Arturo Fontaine - La pregunta por el régimen político

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Gran lectura para la reflexión constituyente. Fontaine se adentra en las formas de gobierno entrelazando las ciencias políticas, el derecho, la historia y la actualidad internacional. Con pluma impecable, el libro revela los desafíos de la democracia y la trascendencia del régimen político.
Isabel Aninat, Decana de Derecho. Universidad Adolfo Ibáñez

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El caso paradigmático de semipresidencialismo es, probablemente, Francia. El Presidente tiene la facultad de disolver la Cámara o Asamblea, pero el Primer Ministro y su gabinete pueden ser objeto de un voto de censura por parte de la Asamblea. Una mayoría de parlamentarios puede dar origen a un gabinete contrario al Presidente. Así, un Presidente socialista como François Mitterrand se encontró en 1986 con que el gobierno pasaba de sus manos a las de un Primer Ministro de derecha, Jacques Chirac.

En un régimen parlamentario eso implica que renuncia el Primer Ministro y asume uno nuevo. Es un cambio de gobierno que en nada afecta al poder del Jefe de Estado. En un régimen presidencialista, el Parlamento no puede nombrar a los ministros. Si el Presidente no tiene mayoría en el Parlamento se mantiene en su cargo desempeñándose como Jefe de Estado y de Gobierno. Si quiere aprobar leyes deberá negociar con parlamentarios opositores las mayorías requeridas para su aprobación o armar una nueva coalición. En cualquier caso, continúa gobernando vía decretos en todas aquellas materias que no impliquen cambios legales. Bajo el semipresidencialismo, el Presidente permanece en su cargo, pero, en los hechos, su poder queda sumante cercenado, pues las riendas del gobierno han pasado a la oposición. ¿Cuán cercenado queda? Depende de la Constitución y las prácticas de cada país. Pero su papel podría llegar a asemejarse al del Jefe de Estado de una república parlamentaria. Es lo que ocurre en Austria y Finlandia, por ejemplo. En otras palabras, el semipresidencialismo puede operar en la práctica de modo análogo, a veces, al presidencialismo y, a veces, al parlamentarismo. Volveré sobre esto en el capítulo iii.

Capítulo II

¿Un Parlamentarismo para Chile?

Palabras preliminares

El régimen parlamentarista tiene un larga historia que se asocia a la historia misma de la democracia. Ha funcionado y funciona bien y de manera estable en países de tradiciones diferentes: el Reino Unido, Alemania, Holanda y España, por ejemplo. Su característica central es que facilita la formación de mayorías parlamentarias que originan y respaldan al gobierno, lo que permite tomar decisiones importantes con rapidez y sin necesidad de negociaciar los proyectos con un poder independiente que puede demorarlos, modificarlos o entrabarlos. Se espera que, tras las elecciones populares, el Parlamento que responde a ellas, forme un gobierno acorde y lleve a cabo sus proyectos. La delegación va de los ciudadanos a los parlamentarios y de estos al o la Primer Ministro, quien se mantiene en el poder mientras la mayoría de los parlamentarios así lo decida.

Como escribió Walter Bagehot, el “eficiente secreto” del parlamentarismo inglés es “la casi total fusión de los poderes ejecutivos y legislativos” en el Gabinete (Bagehot, 1867, p. 10). Stuart Mill distinguió, sin embargo, entre “controlar las tareas del gobierno y de hecho hacerlas” (Mill,1861, p. 271 y 282). La Asamblea se encarga de lo primero y el Gabinete, de lo segundo.

Un político o estadista que es bueno en determinadas circunstancias no es bueno en otras. Si el escenario cambia por razones políticas, económicas o sociales, quien hasta ese momento era el líder adecuado, puede dejar de serlo. Hay personalidades aptas para tiempos tranquilos y las hay para tiempos confrontacionales. Hay momentos para las palomas y hay momentos para las águilas. Es conveniente poder “reemplazar al piloto de la calma por el piloto de la tempestad”, escribió Bagehot. En tiempos turbulentos una persona que tenga todas las virtudes, pero a la que le falte el “elemento demoníaco” puede fallar (Bagehot, 1867, p. 22 y 23). Una gran ventaja del parlamentarismo es que, en principio, permite al partido o coalición mayoritaria elegir a la persona adecuada al momento. Esa capa dirigente de políticos profesionales elegidos puede hacer ese discernimiento, provocar la renuncia del gobernante y nombrar a otro. Esta es, a mi juicio, quizá la mayor virtud del parlamentarismo: poder escoger al gobernante apropiado según varíen los acontecimientos y circunstancias. Dicho voto de censura puede gatillar una disolución del Parlamento, claro. Pero asegura la representatividad de quienes elegirán al nuevo Primer Ministro. El régimen presidencialista, por sus plazos fijos, carece de esta flexibilidad.

Las líneas que siguen en modo alguno pretenden abordar el parlamentarismo como tal.13 Nada de lo que aquí digo debe entenderse como crítica del parlamentarismo mismo. La cuestión es otra, la cuestión es si es conveniente y si es factible un régimen parlamentarista en Chile.

La propuesta de un régimen parlamentarista para Chile hoy se vincula, me parece a mí, con los mencionados estudios de Arturo Valenzuela (Valenzuela 1985 y 1994) y otros en una línea similar. Los argumentos de Valenzuela siguen siendo los más sólidos y persuasivos para justificar un parlamentarismo para Chile. La tesis se funda en las conocidas objeciones de Linz al régimen presidencialista, ya esbozadas. Pero agrega un punto significativo: el sistema de partidos chileno, profundamente arraigado en la historia del país, por su carácter multipartidista opera mejor en un régimen parlamentarista que en uno presidencialista. ¿Por qué? Porque el parlamentarismo es más apto para formar coaliciones que el presidencialismo. ¿Por qué? Porque, si hay multipartidismo, el gobierno mismo surge de una alianza de diversos partidos que logra la mayoría del Parlamento y, en principio, termina cuando dicha mayoría se pierde.

Desde luego, tal como predijo el profesor Valenzuela en 1985, ni el sistema electoral binominal ni el desarrollo económico lograrían poner fin al multipartidismo chileno. Según Valenzuela, “sería un error suponer que las bases electorales de los partidos estaban definidas estrictamente por líneas de clase”. Más bien los partidos se nutren de “subculturas políticas” que se transmiten “de generación en generación” (Valenzuela, 1985, p. 15, p. 19, p. 20). Por otra parte, el sistema electoral vigente a partir del 2015 permitió la emergencia de un gran número de partidos nuevos. No está asegurada la continuidad intergeneracional de esas grandes tendencias —radical, socialista, comunista, izquierda o derecha cristiana— que Valenzuela describió en 1985. Pero más allá de ello, el hecho del multipartidismo es indesmentible.

Bajo el parlamentarismo hay incentivos potentes para armar una coalición mayoritaria. El argumento no dice que el multipartidismo deje de ser una dificultad en el régimen parlamentarista. El fraccionamiento del sistema de partidos es un problema en todos los regímenes políticos. Lo que el argumento sostiene es que esta dificultad se aborda mejor desde el parlamentarismo que desde el presidencialismo.14 ¿Por qué? Porque bajo el parlamentarismo las coaliciones tienden a armarse en el Parlamento después de las elecciones y para formar un gobierno. Supuesto lo anterior, ¿en qué se traduce? El atractivo de integrar el gobierno es un incentivo poderoso y la negociación entre los diversos partidos se facilita porque se sabe cuánto pesa cada uno de ellos. Es decir, es claro cuántos escaños cada partido tiene y aporta a la potencial coalición o sustrae de ella. Hay que suponer partidos disciplinados y dependientes entre sí para formar gobierno.

Las democracias modernas se basan en partidos y coaliciones de partidos. El gobierno pertenece o cuenta con el apoyo de un partido o coalición. Las relaciones entre el gobierno y su coalición son cruciales. De las relaciones intra-partido e intra-coalición depende la suerte misma del gobierno. En la práctica, más relevantes que las relaciones Poder Ejecutivo-Parlamento son las relaciones del Gobierno con los parlamentarios de su partido y coalición, así como con los parlamentarios de los partidos de oposición (King, 1967, Andeweg y Nijzink, 1995). El Primer Ministro tiene un arma incomparable para presionar a los parlamentarios de su sector que el Presidente no tiene: la disolución. En virtud de ella, el gobierno dispone de una ventaja formidable para mantener la fidelidad de sus partidarios. En cambio, el Presidente, a medida que se acerca el fin de su mandato, tiende a perder poder para disciplinar a los parlamentarios díscolos. Es lo que se conoce como el síndrome del “pato cojo”. Volveremos sobre el tema de las coaliciones bajo el presidencialismo en el capítulo iv.

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