Julio Pinto Vallejos - Caudillos y Plebeyos
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Ni siquiera el corazón mismo de la capital, la Plaza de Armas de Santiago, estaba libre de ese tipo de tumultos. Según lo relata el historiador Diego Barros Arana, testigo presencial de los hechos, la concurrencia de un gran número de personas, «especialmente de plebe», a presenciar el espectáculo de una ascensión en globo aerostático, se vio alterada por el mal funcionamiento del novedoso aparato. Enardecida ante lo que consideró una estafa, la multitud las emprendió contra el frustrado aeronauta, y, al ser protegido éste por la policía, en contra de ella también. El enfrentamiento, alimentado con el empedrado que por entonces pavimentaba la plaza, fue escalando hasta afectar las casas contiguas, entre las cuales descollaba la residencia presidencial (que aún no se trasladaba al Palacio de La Moneda). Ante esta circunstancia, intervino un escuadrón de la escolta presidencial, que «sable en mano, cayó como un rayo sobre la plebe». El incidente concluyó con la dispersión total de los «revoltosos», un número indeterminado de los cuales quedó herido, «tendidos por el suelo». Según el recuerdo del historiador, corría el mes de abril o mayo de 1839, es decir, la etapa final del tan justipreciado cierre de la primera presidencia del «orden» 240.
Tal vez previsible en el ámbito de lo «estrictamente» social, inherentemente esquivo al control policial o gubernamental, esta incapacidad también comenzó a hacerse manifiesta en el de la política, tan celosamente despejada de intromisiones plebeyas desde los albores de la administración Prieto. Hay por cierto que advertir que ese afán desmovilizador siempre reconoció límites, hasta cierto punto inevitables para quienes habían optado por atenerse a los parámetros fundamentales del republicanismo, y a lo que esa alineación implicaba en materia de legitimación política 241. Así, aun aplaudiendo el término de los «tumultos» y los «desenfrenos» de la era pipiola, el discurso oficial no perdía ocasión para asegurar que el orden restablecido era al fin y al cabo sólo un síntoma de su universal y espontánea aceptación por parte de las grandes mayorías nacionales, inevitablemente ganables para una propuesta que se cimentaba en la unión y el progreso colectivo (entendiendo este último adjetivo en su acepción de «nacional»).
En esa veta, y refiriéndose a la tranquilidad en que habían transcurrido las elecciones municipales de comienzos de 1831, El Araucano aseguraba que «la masa de la población descansa en los sufragios de esa fracción que sabe dar dirección a sus destinos, y como no ha divisado un partido de oposición capaz de hacerle frente, ha permanecido quieta, manifestando que su voluntad es la misma, en esa aprobación y alegría con que celebra el resultado de las votaciones» 242. Algo similar se señalaba respecto del clima con que se había festejado el 18 de Septiembre de 1834: «en ninguna de las fiestas anteriores ha sido tan universal el regocijo. Contribuían sin duda a exaltarlo el sentimiento de paz y seguridad, que cuatro años de orden y sosiego han arraigado al fin en los ánimos, y la esperanza de un porvenir dichoso, de que vemos tan alegres presagios en la creciente prosperidad del país» 243.
En una coyuntura particularmente crítica para el régimen, como lo fue la que derivó en el Motín de Quillota y la muerte de Portales, la falta de adhesiones plebeyas a dicho movimiento subversivo fue interpretada como demostración palmaria de validación política: «la mejor prueba de la regularidad de la administración y del orden que reina en todos los ángulos del Estado, es el entusiasmo general con que se han pronunciado los individuos de todas las clases en defensa de las autoridades y de las leyes» 244. Lo propio habría ocurrido, o al menos así lo interpretó el discurso oficial, ante el desafío planteado por la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana. Con motivo del recibimiento masivo brindado a las tropas vencedoras, El Araucano editorializaba complacido: «en estos transportes de júbilo vemos algo más que aclamaciones efímeras… Hay la aprobación espontánea y universal de un pueblo, que sella los actos de sus mandatarios, y se da el parabién a sí mismo por el acierto de su elección». «El profundo interés de los Chilenos de todas clases», continuaba, «ha contribuido a la solemnidad y alegría de esta fiesta patriótica; cada cual ha hablado el lenguaje que le era propio; y las demostraciones honoríficas del Gobierno han sido dignamente sostenidas por el exaltado alborozo del pueblo» 245.
Pero el régimen no siempre se conformó con un apoyo meramente «tácito». Así por ejemplo, cuando se promulgó la Constitución de 1833, se estimó necesario organizar en todos los pueblos de la República actos masivos de adhesión, cuidadosamente coreografiados por el Ministerio del Interior. Tras la jura del documento por las autoridades locales correspondientes, éstas debían convocar al «pueblo»–entendido aquí como el conjunto de la población respectiva–, solicitando un juramento análogo bajo la siguiente invocación: «¿Juráis por Dios y por los santos evangelios observar como ley fundamental de la República de Chile, el Código reformado por la Convención? –Sí juro– Si así no lo hiciereis, Dios y la Patria os lo demanden». Como en todos los festejos públicos de la época, esta ceremonia, realizada en la plaza principal de cada localidad, debía ser acompañada de «repique general de campanas y salvas de artillería», además de iluminación y embanderamiento de las viviendas. Se instruía asimismo a sus organizadores a solemnizar la proclamación «lanzando al pueblo monedas y medallas» 246. De acuerdo a los informes recibidos de diversas autoridades locales y regionales, las expectativas oficiales se habrían cumplido a plenitud. En Talca, por ejemplo, el pueblo respondió a la lectura de la Constitución «con gritos de entusiasmo y demostraciones de júbilo: ¡Sí Juramos, viva la Constitución, honor a la Gran Convención!»; en tanto que en Rancagua, durante tres días, «el pueblo todo sólo se ha ocupado en celebrar el porvenir venturoso, que nuestra Carta le ha afianzado para siempre» 247.
No sería difícil descartar estas descripciones como mera propaganda oficial, destinada al autoconvencimiento de una élite que, con o sin ese apoyo plebeyo, no tenía intención alguna de renunciar a lo que hacía mejor: el ejercicio fáctico del poder. Como es de suponer, el «entusiasmo» popular seguramente no se originaba en reconocimiento alguno, sino simplemente en el reparto de monedas y la perspectiva de tres días de festejos autorizados y gratuitos. En perspectiva de largo plazo, sin embargo, la necesidad de reconvertir la dominación en hegemonía requería de mecanismos un poco más consensuales o sutiles de validación política, aunque sólo fuese para distender las disidencias oligárquicas que, pese al transcurso de los años, se resistían a desaparecer, y que siempre podían apoyarse, como ya lo habían hecho durante los años veinte, en potenciales adhesiones plebeyas. En ese contexto, y como lo han hecho notar numerosos autores, la desaparición física del ministro Portales y el triunfo contra la Confederación Perú-Boliviana propiciaron un clima de reconciliación política que podía conducir a una verdadera estabilización institucional, sin los sobresaltos y conspiraciones que habían jalonado el primer decenio portaliano 248. Así lo comprendió el gobierno de Prieto cuando resolvió poner término a la prolongada vigencia (noviembre de 1836 hasta mayo de 1839) de las facultades extraordinarias y el estado de sitio, anunciando unas próximas elecciones parlamentarias y presidenciales bastante más libres y competitivas que las verificadas durante todo el período anterior, y donde, por lo mismo, una movilización plebeya, activa o manipulada, como electores o como guardias cívicos, adquiría nuevamente ribetes estratégicos.
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