— Hasta el miércoles, Esperanza — se despide con la mano mientras me marcho.
Me digo de no mirar atrás, pero vuelvo la cabeza y le sonrío. Allí sigue de pie sin subirse al Porche apreciando cómo me alejo, incansable, pedaleo tras pedaleo.
Estoy exhausta. Marco no me ha adelantado, aunque también iba en esta dirección. Llego a casa sudada y con sensación de fatiga. Me quito toda la ropa y me meto en la ducha. No espero a que el agua esté tibia, necesito frescor. Con los ojos cerrados miro hacia arriba y me agrada el chorro de agua que cae sobre mi piel. Tengo el corazón a mil por hora, entonces grita mi madre:
— ¡Esperanza, está Tamara al teléfono!
—¡Estoy en la ducha, ahora salgo! —contesto.
El paseo matutino me ha tomado más tiempo del que había calculado, es la hora de almorzar. Salgo a toda prisa de la ducha, estoy acelerada y descuelgo para marcar a Tamara. Casi sin respiración hablo con ella:
— A las ocho como siempre donde Carla, ¿vale? Tráete lo de las uñas, porfa —me dice Tamara un poco seria.
— No Tamara, mejor quedamos después de comer que os tengo que contar un secreto, díselo a Carla. Voy a comer y salgo para tu casa — le digo.
— Yo también necesito deciros algo, Esperanza — concluye Tamara con voz temblorosa.
Aurora ha preparado albóndigas, hoy no están en la mesa ni papá ni María. A medio día es lo normal. Papá ha salido esta mañana a trabajar. A saber dónde está María, tampoco me importa demasiado.
Estoy tan nerviosa que no pruebo bocado y astuta me levanto de la mesa a recoger sin que mi madre se percate de lo poco que he comido. Con Aurori no medio palabra, está ausente, como de costumbre.
— Mamá, yo recojo — digo.
— Gracias hija.
Me marcho decidida a contarles a Carla y Tamara quién es Marco y lo rara que me siento últimamente al pensar en él, sin embargo, al verlas, no soy capaz y las convenzo de dar un paseo por la playa. Están muy cansinas preguntándome por mi secreto. Me notan muy distraída. Tamara tampoco suelta prenda a pesar de que me ha dejado muy preocupada por teléfono.
Debajo del Chiringuito El Navegante tenemos nuestro escondrijo particular. En los meses de verano ya no es solo nuestro porque las multitudes acuden al bar y buscan la sombra debajo del tinglado. Está construido sobre palos de madera y cuando sube la marea de la playa chica de Sotogrande, los cubre de agua hasta media altura. La resaca del mar sube en este momento, pero aún quedan un par de horas buenas de luz y arena seca allí abajo. La maleza ha crecido ubérrima alrededor.
Hemos llegado a nuestro escondrijo en un paseo agradable y tenemos planificada la escapada de la noche a Varadero Beach. Tengo decidido qué me voy a poner y cómo me voy a peinar. Tamara me pintará las uñas de azul cobalto y Carla me hará una trenza de esas tan chulas que nacen desde arriba, pero con algún mechón suelto que caiga por la cara. Luego quizás me la deshaga porque me gusto más con el pelo suelto.
Llevaré una minifalda vaquera desgastada, con unos botones dorados que Carla le ha cosido en un lateral. Por arriba me pondré la camiseta de mi hermana Aurori, la que tiene un volante en el hombro. Esta camiseta se la fabricó ella, es muy habilidosa con la máquina de coser. Es capaz de transformar ropa vieja y antigua en trapillos monísimos.
Mientras hablamos de todo esto entre risas y paverías se entrelaza el sonido de un llanto desconsolado de lo que parece ser un bebé.
— ¿Has escuchado?, calla, calla, ¡calla! — ordeno poniéndoles un tapabocas con las manos a mis amigas.
— Sí, sí, por allí. Vamos —dicen temerosas con voz bajita.
Acotamos la zona y nos acercamos agachadas siguiendo esa llamada de auxilio aterradora. Esquivo dos palos y la vegetación. Vislumbro un bebé envuelto en una manta blanca muy sucia. Es un crío muy pequeño y asoma su cara arrugada de piel negra, desencajada de dolor y con llanto de angustia. Miramos a nuestro alrededor y no vemos a nadie.
— ¿Qué hacemos? — balbucea Tamara.
— ¡No sé, no lo toques, hay que avisar a la policía! — advierte Carla.
—¡No, silencio! —con decisión cojo al bebé hambriento, lo arropo y me lo aprisiono en el pecho. Huele muy mal, a podredumbre, a muerte. Me dan arcadas, incluso. El bebé deja de llorar por unos minutos.
Tamara y Carla siguen atónitas mi paso apresurado hasta casa. Voy dispuesta a informar a mi madre, ella sabrá qué hacer.
Aurora se ha puesto blanca. Grita y llora. No quiere llamar a la policía, quiere calmar a ese niño. Es un chico.
Mi madre prepara al fuego leche tibia, coge un guante de látex y lo rellena con ésta. Con un alfiler hace un pequeño agujero en el dedo meñique del guante y se lo introduce a la criatura en su diminuta boca. Carla ha sacado la manta sucia, donde venía envuelto, a la puerta. Tiene impregnado un olor abominable.
— Busca a tu madre, Carla. ¡Ahora, corre! —dice Aurora.
La madre de Carla, Fátima, es enfermera. Sabrá qué hacer. Mi hermana Aurori está llenando el barreño de la ropa con agua calentita y jabón. Me parece adorable ese crío tan pequeño de apenas dos palmos que aún lleva parte del cordón y la placenta colgando. Su piel es muy oscura y aterciopelada a pesar de lo arrugada que está. A las costas gaditanas de la zona no dejan de llegar inmigrantes. Las noches son un refugio de personas que sueñan con una vida mejor. Muchas mujeres jóvenes africanas suben a las pateras y a las lanchas de contrabando y tráfico de personas. Vienen embarazadas a punto de dar a luz porque si su hijo nace en España ya no pueden deportarlos, al menos esto es así en la teoría, aunque es mucho más complejo. Las mafias se aprovechan del ansía de todos ellos por llegar aquí. Este niño es fruto de una historia así, aunque no hay rastro de su madre. Muchas fallecen después de dar a luz, otras abandonan a sus hijos, otras son detenidas. No hablan el idioma y hay tantos dialectos africanos que no se las atiende correctamente.
Los niños corren muy mal augurio. Son las víctimas más vulnerables de esta red de mafias y aprovechados. El hermano de Susana, Nachote, contribuía a ello. Quien menos te esperas está metido en un berenjenal así. Es dinero rápido.
Aurora y Fátima han tomado una decisión y nos han leído la cartilla. Han estado hablando en el salón a solas y nosotras esperamos sentadas en la cocina, con el bebé calmado y arropado dentro del canasto de mimbre de la fruta. Mi corazón está a punto de sufrir un colapso. Me siento muy triste.
— Si alguien pregunta, vosotras no sabéis nada, ¿entendido? — nos ordena Fátima y asentimos con la cabeza. Estamos cabizbajas y meditabundas, como diría mi abuelo Paco que en paz descanse.
Son las 20:30 horas del 8 de junio de 2002, papá aún no ha llegado, María tampoco, pero deben estar al caer. Fátima y Aurora salen de casa con el bebé. No sabemos a dónde van, están muy serias.
En el silencio, nos quedamos esperando las cuatro agolpadas en el mismo sofá, muy pegadas y pensativas. Yo me he dado otra ducha. Aún puedo masticar el hedor en mi recuerdo cuando me precipitaba a casa con esa cosita pequeña y gritona entre mis brazos. Por suerte está vivo, parece estar bien.
Hoy no dormiré pensando en ese niño, pensando en Salvador, porque ese será su nombre. Tampoco dejaré de pensar en mis amigas, sobre todo en Tamara, a quien abrazo esa noche con fuerzas después de una confesión que me hace. Pobre Tamara.
Читать дальше