Sin embargo, la expansión de la coca en el agro amazónico impuso un nuevo ritmo en la región: las organizaciones campesinas se debilitaron, los tiempos de los campesinos se alteraron y las mercancías inundaron el área. En el predio campesino se perdió un espacio importante para la producción de alimentos, la estructura familiar sufrió cambios en su interior y el control del tiempo que tenía el campesino para sí y su familia también se vio afectado. El narcotráfico impuso su lógica en el territorio, y el campesino perdió su libertad y autonomía. El territorio amazónico fue usado para los fines lucrativos del narconegocio y la dinámica socioeconómica de los pueblos y veredas se organizó en función de su mercancía. El campesino se insertó en la dinámica impuesta por el narcotráfico y su economía doméstica campesina se empezó a constituir en una empresa familiar al servicio de este capital (Jaramillo, Mora y Cubides, 1986), es decir, el narcotráfico empezó a monopolizar el territorio amazónico y, con ello, se apropió de la renta de la tierra, haciéndola funcional para la producción de coca.
Eliane Tomiasi y Rosemeire Aparecida de Almeida (2010, p. 45) explican que el capital puede monopolizar el territorio sin que exista una territorialización en el momento en que, pese a que el capitalista no es el propietario de la tierra, se crean las condiciones necesarias para apropiarse de la renta de la tierra y generar una total dependencia del pequeño o mediano agricultor con respecto a la industria procesadora del producto agrícola, en este caso, del narcotráfico, que es la empresa que transforma la hoja de coca en pasta básica de cocaína y en clorhidrato de cocaína. Esto fue precisamente lo que sucedió, es decir, aunque la producción de hoja de coca no se daba en condiciones típicamente capitalistas y los campesinos no habían sido despojados de su tierra (separados de los medios de producción), los narcotraficantes ejercían el monopolio total de la circulación de esta mercancía, determinando su cantidad y su precio.
La pérdida de autonomía del campesinado y su absoluta dependencia con respecto a la economía coquera se hizo evidente durante la crisis de los años 1983 y 1984. El campesino ya no era quien organizaba el espacio, ni administraba su tiempo; así, quedó inserto en la lógica del mercado y puso en riesgo a su familia, al perder la esfera de producción de alimentos, que es una esfera sagrada en el orden moral del campesino.
Las características que los identificaban como campesinos y que eran las que les habían dado la fuerza para intentar una vez más asentarse estaban seriamente golpeadas por la economía de mercado: estaban perdiendo su autonomía frente a la sociedad global; la importancia del grupo familiar y su sistema económico (relativamente autárquico) había entrado a depender casi en su totalidad de la economía coquera; la comunidad de interconocimiento se estaba resquebrajando—ya no se conocían entre sí todos los vecinos en las veredas—; y el papel de mediadores y abastecedores de alimentos al mercado local se había debilitado sensiblemente (Mendras, 1995).
Las organizaciones campesinas, en su esfuerzo de recobrar su fuerza y autoridad en la región, supieron interpretar esta coyuntura: o seguían viviendo al vaivén de la economía coquera o restablecían la autonomía e independencia económica del campesinado. De hecho, desde sus inicios, esa era su lucha; las organizaciones campesinas estaban peleando por el territorio desde propuestas que estaban orientadas al fortalecimiento del campesinado y al desarrollo socioeconómico municipal y regional; sin embargo, en medio de la embriaguez producida por los excesos de liquidez y la compulsión desenfrenada hacia el consumo, fue poco lo que pudieron hacer.
No obstante, las organizaciones campesinas no renunciaron a sus objetivos, ni claudicaron en su tarea. Con la crisis cocalera mencionada, las organizaciones percibieron que las condiciones socioeconómicas permitían de nuevo convocar al campesinado a trabajar por sus viejos propósitos y unir esfuerzos para la reconstitución de sus identidades y economías campesinas en la región. En este proceso las FARC-EP también intervinieron y tomaron medidas orientadas a contrarrestar la crisis y evitar este tipo de colapsos regionales hacia el futuro; sin duda alguna, las FARC-EP también se vieron afectadas por la ausencia de producción de alimentos en la región y por la dispersión de sus bases sociales y políticas de apoyo.
Dado que la mayoría de las familias campesinas habían sustituido la casi totalidad de su producción agrícola por el cultivo de la hoja de coca y que toda la región occidental de la Amazonía tuvo que depender del mercado externo de alimentos para abastecerse, las FARC-EP y las organizaciones campesinas exigieron a las familias del campo volver a sembrar comida. Recuerda Alfredo Molano (1987, 2000) que las FARC-EP obligaron a los campesinos a sembrar tres hectáreas de comida por cada hectárea de coca; así mismo, las organizaciones campesinas, por su parte, se dieron a la tarea de trabajar con los campesinos propuestas de desarrollo local y regional mucho más elaboradas que las presentadas a finales de los años setenta, esta vez exigiendo al Estado su intervención para sustituir los cultivos de coca por una economía estable para la región.
A partir de 1984, los campesinos empezaron a reconstituir su economía campesina y a retomar sus banderas de lucha. Además, en 1984 se constituyó la organización no gubernamental Fundación Pro-Colonización, la cual promovió la colonización y el impulso a un nuevo proyecto de desarrollo agroindustrial, localizado en la margen izquierda del río Guayabero. En ese contexto, el campesino no incorporó en su predio matemáticamente el mandato de las FARC-EP, pero sí entendió que la economía campesina era el camino para garantizar su sobrevivencia y autonomía; de igual manera, aprendió que la producción de hoja de coca en su predio podía cumplir las veces de cultivo comercial y, al mismo tiempo, de estrategia de lucha política para exigir al Estado colombiano la sustitución de coca por una economía legal viable y sostenible. Las organizaciones campesinas no dudaron en convertir la coca en la columna central de sus reivindicaciones; en su lucha por el reconocimiento, resignificaron políticamente la coca y la convirtieron en un mecanismo para confrontar al Estado y exigirle el cumplimiento de su mandato constitucional de tratar a los campesinos como ciudadanos, con iguales derechos al resto de los miembros de la comunidad política—una deuda histórica de reparación social y simbólica aún no resuelta—, y para exigirle una solución integral a sus problemas sociales y económicos.
La coca, a la vez que permitió a los campesinos elevar relativamente su nivel de vida, se convirtió en un instrumento clave de su lucha política. Paradójicamente, fue solo a partir de la siembra de hoja de coca que los campesinos empezaron a ser considerados interlocutores válidos frente al Estado colombiano. El campesinado y sus organizaciones se dieron cuenta de que la única manera de ser escuchados era sembrando coca y, por eso, la constituyeron en su principal mecanismo de resistencia, visibilización social y negociación política.
En la actualidad, según González et al. (2016), las organizaciones campesinas y las juntas de acción comunal de La Macarena se constituyeron en la unidad básica de coordinación de los pobladores rurales en la zona, en cuanto: 1) regulan aspectos básicos de convivencia; 2) recaudan impuestos; 3) proporcionan bienes públicos; 4) salvaguardan la fe pública y, por esa vía, generan la certidumbre que permite las transacciones comerciales y fomenta el mercado de tierras. De acuerdo con González et al. (2016), a partir de datos de la Alcaldía Municipal de La Macarena,
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