Arturo Fontaine - La pregunta por el régimen político
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Isabel Aninat, Decana de Derecho. Universidad Adolfo Ibáñez
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Segundo, se da —de hecho en Chile se ha dado muy a menudo— que el Presidente no cuente con mayoría en el Parlamento o la pierda o no logre disciplinar a los parlamentarios díscolos de su propio partido, lo que puede conducir a postergaciones, trabas e, incluso, a una parálisis legislativa. Lo que resulta del hecho de que —en contraste con el parlamentarismo— no habría estímulos para formar y sostener en el tiempo coaliciones de gobierno. Bajo el presidencialismo, las “coaliciones son excepcionales y con frecuencia insatisfactorias para los participantes” (Linz, 1994, p. 19). El multipartidismo, al no haber incentivos para la formación de coaliciones, solo hace más probable el bloqueo legislativo. Así, los presidentes no pueden materializar sus proyectos. Es el argumento anti-presidencialista clásico. Lo planteó ya Walter Bagehot en 1867: “El ejecutivo queda tullido al no obtener las leyes que necesita, y el legislativo se malcría al tener que actuar sin responsabilidad; el ejecutivo no está a la altura de su nombre, pues no puede ejecutar lo que decide; la legislatura es desmoralizada por la libertad, al tomar decisiones cuyos efectos recaerán sobre otros (y no sobre ella misma)”.11 Difícil decirlo mejor y de manera más concisa.
Linz —que nunca dejó de favorecer el parlamentarismo— sin embargo, entre el semipresidencialismo y el presidencialismo se inclinaba por este último. En Chile lo puso en estos términos: “Es decir, si me ponen entre la espada y la pared, pues digo: sigan ustedes con lo que tienen, no ha funcionado, pero puede que lo hagan funcionar, pero no intenten este sistema mixto que en el fondo va a ser presidencial, pero sin las ventajas de la claridad que tiene este sistema presidencial” (Linz, 1989, p. 44). En otras palabras, para Linz si el parlamentarismo por alguna razón no es posible, es preferible optar por el presidencialismo; no por el semipresidencialismo. Retomaré el tema en el capítulo iii.
Los dos problemas del presidencialismo, ya señalados, emanan directamente del concepto de pesos y contrapesos propio de los regímenes presidencialistas, que buscan limitar el poder del gobernante. Para cambios legislativos que no susciten acuerdo mayoritario en el Parlamento, se requiere sostener en el tiempo la mayoría popular que apoya al Presidente y sus proyectos hasta que ella se refleje en las elecciones presidenciales y parlamentarias siguientes. Es un mecanismo diseñado para poner obstáculos al poder de mayorías circunstanciales, como examinaré en la segunda parte de este ensayo. Su contracara son las dos características señaladas.
No pretendo examinar aquí estos argumentos. Volveré sobre ellos en el capítulo iv. Por ahora los asumo sin más, porque son los que se formulan habitualmente para justificar la necesidad de un cambio de régimen político.
A lo anterior se añade un tercer factor: la Constitución vigente, como señalé, tiene un pecado original que afecta su legitimidad. Ahora bien, como ella es presidencialista, resulta atrayente pensar que la nueva Constitución instaure un régimen político opuesto, no presidencialista.
La necesidad de abandonar el presidencialismo porque puede encontrarse con frecuencia en minoría es, quizá, el argumento sobre el cual hay en Chile mayor acuerdo entre quienes se han ocupado del tema. Se busca evitar esa situación permitiendo la disolución del Parlamento. Así, por ejemplo, el profesor Francisco Zúñiga afirma que el “cambio de régimen político tiende a fortalecer el Gobierno y la Administración, no tiende a fortalecer al Congreso Nacional. La idea de un nuevo régimen político es asegurar la gobernabilidad del país porque lo que tenemos en los últimos años es un presidencialismo minoritario, es decir, un presidencialismo con un presidente o presidenta impotente” (Zúñiga y Peroti, 2020, p. 55). El punto parece ser que —contra lo que se dice a menudo— el “hiperpresidencialismo” es, en verdad, una ilusión, pues lo que tenemos es “un presidente o presidenta impotente”. ¿Por qué? Porque muchas veces tiene un Parlamento con una mayoría de oposición. Y el parlamentarismo o el semipresidencialismo se postulan, entonces, como modo de evitar esa situación. ¿Cómo? Con un “Jefe de Gobierno”, elegido por la Cámara de Diputados (o equivalente).
La idea de que lo que hay en Chile es sin más un “hiperpresidencialismo” está siendo seriamente cuestionada por diversos estudios académicos recientes. Aunque no es tema de estas páginas, conviene dejar constancia del asunto. Carlos Huneeus, por ejemplo, termina su estudio al respecto sosteniendo que “podemos concluir que el Presidente, desde el punto de vista de su autoridad, no es fuerte, aunque en términos de poder puede serlo, especialmente por su posibilidad de influir en la agenda pública a través de los medios de comunicación o la posibilidad de detener o dificultar la marcha del gobierno por debilidades de su liderazgo”. Huneeus pone el énfasis en los contrapesos al poder presidencial que provienen de diversas instituciones, aparte del Congreso como tal. Menciona al Banco Central, a los poderes que hoy tiene el Senado en materia de nombramientos —respecto del Banco Central, el Consejo Nacional de Televisión, ministros y fiscales de la Corte Suprema, consejeros del Servicio Electoral (Servel)— a la Alta Dirección Pública (que incluye la Fiscalía Nacional Económica, el Instituto Nacional de Estadísticas (ine), el Servicio Nacional del Consumidor (Sernac), entre muchos otros servicios), en fin, la Contraloría General de la República. Esto no era así en la Constitución del 80. “El mandatario se encuentra en el sistema no solo frente al Congreso, como lo resaltan politólogos y constitucionalistas, sino también ante otras instituciones, con las cuales debe estar de acuerdo para tomar decisiones o que controlan las decisiones del gobierno. Hay una mayor complejidad institucional que repercute en la autoridad del Presidente, que antes no existió, que le plantea enormes desafíos a su liderazgo” (Huneeus, 2018, p. 368).
Por otra parte, varios estudios comparados señalan que el Presidente de Chile es menos poderoso que muchos de sus pares latinoamericanos (Pérez-Liñán et alia, 2018; Basabe-Serrano, 2017; Martínez, 2020b). Christopher Martínez sostiene que la hipótesis del hiperpresidencialismo se basa en un examen de los solos “poderes formales”, pero “ese enfoque es incompleto, sesgado e incluso engañoso”. Según Martínez, la idea del “hiperpresidencialismo ha pasado sin mucho escrutinio”. Sin embargo, la realidad es otra. Incluso, en materias de gasto público —pese a la iniciativa exclusiva del Presidente— los parlamentarios influyen y, de hecho, modifican los proyectos presupuestarios del Presidente (Arana, 2013 y 2014; Villarroel, 2012). Martínez plantea “cuatro obstáculos que no permiten apoyar la hipótesis de que en Chile existe un hiperpresidencialismo” (Martínez, 2020b). En especial, a su juicio, al comparar con otros países el análisis de las prácticas legislativas —que muestran un Congreso activo—, el papel de partidos políticos institucionalizados y el grado de influencia de la Presidencia en otras instituciones, queda desmentido el supuesto hiperpresidencialismo chileno.
El presidencialismo se vive en Chile, como es natural, con conciencia de sus imperfecciones y deficiencias, sintiendo el desgaste de lo próximo y acostumbrado. En cambio, ese nuevo régimen parlamentarista o semipresidencialista solo se imagina a la distancia. “El pasto siempre es más verde en la casa del vecino”. A veces se razona como si dados los problemas del presidencialismo, lo que lo reemplace será inevitablemente mejor. Pero como se verá en las páginas que siguen, dichos regímenes tienen ciertas ventajas, pero también acarrean sus propias dificultades —problemas nuevos que el presidencialismo no tiene— y que conviene sopesar antes de implantarlos en Chile.
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