Alfonso Hernandez-Cata - El alma de los muertos

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"El alma de los muertos" recoge una selección de textos del escritor hispano-cubano Alfonso Hernández-Catá (1885-1940), que gozó de enorme prestigio en sus dos patrias, aunque en la actualidad es más conocido en Cuba que en España.La producción literaria de Hernández-Catá es extensa y diversa. Cultivó, sobre todo, el género del cuento, en el que llegó a ser un maestro. Asimismo, fue un prolífico autor de novela corta y también, aunque en menor medida, escribió novela, poesía y teatro. Además, sus colaboraciones en los diarios más reconocidos de Cuba y España le revelan como uno de los grandes periodistas de su época.Se incluyen en este libro una selecta muestra de algunas de estas formas de expresión literaria: sus mejores cuentos, un bestiario, cinco haikus y varias semblanzas de conocidas figuras del mundo cultural (María Zambrano, Valle-Inclán, Oscar Wilde, etc.) publicadas en revistas y periódicos de la época. Una carta del autor a Gabriela Mistral y la despedida que la poeta chilena le dedica en sus honras fúnebres cierran el libro.

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Siguiendo el rastro de las propias palabras de Alfonso Hernández-Catá, al quedar huérfano de padre, la madre decide enviarle a España para que continúe sus estudios, e ingresa en el Colegio de Huérfanos de Militares que estaba en Toledo. Así, en 1901, con dieciséis años, el joven Alfonso se dará de bruces con la disciplina militar, que aguantará a duras penas y que le producirá una fuerte aversión hacia todo lo castrense, sentimiento que también se irá reflejando en su obra literaria y que irá conformando una actitud pacifista que se radicalizará ante los conflictos bélicos que surgirán en Europa y en España.

Por entonces, sus pasiones se encuentran en otras cuestiones ajenas al mundo militar: la lectura, la música y el ansia de escribir van perfilando su personalidad y lo van alejando cada vez más del ambiente en el que se encuentra recluido. La tentación de la vida bohemia madrileña, tan cercana y a la vez tan lejana, es el sueño que le mantiene en pie y que provoca el que un buen día se decida a saltar la tapia del colegio y a marcharse andando a la capital. Comienza, así, una nueva vida para nuestro personaje.

De la bohemia a la diplomacia

Madrid era un hervidero de las pasiones, de las ilusiones y de los sueños puestos en el triunfo en las letras por una legión de jóvenes recién llegados de los más diversos puntos del país. Un mundo de leyendas y quimeras, de aventuras, de reuniones y discusiones en los céntricos cafés, donde se celebraban las más famosas tertulias, presididas por los escritores triunfadores del momento. Un mundo que atraía como un imán a las jóvenes promesas literarias que soñaban con triunfar en la capital. Un mundo, a la vez, sórdido y despiadado en la penuria, en el hambre y en los fracasos. Es el mundo de la bohemia madrileña, tantas veces retratado por las mejores y las más sarcásticas plumas del momento, como la de Emilio Carrere:

Estamos en pleno otoño. Ya vemos circular por esas calles nuevas chalinas flotantes, sombrerillos atrabiliarios y gabancillos absurdos. Es la época en que se desbordan los provincianos que llegan a abrirse camino.

Produce un poco de melancolía ver sus gestos altivos, sus miradas perdidas en el ensueño, la impertinencia de sus largas cabelleras y de sus pipas humeantes.

Son los literatos nuevos, la joven hornada, que arriban con su bagaje de ilusiones, que ya se encargarán de destruir los editores, las patronas, los camareros de café.[2]

Y en plena vida de bohemia, Alfonso Hernández-Catá terminará sus estudios «en la libre universidad de la vida y de las bibliotecas públicas», lugares estos donde solía pasar la mayoría de las horas del día leyendo, escribiendo, estudiando y al amparo y cobijo de un techo. Se dice que, en una de sus frecuentes visitas a las bibliotecas públicas, se atrevió a acercarse a su admirado Benito Pérez Galdós, que se encontraba consultando papeles, y que logró captar su atención. No se sabe con certeza si fue cierto o no, pero Hernández-Catá siempre recordó que la figura de Galdós, a quien consideraba su maestro, fue providencial en su trayectoria literaria. Contaba que Galdós aceptó leer sus escritos, que se los devolvía corregidos y que le sugería que continuara esforzándose, hasta que llegó el día en que el maestro le dijo: «Esto es bueno». La historia continúa narrando que el propio Galdós le procuró la publicación en una revista, y que así comenzaría nuestro autor a colaborar en la prensa madrileña con mayor o menor asiduidad. Por otra parte, existe una versión bien contraria que sugiere que fue el propio Hernández-Catá quien escribió una nota de recomendación al director de la revista falsificando la letra de Galdós; llega a afirmar esta segunda hipótesis que telefoneaba a la redacción de la revista imitando la voz de don Benito para insistir en la publicación de las cuartillas del joven desconocido. Sea cierta una u otra versión, el caso es que Alfonso Hernández-Catá comienza a publicar con cierta regularidad en los periódicos y las revistas madrileños, y consigue ganarse algún dinero colocando traducciones realizadas del inglés y del francés.

Por entonces conocerá a Alberto Insúa, una figura que resultaría capital para su vida futura. Era este hijo de la viuda cubana con la que se casó el periodista español Waldo A. Insúa, que adoptó y dio sus apellidos al muchacho. Afincada la familia Insúa en La Coruña, el joven Alberto estudiará Derecho en la Universidad de Madrid y, aficionado y alentado por su padre a la vocación periodística y literaria, frecuentará los ambientes bohemios de la capital, donde pronto conocerá y hará amistad con su paisano Alfonso Hernández-Catá. Así lo recordará el propio Alberto Insúa:

También conocí por entonces a Alfonso Hernández-Catá, hijo de una dama cubana santiagueña y huérfano de un militar español. Había venido a España para seguir la carrera de las Armas en el Colegio de Huérfanos de Toledo. Mas su afición a la literatura le hizo fugarse del colegio, presentándose en Madrid sin una peseta, pero con el tesoro de su optimismo. Tenía una memoria prodigiosa. Sentados los dos en algún banco de la plaza de Bilbao, me recitaba versos de Darío, de Guillermo Valencia, de Nervo, de Julián del Casal, de toda la pléyade modernista. Usaba unas corbatas polícromas, como grandes mariposas. También era melómano: «silbaba» las sonatas de Beethoven y las rapsodias de Listz. Pero su ídolo era Grieg.[3]

Esta amistad, que se irá consolidando a través de los años, lleva a Alfonso Hernández-Catá a viajar a La Coruña con Alberto Insúa, suponemos que en calidad de invitado de su amigo cuando va a visitar a su familia. Esta primera visita a la ciudad gallega tendrá consecuencias importantes en la vida de nuestro protagonista, ya que conoce a la hermana de Alberto, Mercedes Lila, de la que se enamorará. Al mismo tiempo, ambos jóvenes literatos frecuentan el ambiente modernista de la ciudad y conocen a un incipiente escritor llamado Wenceslao Fernández Flórez. Así recordará este último la primera impresión que le causó el joven Alfonso Hernández-Catá:

Vivíamos entonces en cierta exaltación de lirismo que se nos antojaba un poco nietzscheana. Para coronarla, Hernández-Catá, llegado de la corte con Alberto Insúa —un perfecto desconocido aún—, nos excitó un poco con sus chalinas fantásticas y un diminuto esqueleto de plata balanceándose con movimientos dislocados en la cinta de un reloj hipotético. Hernández-Catá era, indudablemente, sensacional, con su romántico mechón sobre la frente y un siete disimulado en la pierna del pantalón.[4]

En 1905, Alfonso Hernández-Catá regresa a Cuba respondiendo a la petición de su madre y pasa un tiempo residiendo en Santiago junto a su familia. Empieza entonces a colaborar en la prensa cubana y retoma sus vivencias perdidas tras cuatro años de ausencia. Permanecerá en la isla por más de un año, hasta que en 1907 retorna a España para contraer matrimonio con Mercedes, la hermana de su amigo Alberto Insúa —quien, por estas mismas fechas, se ha casado con la cubana América Pérez Villavicencio y acaba de crear la editorial Pérez Villavicencio, donde Hernández-Catá publicará su primer libro, Cuentos pasionales.

El joven matrimonio embarca hacia Cuba, donde residirán más de un año durante el cual Hernández-Catá conseguirá entrar en el cuerpo diplomático, iniciando la que acabará siendo una larga y fructífera carrera profesional. Los primeros destinos diplomáticos serán como cónsul de segunda clase en la oficina de asuntos cubanos de El Havre, en Francia, cargo que ocupará desde febrero de 1909 hasta octubre de 1911. Ese año es destinado a la oficina de Birmingham, Inglaterra, donde permanecerá hasta 1913, año en que regresa a España. En 1913 será cónsul de Cuba en la ciudad de Santander y en 1914 lo será en Alicante, donde permanecerá en su puesto hasta ser nombrado cónsul de primera clase en Madrid. Desempeñará este cargo entre 1918 y 1925, salvo por un breve intervalo en el año 1921 en el que vuelve a ser temporalmente cónsul en El Havre, para reintegrarse de nuevo, a los pocos meses, a la oficina de Madrid. La causa de este breve traslado transitorio es la protesta presentada por el Gobierno español ante el Gobierno cubano pidiendo su cese como cónsul en Madrid, debido a las opiniones vertidas en la serie de artículos que ha ido publicando en el periódico cubano El Mundo sobre la guerra del Rif, donde mostraba su posición contraria a la intervención española en el conflicto, y por las crónicas en las que describe el clima de malestar y las protestas que se producen en el pueblo español ante el envío constante de jóvenes al frente de lucha.

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