Me burla, estoy segura, mirale esa cara opaca indiferente, igual a la de esa gente que te «amarretea» esos secretos que morís por saber (y mucho peor cuando tienen que ver con tu vida); cómo los odio. Mirale la cara de satisfecho. Sabe que me tiene sujetada de un piolín, que conmigo puede hacer lo que quiere, que estoy a sus pies (desde hace rato ya). Hoy fue la prueba última, la comprobación de que no puedo soltarlo (aunque trate). Haga lo que me haga, vuelvo a él, lo necesito. Me las has hecho todas y sigo volviendo, soy patética. Y seguís sin hablarme.
No debí ni acercarme, y menos que menos tocarte, pero acá me ves, ya lo hice, qué le voy a hacer, ahora a atenerme a las consecuencias, no queda otra; serás macabro, che, ni que me tuvieras hechizada. Yo que me la pasé siempre metidita en mis libros, tranquila, apenas asomando la cabeza cada tanto, disfrutando de la fragancia del papel impreso, aquí estoy ahora, maniatada a este puñadito insulso de chips y cables. Cómo llegué acá, no sé, no tengo idea, todo por un puto mensaje, un re-putísimo mensaje que se me ocurrió enviar, quién me mandó. Acaso esperaba que me iban a recibir del otro lado de brazos abiertos. De verdad: qué esperaba. Por qué no me lo advertiste, aparato del orto, por qué. Por qué no te quedaste sin batería, por qué no te caíste al agua.
En fin, ya estoy jugada. Eso es lo que pasa con estos aparatos: no dan tiempo para la reflexión, te incitan a escribir cualquier cosa en la intimidad de la pantalla, parece una propuesta entre dos, el aparato y yo y nadie más, eso pensás, y luego lo enviás con un mero clic y ya está, ya no te podés retractar porque no es como una carta que la podés romper, que podés decidir a último momento no llevar al correo, donde tenés horas para reflexionar y arrepentirte y esperar a que se te enfríe la cabeza. Acá no, acá te dio una calentura del momento y listo, pam, te patinaste medio millón de palos en medias o en adornos de nochebuena y apretaste send y lo enviaste y ya está, a pagar, no hay otra. Es como vivir en pedo todo el día: te zarpás y hacés algo loco y cuando te querés acordar ya lo vio/leyó medio mundo, trascendió tu impulso y te expusiste al pedo, quedás a merced de un aparato malparido que ahora me mira desafiante y sin lástima. Jodete, me dice, jodete por boluda.
Te tiraría a la mierda, mirá. Es lo que te merecés. Vos me metiste en esta, gracias a vos estoy hasta las manos. El tema es que después de tirarte a la basura qué hago. Ves, eso es lo peor: sabés que jamás podría hacerlo. Me tenés enroscada, estoy atada sin remedio a esta mierda de plástico y acero inoxidable. Tengo toda mi vida ahí adentro, dentro de ese mísero aparato que detesto. Todo lo que significa algo para mí está ahí, en ese rectangulito plateado. El milagro solo puede venir de esta bazofia de 2x2 con una manzanita mordida en el medio, la manzanita del terror. Me siento personaje de un libro de Orwell, pero no Winston o uno de los héroes de Rebelión en la granja que admiramos porque resisten; soy del elenco que ya sucumbió, que entregó su cuerpo y alma al diablo, al Gran Hermano y a la manzanita maldita, y sigue sin haber respuesta, carancho. Qué tengo que pensar ahora. Puedo elegir creer que el mensaje no llegó a su destinatario. Pasa. Nos pasó a todos. Los aparatos no son imbatibles, después de todo, por más que lo presupongamos, no son inmunes a fallas, y fallan, lo juro, nos guste o no, nos cueste o no aceptarlo.
A veces estas manzanitas tan pulcras y perfectas nos traicionan; y lo peor es que jamás nos avisan cuando lo van a hacer, es parte del chiste, de su ironía perversa, de la crueldad intrínseca de estos bichos, siempre con esa sonrisita autosuficiente de Mona Lisa, esa actitud enervante de no querer compartir lo que se sabe, de guardarse todo para uno y disfrutar viendo cómo el otro sufre tratando de entender, de saber, de que por fin le respondan. Como dije, odio a la gente así, siempre la desprecié y la rehuí, pero aun así heme hoy aquí, desesperada, prisionera de uno de sus exponentes primarios que me sigue burlando con su indiferencia.
Me inclino por pensar que el mensaje no llegó a destino. Puede ser. Después de todo, aunque el servidor haya funcionado y el mensaje haya sido enviado con éxito, existe la posibilidad de que el destinatario esté alejado temporariamente de su aparato, y por lo tanto no haya revisado aún sus mensajes (no se puede descartar esta posibilidad, de veras, no todos están tan pendientes del aparatito este de mierda como yo, hay gente que no lo lleva encima todo el tiempo, todavía existen, son varios); también puede ser que el destinatario haya perdido su aparato, o que esté en un lugar con poca señal o en uno donde no está permitido usar celulares (como en el banco, por ejemplo, puede estar en el banco, aunque a esta hora medio difícil, pero bueno); puede estar alejado de su i-phone porque se está duchando o se está cepillando los dientes o está haciendo su rutina de gimnasia, todo puede ser, ¿no?
Y, sin embargo, sé que no es así. El aparato mismo me lo dice. Su silencio me habla al oído, me dice que este silencio es profundo, que tiene significado, que debo escucharlo; me dice que el destinatario sí recibió el mensaje que fue enviado de mi adorado aparato al suyo (que quiero menos), y ahora está almacenado ahí y él ha decidido, en complicidad con su aparato o no, eso no lo sé, no contestar. El aparato lo escuda, el destinatario lo sabe, sabe que no revelará su paradero, y menos que menos, sus sentimientos verdaderos. Sabe también que su aparato jamás enviará ningún mensaje a menos que él lo instruya y se lo haga saber de forma explícita.
Al enviar mi mensaje hace un rato, al presionar send , sé que rompí las reglas tácitas de nuestro juego. Al quebrar mi silencio, y por ende el del aparato, al elegir dar ese paso, sé que me expuse a mi propia desprotección, a mi propia autocondena. En el acuerdo implícito subscripto con mi aparato, jamás se contempló que yo actuara de manera unilateral, y menos con semejante desparpajo e idiotez. El aparato me suponía con un mínimo básico de inteligencia y cordura, y lo decepcioné; al igual que un padre que se siente traicionado por su hijo por quebrar su confianza cuando se copió en el colegio o por haber embarazado a una chica, el aparato se siente defraudado, y así es cómo ahora, triste y odiándome y desesperado por hallar un nuevo dueño más precavido, o al menos no tan irresponsable, que lo haga más feliz, decidió darme la espalda y comunicarse a través de su desprecio indisimulable y su pantalla muerta.
Porque la verdad, a esta altura ya no creo que vuelva a encenderse. También, pobrecito, mirá la dueña que le tocó: imbécil, sentimental y para colmo impulsiva. La verdad, qué pobre. Al igual que el padre con su hijo, no puede hacer retroceder lo que pasó, no puede remover el daño, ni aunque quiera puede cancelar ese mensaje, y yo tampoco puedo, el mensaje ya flota en el ciberespacio, ya atravesó cables de fibra óptica, miles, millones, desplegados en el fondo del mar; el mensaje ya tiene vida propia, es un feto en desarrollo que ya debe de haber nacido en la pantalla (encendida, viva) de su destinatario. Pero ahí mismo morirá el recién nacido, porque el destinatario claramente optará por no alimentarlo, por no alargarle su vida corta, y por eso el mensaje paupérrimo morirá ahí mismo, desahuciado y rechazado, abortado. Uno de tantos. Y todo por mi culpa. Yo lo engendré, yo lo condené a morir antes de nacer.
Y ahora qué. Cómo sigo. Se me cae la cara de vergüenza (y menos mal que fue un mensaje privado, por suerte no se me dio por publicar el mensaje en tu muro, imaginate lo que hubiera sido eso, ahí sí que daba para merecerme cualquier cosa que me pasara).
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