No he podido consultar los ejemplares de este periódico cubano, pero sí he encontrado una nota bastante elocuente respecto a la reacción que provocaron algunos de los párrafos escritos en esas crónicas:
Hablando de la guerra de Marruecos dice, entre otras cosas, el referido escritor: «No pasa día sin que lleguen de España refuerzos despedidos con entusiasmo oficial y estupor del público no repuesto aún del golpe. Una manifestación que en Madrid recorrió las calles gritando: “¡No queremos guerra!” fue disuelta con muertos y heridos».
Bueno. Para qué entretenerse en desvirtuar esas mentiras. ¿Dónde ni cuándo vio el cónsul de Cuba en Madrid esa manifestación ni tales muertos?
Lo que no nos explicamos es cómo el ministro de Estado no ha dado ya sus pasaportes a ese mal hombre y peor caballero.[5]
Superado, con diplomacia, el breve traslado transitorio, Hernández-Catá seguirá como cónsul de Cuba en Madrid hasta 1925, año en el que será nombrado encargado de negocios de la Legación de Cuba en Lisboa, un cargo que ocupará hasta el año 1933. Hay que señalar que todos estos distintos cargos y obligaciones diplomáticas le suponen a nuestro protagonista un continuo viajar de un lugar a otro manteniendo su domicilio en Madrid, pero atendiendo a las responsabilidades oficiales que, suponemos, iría resolviendo en viajes de corta duración de una ciudad a otra, al tiempo que se ocupaba de sus cada vez más numerosos compromisos literarios, que le obligaban a mantener una presencia más o menos continuada en diversos actos culturales. Si a esto se le añaden sus más que frecuentes viajes a Cuba, podremos hacernos una leve idea de la ajetreada vida que mantuvo Hernández-Catá en estos años de fecunda carrera literaria y diplomática.
Otro suceso de suma importancia en su vida ocurre en 1933 como consecuencia de oponerse frontalmente al Gobierno del general Machado en Cuba y apoyar la lucha revolucionaria que los estudiantes cubanos están manteniendo. Esta actitud valiente de Hernández-Catá implicará el cese fulminante de su cargo de cónsul por las autoridades cubanas y un enfrentamiento personal con el embajador de Cuba en España. Por estas fechas publica su libro de cuentos de carácter más político, que aparece bajo el gráfico y contundente título de Un cementerio en las Antillas. Los cuentos reunidos en el volumen, encabezados por un manifiesto titulado igual que el libro, son, por un lado, caricaturas feroces del general Machado y del embajador de Cuba en Madrid, y, por otro, relatos de los episodios de resistencia que protagonizan el pueblo y los estudiantes. Un libro combativo y polémico que provoca grandes altercados públicos en el Ateneo de Madrid el día en que Hernández-Catá intenta leer el manifiesto preliminar: las «fuerzas» machadistas residentes en la capital organizan tal escándalo que impiden al autor realizar la lectura del texto y, por tanto, al público asistente, escucharlo.
Al caer el Gobierno del general Machado, Hernández-Catá es llamado a Cuba para ser nombrado oficialmente embajador de su país en España, cargo que desempeñará en Madrid entre 1933 y 1934.
Posteriormente vuelve a ser reclamado en Cuba y, tras pasar una temporada en la isla, recibe el nombramiento de representante de su país en Panamá con rango de ministro, un puesto que ocupará tan solo algunos meses. En octubre de 1935 llega como ministro de Cuba a Santiago de Chile, donde permanecerá hasta 1938, año en se instala en Río de Janeiro como embajador de Cuba en Brasil.
Hay que destacar varias notas importantes en estos que serán los últimos cinco años de la vida de nuestro protagonista. Ha sido un hombre que se ha sentido cubano, hispano y europeo, pero que, curiosamente, apenas ha conocido y viajado por el continente americano. Su destino en Chile, primeramente, y el descubrimiento gozoso de Brasil, finalmente, hacen que tome conciencia plena de su condición de «americano». Este importante cambio de perspectiva vital le supondrá adoptar varias decisiones que cambiarán profundamente su actitud. Por de pronto, deja de escribir al ritmo que solía ser su manera natural. En los nuevos cuentos escritos en estos últimos cinco años se advierte un cambio de estilo y quizás una búsqueda de nuevas formas. Por otra parte, su trabajo diplomático le absorbe y se vuelca en crear instituciones oficiales que promuevan lazos estrechos de colaboración e intercambio cultural entre su país, Cuba, y los nuevos países en los que es destinado, con el deseo de establecer redes de comunicación entre los distintos estados hispanoamericanos. Así, como resultado del desarrollo de su labor diplomática, en octubre de 1937 se funda el Instituto Chileno-Cubano de Cultura en la Universidad de Santiago de Chile a iniciativa de la Comisión Chilena de Cooperación Intelectual, con el apoyo de la embajada de Cuba; de igual manera, en el mes de abril de 1940 se crea el Instituto Cubano-Brasileño en La Habana, con el fin de promover el intercambio cultural, literario, artístico y científico, y en mayo de este mismo año nace el Instituto Brasileño-Cubano, instalado en el palacio de Itamaraty, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil, en Río de Janeiro.
El 8 de noviembre de 1940, Alfonso Hernández-Catá toma el avión en Río de Janeiro con destino a la ciudad de São Paulo, donde tiene previsto pronunciar unas conferencias. Pero el destino de nuestro protagonista ya estaba escrito:
Noticias de la Agencia EFE:
Río de Janeiro, 8. 6 tarde. Diecinueve personas han resultado muertas a consecuencia del choque en el aire entre un avión de transporte del servicio Río a San Pablo y un aparato particular argentino. Uno de los aviones cayó en el mar y el otro sobre la calle. La colisión de los dos aparatos se produjo precisamente sobre el Palacio Presidencial.
Río de Janeiro, 8. 8 noche. Entre los muertos figura el ministro de Cuba, don Alfonso Hernández-Catá (exembajador en Madrid).[6]
El príncipe de los cuentos
Alfonso Hernández-Catá es un literato fuertemente influido en sus inicios por el movimiento modernista europeo, con especial relevancia de la vertiente francesa, influjo al que añadirá el toque de rebeldía y de libertad propio de la bohemia literaria, en este caso madrileña. El que fuera el gran cronista de la vida bohemia de estos años, Emilio Carrere, en fecha tan avanzada como la de 1912, cuando los bohemios ya estaban condenados a ser considerados unos seres anacrónicos y un tanto despreciables, continuaba defendiendo ese espíritu inicial revolucionario que prendió con fuerza en toda una juventud que apenas supo salvarse de ser devorada por la miseria y la pobreza:
Han visto en la bohemia solo el harapo, la greña, el sablazo. Y la bohemia es, en esencia, un magnífico gesto de independencia espiritual. Lo otro es lo secundario, el traje, el parasitismo.[7]
Porque la cruda realidad es que, en poco tiempo, el ambiente bohemio fue tragándose a sus víctimas y solo pudieron librarse de este exterminio los que, por cuestión del azar, del dinero o de sus aptitudes literarias, supieron evolucionar y salir del estrecho molde del modernismo anacrónico teñido de una bohemia mugrienta, logrando alcanzar un grado de distinción en sus rasgos literarios. Muchos de los que lo consiguieron no dejaron que ser crueles con el recuerdo de esos tiempos pasados tan llenos de contemporáneos abandonados a su suerte y desaparecidos:
El modernismo, como escuela de preparación, como periodo de transición, caótico, duró poco y murió envuelto en sus propias extravagancias. Los que no supieron evolucionar quedaron envueltos en una sombra lejana, y apenas nos recordamos de ellos alguna vez. Creo firmemente que con nuestra generación morirá el ya decaído prestigio de la bohemia y que nuestros hijos se reirán del poeta hambriento, que rechazaba la credencial por no transigir con el prosaísmo de la burocracia.[8]
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