Dani, el hermano de Carla, ronda por allí y siempre está cotilleando a ver qué hablamos o qué hacemos. Alguna vez le sacamos los colores: ¡guapo, macizo, hazme un hijo! Chiquilladas nuestras sin maldad.
Dani y yo nos miramos mucho. Siento un cosquilleo en mi interior cada vez que le veo. Él tiene 22 años, es como Aurori, fueron juntos al instituto Pastor.
La noche de aquel beso no se ha repetido. Dani tiene novia. Es una vecina de Guadiaro que tiene muy malas pulgas. Se parece a mi hermana María. Llevan juntos desde los 15 años. Dani le dijo a Carla hace poco que estar con Susana es como estar atrapado en una pesadilla de la que no puede escapar. Me parece un cobarde, siento compasión por él.
Susana es de las pocas niñas de familia adinerada de Guadiaro, aunque aquí todos saben que el dinero de la familia proviene de asuntos turbios. Su hermano mayor está en la cárcel por tráfico de personas. Susana le ha comprado un coche a Dani, un Seat Ibiza nuevecito. ¡Menudo regalo!
Lo que me pasa es que le veo y siento rabia, dolor, calor. No sé expresarlo. Siento todo eso junto y a la vez. Es una explosión de síntomas malos del amor. La noche del beso no se me olvida, ni el susurro de su voz diciéndome: me encantas. Mientras Carla me pasa la plancha por el pelo pienso: ¿Qué quiere de mí?
Dani acaba de entrar a la habitación y se mete conmigo.
— Menos mal que te alisas el pelo, señora leona —se jacta.
— ¿Por qué te metes conmigo, cobarde? ¡Anda, vete con tu cochecito nuevo, vendido, que eres un vendido! —le digo enfadada.
A todo esto, Carla y Tamara se miran anonadadas y sin poder imaginar el verdadero porqué de mí desazón, se ríen y me siguen el rollo:
— ¡Eso! Vete ya hombre con tu cochecito nuevo, pero dile a Susana que te llene el depósito primero —dice Tamara mientras Carla le hace un desprecio con la mano a su hermano y le saca la lengua.
Ahora mismo estoy hundida. El desconocimiento me provoca miedo e incertidumbre. No sé si Dani me quiere. A Susana no la quiere, estoy completamente segura porque aquel beso no fue un beso cualquiera, fue EL BESO.
Esta noche Varadero está genial. Hay mucha gente y caras nuevas. No tenemos 18 años, pero ya nos conocen y no hay problemas para entrar. Somos un buen reclamo, estamos guapísimas. Voy con un vestido rojo ceñido de Carla. A mí me queda muy apretado porque lo relleno más. Es un vestido de tirantes con tachuelas en el pecho y tiene abertura en la pierna derecha hasta el muslo. Me he puesto los zapatos dorados, los de siempre, porque son los que aguanto para bailar. El día que se me rompan no sé qué voy a hacer. No voy muy maquillada, no me gusta, aunque los ojos siempre los llevo con sombras oscuras y lápiz negro difuminado. Tengo los labios carnosos y no suelo llevarlos pintados.
Está sonando nuestra canción favorita. Todos nos miran. Un aluvión de ojos nos acecha en la zona de baile, pero nosotras lo sentimos desde muy lejos. Estamos preciosas, somos únicas, bailamos genial, suena A Dios le pido, de Juanes. Lleva sonando varias semanas en la radio y en los pubs y es la canción más bonita del mundo. Mis amigas y yo la estamos cantando, simulando un micrófono falso con nuestro puño. La cantamos, la gritamos, la saltamos, la adoramos. Solo estamos las tres en este momento.
Varadero está a pie de playa, de hecho, hay una zona que es todo arena y hay que descalzarse. De día es un restaurante muy chic, y las noches de fin de semana abre todo el año como discoteca. No es una discoteca cualquiera, tiene zonas para estar tranquilos, otras para bailar, barras luminosas y varios ambientes. Si subes las escaleras de madera te encuentras con los puretas. Aquí podría estar incluso tu padre como te descuides. En la zona de abajo, en la playa y la pista de baile están los más jóvenes. Nosotras vamos exclusivamente a bailar y a reír. No tratamos con nadie y apenas saludamos. Nuestro grupo de tres es muy cerrado.
Dani llega a Varadero con sus amigos y con Susana, y Carla está enfadada.
— Ya viene a fastidiarme — relata, refiriéndose a su hermano, porque Carla cree que luego se chiva de todo a su madre.
En realidad, Dani no ha venido a vigilar a su hermana, sino a mí, pero eso solo lo sé yo, y no lo digo. No puedo ser suya y no porque yo no quiera, porque sí quiero. Me controla porque no puedo ser de nadie.
Se han acercado a saludarnos y Susana nos mira con aires altivos.
— ¡Qué chica más odiosa! —le digo a Tamara al oído.
Mientras más me mira Dani, más hago como que me divierto a tope, ya incluso exagerada. Tonteo con otros chicos en la pista y le pongo celoso a propósito. Veo sus ojos de rabia de refilón.
Hoy me voy a marchar sin que se dé cuenta, para que sufra.
— ¡Adiós, chicas, me piro!, ya está bien por hoy — me apresuro dando besos y escabulléndome entre la muchedumbre.
A paso ligero camino, tengo toque de queda a las 12. Mis amigas pueden estar más tiempo. No hay más de 400 metros desde Varadero hasta la puerta oxidada de mi casa, y la noche está clara, con luna. No tengo miedo.
Otra noche más de fiesta, de risas y cansancio antes de caer rendida en mi cama, blandita y con olor a suavizante.
En mi habitación también duerme María, pero ella no ha llegado aún. Mi hermana y yo dormimos en dos camitas separadas por una mesilla de noche. No hay espacio para nada más en la habitación, de hecho, toda nuestra ropa está en el cuarto de Aurori y en el pasillo, en un burro. La única ventana que tenemos da al patinillo comunitario y es muy triste no poder ver más que una pared blanca encalada.
Aún está el papel pintado de mariposas en nuestra habitación, algo desgastado y sucio. Las colchas siguen siendo las de la infancia, en rosa chicle con corazones, pero siempre muy limpias. Tenemos muchos peluches que deberíamos donar o regalar. María siempre se está quejando por dormir conmigo en esa habitación de niñas pequeñas como dice ella. A mí no me importa, observar estas cuatro paredes desde mi cama me recuerda que pronto me iré de aquí. Trabajaré duro para conseguir una casa como la de piscina de arena, con un vestidor enorme y miles de zapatos como los míos dorados, que no duelen. Así me duermo, pensando en ello para soñar, aunque me dé de bruces al abrir los ojos por la mañana.
El domingo 2 de junio de 2002 no tengo ganas de nada. Me lo paso delante del cuaderno de matemáticas. Llega pronto el lunes y hago el examen fatal.
— ¿Cómo ha ido? — me pregunta Tamara.
—Mal, ¿cómo va a ir? —respondo.
Noto a Tamara un poco nerviosa.
El examen de matemáticas me tiene deprimida. Además, David, el empollón, está excesivamente pesado hoy haciéndome preguntas. Se ofrece siempre a ayudarme, pero yo sé lo que quiere de mí, y no lo va a tener. No me gusta David, lleva muchos años acosándome. Hoy se sentó junto a mí en clase de Arte y creo que me he pasado tres pueblos con él. Estábamos dibujando un cubo con carboncillo. Para difuminar las sombras teníamos que usar el dedo índice y el pulgar. David me estaba preguntando tantas cosas que no me pude contener, le puse un dedo en la mejilla y le extendí el carboncillo. Se lo merecía en el momento, además, le dije:
— Nunca seré nada tuyo, David.
Ahora me siento mal por mi comportamiento.
El verano se apresura con calor desde mayo. Ya es miércoles. Hoy mi padre me ha dejado sola en el chalet de la piscina de arena del tal Heidenberg, cortando el césped. Ha ido un momento a la casa de la señora Rosalía Domínguez a cobrar.
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