Sea´n Patrick O'Malley - Se buscan amigos y lavadores de pies
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Santiago, claro está, tiene razón. La verdadera Iglesia está compuesta por muchos pecadores. Para el Buen Pastor, dar prioridad a la oveja perdida es el objetivo pastoral más importante. Jesús vino como médico para los enfermos. Vino para revelar el rostro misericordioso del Padre. El Año de la Misericordia del papa Francisco fue, desde mi experiencia y en los años que tengo de vida, el año santo de mayor éxito e impacto. El tema encontró eco en la gente. Nada es más central en el Evangelio que la misericordia y el perdón.
La parábola del hijo pródigo puede ayudarnos a vislumbrar la misericordia de Dios. Es la historia de la anatomía de un pecado: un mal está disfrazado de bien –la libertad individual, los derechos a la herencia paterna–, todo disfraza la ingratitud e insensibilidad de un joven que quiere hacer su vida sin el padre, sin Dios.
En esta parábola, el joven hace un descubrimiento cuando se acaba el dinero y la vida deja de ser divertida. Vemos que el pecado no trae la felicidad, sino el vacío. Pero la gracia toca el corazón del pecador y él anhela volver a la casa del padre. El hijo comienza a ensayar sus frases –como un joven que se acerca nerviosamente al confesionario–: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti».
Sin embargo, la escena más bonita es aquella en que el Señor describe al anciano padre escrutando el horizonte –cuando ve a su hijo, corre a su encuentro–. El chico arrastra los pies, anda despacio –la misericordia de Dios corre veloz, nuestro arrepentimiento anda haciendo zigzag con pies de plomo–.
Muchas veces olvidamos el contexto de esta lindísima parábola. Lo que la motivó fue el comentario de los fariseos –«Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2)–. La parábola podría haberse titulado «El hermano mayor», que es el que en cierta manera representa a los irritados fariseos.
Deberíamos preguntarnos: ¿qué había hecho el hermano mayor para convencer al hijo pródigo de emprender su fatídico plan de abandonar la casa paterna? Le vemos rápido y con reflejos para juzgar y condenar a su débil hermano, dejando bien claro que se distancia de él: «¡Ese hijo tuyo!».
La actitud del padre –«va en su búsqueda»– es siempre de misericordia; «tú estás siempre conmigo»; «todo lo que es mío es tuyo»; «tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida [...] ¡alégrate!». El padre demuestra misericordia y enseña misericordia.
Un escritor irlandés contemporáneo, Brian Moore, escribió una novela que contiene una escena muy graciosa en la que describe el encuentro de un párroco con una de sus parroquianas más mundanas. La mujer se llama señora Brady y es la dueña de eso que los irlandeses llaman una «casa mala». Sucede que la señora Brady estaba haciéndose vieja y empezaba a pensar que era hora de volver a la Iglesia y a los sacramentos para estar preparada cuando llegase la hora. Había oído decir que el prior estaba recaudando fondos para comprar una nueva balaustrada de mármol para el presbiterio. Fue a hablar con el cura y se ofreció a pagar todos los gastos. El párroco, que la reconoció inmediatamente, lleno de santa indignación, exclamó: «¡Madame!, ¿acaso ha creído por un solo instante que yo iba a permitir que los buenos parroquianos de Santa Filomena viniesen a recibir el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo apoyando sus codos en las ganancias del pecado y la corrupción?». La señora Brady lo miró despacio a los ojos y respondió: «¿Y dónde cree usted, padre, que consiguió María Magdalena aquel perfume para lavar los pies de Jesús? ¡Seguro que no fue vendiendo manzanas!».
Jesús es amigo de los pecadores. Él acogió a quienes nadie más acogió. Era amigo de publicanos y prostitutas, de Zaqueo, de Leví y de muchos otros a quienes rechazaban las personas respetables. Los llamó a la conversión, a la amistad, y muchas veces celebró su cambio de corazón con una fiesta o un banquete. Los evangelios están llenos de relatos de conversión. ¡Jesús dice que hay más alegría por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos! El buen pastor abandona a las noventa y nueve ovejas para ir a buscar la oveja perdida. Hoy, lo más normal sería declarar la oveja perdida como perjuicio para deducir impuestos... o, si no... ¡dejaríamos que la compañía de seguros nos pagase por ella! Pero Jesús va en busca del pecador.
Por si fuera poco que Jesús tuviese esa actitud, lo más alarmante es que él espera esa misma determinación en nosotros. En la parábola del siervo injusto, Jesús cuenta la historia de un hombre que debe una fortuna a su rey. En moneda corriente, dicho hombre debe millones de dólares. Ni ganando el gordo de la lotería conseguiría pagar su enorme deuda. Por eso pide clemencia, y el rey le perdona todo. Pero, en cuanto sale de presencia del rey, encuentra a un compañero que le debe cien denarios –el denario era el salario mínimo de un día de trabajo–. Él le amenaza y lo entrega al fisco para que lo encarcele.
Cuántas veces somos también nosotros como ese siervo injusto. Dios nos ha perdonado tanto... y a nosotros nos cuesta perdonarnos mutuamente las pequeñas ofensas que nos infligimos unos a otros. Jesús nos advierte que el requisito mínimo para ser discípulo es tener misericordia, estar preparados para perdonarnos mutuamente. «Sed perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto. Él hace brillar el sol sobre buenos y malos. Manda la lluvia tanto sobre el justo como sobre el injusto».
Al enseñar a los apóstoles a perdonar, Jesús incluye una petición peligrosa: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». No solo nos dice que tenemos que perdonar, sino que nos dice también cómo tenemos que hacerlo –a la manera de Dios–. El escritor existencialista francés Jean Anouilh, que murió en 1987, escribió una obra de teatro basada en esta peligrosa petición del Padrenuestro: El juicio final. La obra comienza con las almas de los justos y virtuosos, de pie, a las puertas del paraíso. Todos esperan en silenciosa expectativa cuando, de repente, corre el rumor de que Dios va a perdonar «a los otros». La multitud comienza a murmurar. La gente está indignada. En medio segundo todos gritan y se lamentan. «Después de la vida recta que he llevado... ¿ahora toda esa gentuza es perdonada?». En un instante empiezan a maldecir a Dios. Es en ese momento cuando se produce el juicio. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos también obtendrán misericordia.
«Solo Dios puede perdonar los pecados», leemos en los evangelios. Más allá de su significado jurídico, debemos leer esta afirmación como una especie de descripción de Dios. Solo él sabe «cómo» perdonar. De los irlandeses se suele decir: «No nos vengamos, solo saldamos cuentas». También se dice que las mujeres perdonan, pero no olvidan. En cuanto a los hombres, estamos tan centrados en nosotros mismos que olvidamos sin ni siquiera preocuparnos por el momento y el trabajo de perdonar.
Bien visto, el perdón humano muchas veces es un gesto demoledor, un recuerdo desagradable. La superioridad de quien perdona derrota completamente a quien es perdonado. Hay perdón –pero no se recupera la confianza, no hay consuelo, no hay incentivo–. Dios consigue hacer las cuatro cosas al mismo tiempo. Perdonar bondadosamente implica humillarse a sí mismo. El padre del hijo pródigo no quiere oír ni una sola palabra más de todo aquel asunto. Lo que quiere es ofrecer un banquete. Dios también actúa así. Solo él puede transformar el perdón en algo maravilloso, digno de ser recordado.
Dios queda tan contento de absolvernos que quienes le proporcionan esa alegría se sienten no como una mascota intempestiva y revoltosa, sino como dulces niños, comprendidos y alentados, que son agradables y útiles y mucho mejores de lo que ellos mismos creían. O, felix culpa, podrían exclamar. «Si no fuésemos pecadores y necesitásemos el perdón más que el pan, no podríamos saber cómo es de profundo el amor de Dios».
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