para formar el sindicato necesitaba juntar a veinticinco trabajadores que estuvieran dispuestos a participar en una asamblea frente a un inspector del trabajo o un notario, aprobar los estatutos y elegir su directiva. A mí me pagaban mejor que en Immar, pero la situación del resto era mucho peor, así que no me costó reunir a los compañeros, formar el sindicato y liderarlo, aunque no podía ser dirigente porque todavía tenía 17 años.

Cuando se informaron de la constitución del sindicato, uno de los hermanos Diez, español y cascarrabias, me ubicó y empezó a gritonearme que estaba despedido y tenía que irme de inmediato de la empresa o me echaba con la ayuda de carabineros, porque estaba en su propiedad y no podía permanecer allí si él no quería. A mí también me entró la rabia y le dije: “Que te creís, coño chucha de tu madre, que me podís echar así no más” y agarré una barra de acero y me le fui encima. El coño salió arrancando, llamando a su hermano y a otra gente para que me sujetara, y yo detrás de él blandiendo mi barra. Afortunadamente, la sangre no llegó al río. Me calmé y negociamos mi salida. El sindicato estaba constituido legalmente y por lo tanto permanecería. A mí me cancelaron el sueldo y una indemnización por el despido. Y… volví a Immar, donde de nuevo me recibieron con los brazos abiertos.

¡Lo que son las cosas de la vida! Muchos años más tarde, cuando, en Santiago, estaba clandestino durante la dictadura de Pinochet, me volví a topar con los hermanos Diez. Resulta que un vecino con el que había establecido buenas migas me contó que trabajaba como contador en una empresa metalúrgica en San Miguel y me preguntó qué hacía yo. Maestro soldador, le respondí. Entonces me ofreció ir a su empresa a dar un examen, pues, según él, si sabía soldar bien, iba a quedar porque necesitaban maestros. Después me dijo que los dueños eran los hermanos Diez. Me preocupé pero aposté a que era difícil que yo les recordara a ese muchacho furibundo que los perseguía con una barra de acero, después de los años pasados y los cambios físicos que traen consigo. Tuve suerte. Me vieron en el examen y no me reconocieron, les pareció bien mi técnica de soldar y quedé con la pega. El problema era que no podía darles mi nombre, porque ahí, sí relacionaban mis datos, lo más probable es que la cosa pasara mucho más allá de un simple despido; incluso, podía llegar a las manos de la CNI (Central Nacional de Informaciones). A mi amigo contador le dije que había perdido la libreta del SSS (Servicio de Seguro Social), que me pagara sin contrato, sin cotización previsional y así sacaba un poco más de sueldo. Él lo hizo por cuatro meses y siempre insistiendo en la regularización del contrato. Al final le agradecí e inventé que me había salido algo mejor y ya no era necesario firmar el contrato. Aunque a ellos probablemente no les guste mucho, la verdad es que el buen sueldo que recibí de los hermanos Diez durante cuatro meses me sirvió durante el tiempo de la clandestinidad y, precisamente, en un periodo en que enfrentábamos una situación de crisis en las finanzas partidarias.

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