Humberto Arcos Vera - Autobiografía de un viejo comunista chileno
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En los clubes deportivos organizábamos carreras y pichangas, muchas veces con pelotas hechizas que hacíamos nosotros mismos. En general, eran actividades que podíamos hacer al descampado sin la necesidad de grandes recursos. Por ejemplo, el remo, en el que Valdivia siempre se ha destacado, era un deporte ajeno a nosotros. Si bien yo seguía practicando boxeo, esto no era para todos los que participaban en nuestros clubes deportivos, sino solo para los que podíamos entrar al regimiento, para los amigos de Nelson Carrasco, el campeón chileno de boxeo hijo del guaripola.
Otra tarea de “la Jota” era la propaganda. En las noches salíamos a rayar muros con consignas del Partido o llamando a votar por tales y cuales candidatos. Había una gran entrega, pero también hacíamos leseras (que hoy criticamos pero que en ese tiempo nos enorgullecían). Por ejemplo, rayábamos consignas con alquitrán en los torreones de Valdivia que están en las calles Picarte y General Lagos, construidos por los españoles en los años de la conquista y evidentemente monumentos históricos. Lo que nos enorgullecía era que, después de que el municipio o la intendencia los hubieran pintado nuevamente de blanco, cuando venían días de sol y calor, el alquitrán, de algún modo, traspasaba la pintura y volvía a mostrar nuestras consignas.
En 1953 yo trabajaba permanentemente en Immar. Parece que aprendí bien a soldar pues me dieron un trabajo de maestro soldador con apenas 12 años, y hasta tenía un ayudante. Había que tener mucho cuidado, porque hacíamos soldadura al arco y trabajando con puro metal. Si metíamos la pata con el manejo de los aparatos eléctricos podíamos electrocutarnos. Me sentía muy orgulloso, pero también con mucha responsabilidad por mi ayudante.
Ese mismo año, en una reunión regional de la Juventud, me eligieron secretario de organización. Aprovechábamos los fines de semana para salir a tratar de organizar “la Jota” en distintas localidades. Coordinábamos con los viejos militantes para que les contaran a sus hijos que iríamos a conversar en tal fecha. Así reunimos a jóvenes y formamos las bases de la Juventud Comunista en Lago Ranco, La Unión, Paillaco, Lanco y Panguipulli. En ellas había hijos de colonos y también mapuches.
Una de las peleas que recuerdo de esos tiempos, en Lago Ranco, fue por la tierra. Las tierras “legalmente” eran fiscales, pero estaban ocupadas desde hace años por colonos y mapuches que las compartían sin mayores problemas. Pero el gobierno planificó hacer caminos –tanto para facilitar la llegada de gente nueva como para sacar la producción local– sin considerar la realidad de la ocupación de esas tierras. El trazado, diseñado solamente mirando los mapas, pasaba por el medio de todos los terrenos que ellos usaban para la producción. Y esto, lógicamente, molestó a la gente, que empezó a pedir que el camino no cortara los campos, sino que fuera bordeando el lago.
Otra experiencia, maravillosa para mí, fue la de Mantilhue, una localidad cercana a Río Bueno, con un paisaje muy hermoso y con un orden y una organización que parecía de otro planeta. Eran terrenos fiscales que habían sido tomados por los campesinos y los mapuches. Los viejos nos contaban que ganaron por cansancio. Llegaban los carabineros a desalojarlos y ellos arrancaban para las montañas. Se iban los carabineros y ellos volvían, y así hasta que se cansaron. Y como el interés del Estado por esos terrenos no era tan grande como para dejar una guarnición permanente, al final los mapuches y los campesinos se quedaron y se organizaron para repartirse la tierra y trabajarla.
Había un sentido tan evidente de amistad, de hermandad entre los campesinos chilenos y los mapuches de Mantilhue, que era tanto o más hermoso que su maravilloso paisaje. Allí me hicieron pleno sentido los versos del himno de la Internacional que cantábamos:
El día que el triunfo alcancemos ni esclavos ni hambrientos habrá la tierra será el paraíso de toda la humanidad. Que la tierra dé todos sus frutos y la dicha en nuestro hogar. El trabajo es el sostén que a todos de la abundancia hará gozar .
Para mí, esos versos dejaron de ser las palabras que expresaban un sueño bonito y pasaron a graficar una realidad que yo había visto. Como dirían hoy, Mantilhue me mostró que otro mundo era posible.
En 1955, en un congreso de la Juventud, me eligieron secretario regional de la Jota. Los temas que impulsábamos para discutir en el movimiento social eran las reivindicaciones económicas entre los trabajadores industriales y los mineros, y “la tierra para el que la trabaja” entre los campesinos y los mapuches. Durante esos años, al menos en Valdivia, no era un tema la demanda de viviendas. Tampoco había demandas propias de los estudiantes.
Por ese tiempo empezaron mis lecturas “políticas”. Aproveché que mi padre tenía una gran biblioteca, naturalmente, sobre temas mayoritariamente vinculados a su gran interés: la lucha por una sociedad mejor. Obviamente, me interesó el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, y lo leí, más bien lo estudié, con mucha dedicación. Después, seguí con El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre y, de verdad, “me quedó como poncho”. Para mí fueron mucho más interesantes los escritos de Dimitrov cuando impulsaban el frente antifascista en la Tercera Internacional y algunos escritos de Recabarren. Recuerdo que leí los Poemas pedagógicos de Makarenko. Sin embargo, lo que más me atraían eran las novelas con trasfondo político pero novelas al fin y al cabo: Así se templó el acero , La madre , Acero y escoria y las del escritor brasileño Jorge Amado.
A nuestras reuniones de la Jota, en Valdivia, llegaban, a veces, Manuel Cantero, en ese entonces secretario general de las JJCC, y Mario Zamorano, secretario de organización de la Juventud (el que muchas veces se alojaba en nuestra casa). Casi siempre nos acompañaba Braulio León Peña, que había sido miembro del Comité Central del Partido, encargado de trabajar en Valdivia y cubrir toda la zona sur como funcionario del PC.
A fines del 55 tuve un encontrón familiar que me llevó a mudarme a Concepción.
Resulta que en nuestra casa vivíamos mis padres; una sobrina, Blanca; mi hermano Delfín, y yo. No nos sobraba la plata pero nos arreglábamos bastante bien. Mi padre hacía su aporte con las pegas de canales y caminos, además de la pensión. La sobrina trabajaba en una farmacia y Delfín tenía empleo en una joyería, así que ambos cooperaban con parte de sus sueldos. Y yo, maestro soldador en Immar, entregaba todo el sobre de mi paga sin abrir. Esto no era por pura generosidad, también me daba cuenta de que todo lo que necesitaba, incluyendo plata para ir a alguna fiesta, mi madre me lo proporcionaba. Entonces, no era un mal negocio.
Pero a fines de ese año llegó mi hermano Pancho del norte. Había estado trabajando con los gringos en tareas para habilitar la mina de Chuquicamata. allí tenían almacenes con productos de EE.UU. y les pagaban bastante bien. Así que llegó con cajones de ropa y zapatos y harta plata. Empezó a sentirse la autoridad de la casa y a mangonearnos a todos. Hasta que una vez lo vi manduqueando a mi mamá, y exploté.
Yo, además de la práctica de boxeo en el regimiento con mi amigo campeón, hacía ejercicios en una barra que, con Delfín, teníamos en el patio de la casa. Así que era más o menos fortacho, sentía que sabía pelear y no le tenía miedo a nadie a pesar de tener apenas 14 años (o tal vez precisamente porque tenía 14 años). La cosa es que agarré del cuello a mi hermano Pancho, de unos 25 años, y lo empujé aplastándolo contra una pared. Y le dije: “Venís llegando y te creís el perro más lanudo. Mira, huevón, aquí tenís que respetar o si no te voy a sacar la cresta”.
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