Julio Pinto Vallejos - Caudillos y Plebeyos

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En el proceso de independencia que libraron las antiguas colonias españolas, los sectores populares no estuvieron ausentes, como se ha visto o pensado. Y esto, porque sin ellos no hubiera sido posible pelear en las guerras o, simplemente, sin ellos no era posible funcionar.

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Por aquel mismo tiempo, y aproximándose ya el término de la administración Prieto, El Araucano reflexionaba sobre los beneficios que ésta dejaba al país, y sobre los desafíos que enfrentaba la que habría de asumir la sucesión. «Una era de paz y orden, de seguridad y organización», argumentaba, «debía preparar y aun iniciar otra de adelantamientos y mejoras de todo género, y abrirnos la puerta, por decirlo así, del bienestar y prosperidad». A un gobierno consagrado al orden, en otras palabras, debía seguir casi como por fuerza natural otro consagrado al progreso. Sin embargo, añadía, «la historia de todos los países, como la de todos los tiempos, y principalmente la del nuestro, nos demuestra claramente que es del todo ineficaz la acción de los gobiernos, en materia de adelantamientos, cuando no es asegundada por la cooperación unánime y espontánea de los gobernados», por lo que cualquier medida encaminada a apoyar el desarrollo material «quedaría inútil y sin resultado, si se encontrase con un pueblo indolente o desaplicado, vicioso o enemigo del trabajo» 228. Así, lo que ya se había insinuado incipientemente en casos como el del Gremio de Jornaleros de Valparaíso o la peonada de Chañarcillo, debía ahora proyectarse a un plano más sistemático y general. Con un pueblo ilustrado, disciplinado y trabajador, el tránsito desde el orden hacia el progreso debía quedar más expedito.

4. Un balance problemático: la refractariedad de la plebe

El 18 de septiembre de 1841, Joaquín Prieto se dirigió por última vez como presidente al Congreso Nacional. Más que satisfecho con el desenlace de su decenal gestión, invitaba a sus auditores a recordar «aquellos días de zozobra en que nada parecía vaticinar a nuestra patria un destino más próspero que el de otros pueblos hermanos». Desgarrada por la crisis de la independencia y por las normales tribulaciones de un estado naciente, la sociedad chilena se había visto afectada por «la exageración de principios, que en todas partes ha traído en pos de sí la inseguridad, el desorden, la dilaceración, la inmoralidad, y todos los vicios y males de una larga y a veces incurable anarquía». En tan alarmante contexto, la necesidad que su gobierno había venido a llenar, según él exitosamente, era la de instalar «un orden moderador, que pusiese trabas a los elementos de disociación». Entre éstos, de más está decirlo, figuraban con especial relieve los encarnados en una plebe levantisca, viciosa, y, para peor de males, con cuotas altamente inconvenientes de figuración política. Fruto de su remoción, concluía, «nuestro edificio social ha descollado sereno y majestuoso en medio de tempestades que han sembrado de escombros todas las secciones del territorio hispano-americano; y a su sombra no sólo han desarrollado rápidamente los gérmenes de prosperidad material, sino la cultura del entendimiento, y los goces de una civilización refinada» 229.

Anticipando de manera casi idéntica las palabras del presidente saliente, El Araucano se congratulaba algunos meses antes de que «la nación que acababa de salir de la anarquía y la guerra civil, entregada ahora a la industria y al trabajo, no sólo vio desaparecer pronto hasta las últimas trazas de los males pasados, sino que también empezó a disfrutar de una prosperidad y adelanto, desconocidos antes en este país o en cualquiera otro de los hispano-americanos» 230. Haciendo referencia específica al problema del orden social, el periódico oficial aseguraba que «ahora vivimos en medio de la más completa seguridad», y precisaba: «los delitos se castigan con la prontitud y severidad necesarias: todo ha cambiado de aspecto; y la generalidad del pueblo ha llegado a conocer cuán perjudicial era para la represión del crimen, para la seguridad y la moral, la antigua compasión o mal entendida caridad para con los delincuentes» 231. Este reconocimiento popular se hacía a su juicio extensivo al conjunto de la obra portaliana, lo que habría quedado en evidencia con el todavía reciente triunfo en la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, reforzado por «el entusiasmo público que siguió a nuestros bravos desde su embarque y les acompañó en todos sus pasos y acciones», lo que permitía concluir que «el espíritu nacional estaba formado, y no era extraño que produjera tan grandes resultados». En suma, la estabilidad del orden autorizaba a proclamar «sin temor de la menor contradicción, que la revolución había terminado en Chile, y que este país afortunado sobre los que tuvieron el mismo origen y emprendieron una misma carrera, salía el primero de ella con honor y gloria, para entrar en la vida ordinaria de los pueblos cultos, que sin tocar a los fundamentos del edificio social (énfasis mío), sólo aspiran a mejorarlo y embellecerlo» 232.

¿Se justificaba realmente tanto triunfalismo? La propia documentación oficial, ya sea de cuño administrativo o periodístico, permite ponerlo en duda. Ateniéndose estrictamente al orden de lo social, es significativo que antes de transcurrido un mes desde la muerte de Diego Portales, la peonada del mineral de Chañarcillo, enardecida por la aplicación de la pena de azotes a uno de sus compañeros acusado de robar «piedras ricas» (acto que en la jerga minera se conocía como «cangalla»), se haya sublevado en masa contra las autoridades locales, configurando lo que María Angélica Illanes califica como una de las primeras rebeliones con «expresa identificación de clase» de la era pelucona 233. Según el parte del gobernador de Copiapó, «sólo unos pocos de los amotinados eran peones de las faenas que hay en aquel Mineral, y el resto como en número de cincuenta o sesenta eran gente advenediza y vagos, de los muchos que seducidos por el interés de la compra de piedras se mantienen y conservan allí, a pesar de las activas y eficaces medidas que constantemente se han tomado para exterminarlos».

No obstante su tranquilizadora afirmación de que «las desgracias nacidas de este atentado no han sido de consideración», llama la atención que en uno de los epicentros de la bonanza económica portaliana se permitiese pulular a tanta «gente advenediza y vagos», o que sus propios trabajadores hayan exhibido tal propensión a la rebeldía masiva. Así lo reconocía a renglón seguido el citado gobernador, señalando que pese a ocupar «el arreglo y orden de este Mineral» la atención preferente del gobierno local, «no ha sido posible contener del todo los desórdenes», razón por la cual se comprometía a elaborar, «de acuerdo con el Gremio de Mineros», el reglamento de régimen laboral recordado páginas más arriba, y cuya entrada en vigencia, en abril de 1841, coincidió casi al minuto con los balances celebratorios de la administración Prieto 234. Sin embargo, estos preparativos no evitaron que en julio de 1839 estallase un nuevo motín en Chañarcillo, esta vez con el propósito de «apoderarse de la prisión que allí existe, y poner en libertad varios reos presos por robos». Pedía al efecto el Gobernador el aumento de la fuerza militar a su disposición, pues la existente era «escasamente lo bastante para la conservación del orden y la sujeción de la peonada siempre díscola, siempre tumultuosa e interesada en trastocarlo todo» 235. Como se ve, el orden no estaba tan garantizado como se decía, tal como lo refrendaba el propio intendente de la Provincia de Coquimbo un año después, al decretar, una vez más, ante la proliferación de «riñas, robos y otros desórdenes», el cierre de pulperías y bodegones 236.

Similares conclusiones pueden extraerse a partir del devenir de otro de los símbolos del orden social portaliano: el presidio ambulante, escenario permanente de fugas, violencias y revueltas. El 7 de julio de 1839, cuando en el país aún se celebraba el retorno victorioso de las tropas vencedoras en Yungay, el intendente de Santiago informaba al gobernador de Rancagua sobre la sublevación en Casablanca de «treinta o más criminales» que eran conducidos a los carros-jaula, logrando trece de ellos darse a la fuga 237. Mucho más grave fue la estallada menos de dos años después en las inmediaciones de Valparaíso, la que arrojó un saldo de 27 presidiarios muertos, ocho heridos y veinte fugados, así como tres soldados heridos. Comentando al respecto, El Araucano revertía sus juicios anteriores sobre las bondades del presidio ambulante y aseguraba que el gobierno, «que conocía por experiencia todos los riesgos y desventajas del sistema actual de presidiarios, meditaba muy de antemano el remedio, o sea el establecimiento de otros que, sin tales inconvenientes, pudiesen llenar las exigencias de la ley» 238. Esto no ocurriría hasta 1847 –es decir, mucho después del término de la administración Prieto– cuando el presidio ambulante fue reemplazado por la flamante Penitenciaría de Santiago 239. Por lo visto, ni la pena de azotes ni los carros-jaula eran antídotos suficientes frente a una plebe «díscola», «tumultuosa», y siempre presta a trastocarlo todo.

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