Sea´n Patrick O'Malley - Se buscan amigos y lavadores de pies
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En las conversiones de Saúl y de Leví vemos que Jesús los sorprendió en pleno pecado, los pilló con las manos en la masa.
Perdona.
Los llama a la conversión, a ser discípulos. Los llama del pecado a la fidelidad, al ministerio. Mateo abandonó los montones de dinero y el lugar del pecado y dio un banquete para festejar su conversión. Imaginaos tan solo si preguntaseis a alguien: «¿Por qué da fulano esta gran cena?», y que os respondieran: «Pues mira, ¡acaba de llegar de confesarse!».
En el episodio del evangelio sobre la mujer sorprendida en adulterio vemos cómo intentaron desacreditar a Jesús trayéndole una mujer adúltera y preguntándole si debía ser apedreada. Nuestro bendito Salvador lee sus traicioneros corazones y dice: «Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra». Después empieza a escribir en el suelo con el dedo. Es la única vez en todo el evangelio en que Jesús escribe lo que sea que escriba. No tenemos cómo saber con certeza qué está escribiendo, pero los Padres de la Iglesia sugieren que lo que escribe son los pecados de esos hombres que arrastran a la mujer. Ellos se van alejando en silencio, empezando por el más viejo. Cuando se encuentran frente a frente con sus pecados, las piedras empiezan a caérseles de las manos. Habían olvidado que ellos también necesitaban misericordia.
Dios, en su misericordia, nos dejó un sacramento para concretar su perdón lleno de amor. En la confesión escribimos nuestras faltas en la arena, las piedras se nos caen de las manos y Jesús borra nuestros pecados.
El papa Juan Pablo II, en una de sus cartas de Jueves Santo, medita sobre la vida y el ministerio del Cura de Ars. Afirma que Juan María Vianney se dedicó esencialmente a enseñar la fe y a purificar las conciencias, y que estos dos ministerios son conforme a la Escritura.
Él cita la incansable devoción de este sacerdote al sacramento del perdón. Su ejemplo debería animarnos hoy a devolver al ministerio de la reconciliación toda la atención que merece y que, haciendo justicia, subrayó el Sínodo de los obispos de 1983. La tan deseada renovación de la Iglesia no pasará de superficial e ilusoria sin la etapa de la conversión, de la penitencia y del pedir perdón, ese perdón que los ministros del Señor buscan incesantemente alentar y acoger. La primera preocupación del Cura de Ars era enseñar a los fieles el deseo de arrepentimiento. Él realzaba la belleza del perdón de Dios. El papa san Juan Pablo II insistía en que no dejásemos de recordar constantemente a nuestro pueblo la necesidad de tener una verdadera relación con Dios, de tener «sentido del pecado». Llamaba al confesionario «la manifestación y la prueba insustituibles del ministerio sacerdotal».
El sacramento de la misericordia de Dios nos está confiado de una manera muy especial. Tenemos que amar la confesión y no dejar nunca de predicar sobre ella. Tenemos que limpiar el interior del vaso. Sin confesión ni dirección espiritual no podrá haber una renovación seria en el clero, en la vida religiosa y en los laicos.
Con corazones agradecidos y contritos nos acercamos al trono de la misericordia de Dios, donde Cristo misericordioso, el amigo de los pecadores, se nos hace presente para mostrarnos su misericordia y enseñarnos a ser misericordiosos unos con otros.
Hace muchos años, en la Cuba prerrevolucionaria, había un programa radiofónico católico llamado La muralla, que causó gran sensación en la comunidad religiosa. Era la historia de una familia católica burguesa –el marido, la mujer y seis hijos–. Cada domingo, la familia iba a misa y todos recibían la sagrada comunión, excepto el padre. Esto resultaba muy embarazoso y generaba ansiedad en la mujer y los hijos. Intentaron repetidamente convencer al padre para que fuese a confesarse y así poder ir con ellos a recibir la comunión, pero él se negó siempre. Pasaron los años y, cuando el hombre estaba en su lecho de muerte, la mujer y los hijos fueron a buscar al sacerdote para que le administrase la unción de los enfermos. Después de haber recibido los sacramentos, él convocó a toda la familia alrededor de su cama. Les explicó que querría haber recibido los sacramentos hacía mucho, pero que, siendo joven, había falsificado un testamento. Todo el dinero, su bonita casa, su buena vida, era fruto de un crimen. Todo cuanto tenían debería pertenecer en realidad a unos primos lejanos. Él ya había querido confesarse antes, pero sabía que, de hacerlo, tendría que restituirlo todo. Y por ello había esperado hasta aquel momento. Poco después murió. A partir de entonces fueron la mujer y los hijos quienes dejaron de acercarse a comulgar, porque tampoco ellos querían devolver su fortuna.
Es fácil juzgar severamente a los otros, pero solo cuando nos encontramos en las mismas circunstancias descubrimos nuestra propia debilidad.
En la antigua Grecia, el conocido templo del oráculo de Delfos tenía en el frontón la sabia inscripción gnôthi seauton (conócete a ti mismo). En las Siete moradas, santa Teresa describe su peregrinación interior, durante la cual encuentra sapos gigantes y otros monstruos por el camino. La peregrinación interior no es fácil, pero sí necesaria, si queremos vivir nuestra vocación cristiana. Tenemos que reconocer que somos pecadores.
Sin embargo, la actitud católica respecto al pecador no debe ser opresiva ni mortificante. En la historia La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne, la mujer adúltera tiene que usar una letra escarlata cosida en el vestido, una enorme «A» que la marcaba como adúltera. François Mauriac, el escritor católico, contrapone esa actitud calvinista a la noción católica del pecado. Perseguido por la policía, un hombre se refugia en una iglesia calvinista y dice al sacristán: «Ayúdame, acabo de matar a un hombre en una pelea». El sacristán exclama con horror y alarma: «¡Sal de aquí inmediatamente, asesino! ¿Quieres buscarme problemas? Voy a llamar a la policía». El hombre huyó y fue a parar a una iglesia católica, donde en la oscuridad de la nave vio la luz de un confesionario abierto. Entró y dijo al sacerdote: «Padre, ayúdeme, acabo de matar a un hombre». El sacerdote respondió: «¿Cuántas veces?».
La Iglesia tiene una conciencia muy viva del pecado, pero no está obcecada en él ni le da preponderancia. Profesamos que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia».
La gracia de Dios es suficiente. Su misericordia nos puede curar, es más fuerte que el pecado.
Se cuenta la historia de un campesino que vivía cerca de un río, en el oeste de Irlanda. Todas las semanas, el prior de un convento cercano aparecía en la orilla del río y gritaba: «¡Lo mismo!», y una voz respondía en eco desde el otro lado: «¡La misma!». Un día, el viejo labrador, frecuente espectador de esta escena, no aguantó más la curiosidad y preguntó al padre qué es lo que pasaba. El prior le explicó que, como era el único sacerdote de la aldea, usaba este método para hacer su confesión semanal. Él llegaba a este lado del río y el cura de la aldea vecina iba al otro lado. «Entonces yo grito: “¡Lo mismo!” –los mismos pecados–, y el padre O’Brien grita desde allí: “¡La misma!” –la misma penitencia–».
No debemos dejar nunca que nuestras confesiones se vuelvan una rutina, por frecuentes que sean. Cada confesión, como cada comunión, es un encuentro amoroso con el Señor misericordioso, que viene a cerrar las heridas del pecado, a ponernos sobre sus hombros y llevarnos a un lugar seguro, como hizo el buen samaritano con el hombre medio muerto en el camino de Jericó.
El Señor resucitado se apareció a los apóstoles en Pascua, «sopló sobre ellos y añadió: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados”» (Jn 20,22-23). Estamos llamados a ser la voz que cura, la voz del Señor resucitado en el sacramento de la penitencia. Debemos enseñar y promover el buen uso de la confesión como medio de conversión en la vida de nuestros curas, de nuestro pueblo y de nuestra propia vida. Debemos amar este sacramento y hacer uso de él como una manera de profundizar en nuestra propia vocación a ser apóstoles, instrumentos de la reconciliación de Dios.
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