—¡Eh, eh…! ¿Qué desean ustedes? — parece que no reconoció a Adánez y pienso que, en su inspección, no le debió de gustar mucho nuestra pinta.
—¿Es que no me reconoces, Andrés? —dijo Adánez—. Soy Juanito…
Se quedó un rato parado; mirándonos, primero a los tres y después a Adánez.
—¡Huy!,… ¡perdone, señorito! ¡Es que está usted muy cambiado! Como hace tiempo que no le veo… Y además como va usted vestido con un mono, pues…
Adánez, por pasar más desapercibido, se había puesto un mono de mecánico de los que se usaban en el cuartel.
—Y eso no es lo suyo, señorito —continuó hablando—. Usté siempre ha vestido muy elegante y no le había reconocío.
—No pasa nada, Andrés… ¿Sabes si está mi padre en casa?
—Bueno,… no sé…—titubeó— Bueno, sí lo sé; pero me tié dicho que no diga a nadie si está o no y que toque el timbre de la casa para que él sepa si sube alguien.
—¡Pues sí, vamos a subir! —dijo Juanito.
—¿Quiere usted que le avise?
—¡No, prefiero darles una sorpresa!
En el amplio portal, que daba acceso a un patio, había un coche negro lustrosamente limpio y brillante. Creo que era un Hispano Suiza. Seguramente sería del padre de Adánez, pensé.
Subimos al piso principal por la ancha escalera con barandilla de hierro forjado, pasamanos de madera y sofisticado ascensor en el hueco.
Nos encontramos con una puerta de caoba que denotaba lo señorial de la casa. Adánez llamó al timbre y vimos cómo la mirilla metálica bruñida se abría por dentro. Alguien, después de mirar por ella y emitió un gritito de sorpresa.
—¡Huy, Dios mío…!, ¡si es el señorito! —dijo al tiempo que abría la puerta— ¿Cómo lo iba yo a suponer?... Pasen, pasen. Ahora mismo llamo a la señora…
Adánez nos empujó al enorme hall de altos techos y trabajado artesonado de escayola que tenía la casa. Una vez dentro, cerró la puerta precipitadamente.
—¡Señora, señora! —fue corriendo y gritando la chica por el pasillo—. ¡Está aquí el señorito Juanito con dos amigos!
Casi al mismo tiempo salieron la madre y el padre, y se lanzaron a abrazarle y besarle.
—¡Hijo mío, nos tenías preocupados! ¡Hace muchos días que no sabemos de ti, y con lo que está pasando estábamos temblando!
Gabino y yo nos quedamos un poco rezagados, contemplando lo efusivo del momento.
El padre se nos quedó mirando. Su gesto denotaba sorpresa y curiosidad, o tal vez preocupación. No era momento de buenas formas.
Sin esperar la necesaria pregunta, Adánez informó:
—Estos son Mariano y Gabino, dos amigos compañeros del cuartel… Y que, por si no lo sabéis, nuestro regimiento ha sido disuelto y hemos salido para no volver más a él. Estamos licenciados.
—¿Licenciados? —dijo el padre manifestando su duda.
—Bueno… —respondió su hijo—. Eso nos han dicho. Al menos no tenemos que regresar al cuartel.
El padre nos examinó intentando hacerse una idea de lo que pensábamos y cuál sería nuestra posición en aquella España dividida. Su desconfianza era evidente.
Hubo un silencio y, dándome cuenta de la reticencia para abrirse a nosotros, me adelanté y dije:
—No se preocupe, señor —dije señalándonos— Nosotros dos somos maestros de escuela.
Me pareció que eso aclararía que no éramos la gente inculta que imperaba en ese momento por las calles
Y aunque nuestra postura es de respeto a la democracia —continué— no tomamos partido por ninguno de los bandos que ahora pelean. Solo deseamos que el orden sea restablecido y vivir en paz y libertad. Esperamos que eso sea pronto. No aceptamos este caos ni la violencia de unos y de otros.
—¡Ya…! ¡La situación está muy difícil! —respondió D. Manuel Adánez.
—Padre —atajó nuestro amigo, cortando la reflexión y las explicaciones—. Mis amigos no pueden volver al cuartel. No sé qué les pasaría… les obligarían seguramente a adoptar una postura que no desean y no tienen dónde ir. Tampoco pueden ir a su pueblo
El padre se quedó pensativo. Se fue para el despacho sin responder.
—¡Vamos, hijos! —interrumpió la madre—. Venid a la cocina y os prepararé algo. ¡Debéis de estar hambrientos!
La acompañamos y agradecimos unos huevos fritos que nos hizo la chica de servicio.
—¿Y los hermanos? —preguntó Juanito.
—Raulito está en su habitación —respondió su madre—. Como no ha habido colegio y no queremos que salga, se ha quedado en su habitación haciendo deberes. Ahora le diré que salga. Y Aurorita está en casa de la vecina, doña Asunción, escuchando la radio. Se entera de lo que está pasando y después nos lo cuenta….
—¡Ay, hijo mío! Qué desgracia lo que está pasando —continuó la madre—. La gente está loca y no sé lo que va a pasar… Dicen que los militares, esos que se han sublevado en Marruecos, quieren la guerra para acabar con todos los que apoyan esta República…. ¡Y que vienen subiendo hacia Madrid, matando a todo el mundo! ¡Que miedo!
Decía la radio, en una noticia de ayer, que en Badajoz han metido a todos los hombres que encontraban en la plaza de toros y allí los han matado a tiros desde el tendido. ¡Fijaos qué espectáculo! ¡Espantoso! Vienen hacia aquí y no habrá quien los pare, porque tienen cañones y tanques; y, además, saben cómo se usan. ¡Los de aquí solo saben envalentonarse dando voces y ya está! Todo el mundo quiere mandar y no se ponen de acuerdo. Yo estoy temblando.
Nuestro amigo se acerco a su madre y abrazándola dijo:
—No te preocupes, madre. Ya veras como todo se calma y enseguida se entra en razón. ¡No pasará nada!
Juan Adánez o Juanito, como le llamaban en familia, era el mayor de los tres hermanos.
Mientras comíamos, Mari, la chica, fue a avisar a Raulito, el pequeño de la familia, que vino corriendo y se lanzó a besar a su hermano mayor. Debía de tener como doce o trece años.
—¡Madre, madre…! —Aurorita, la hermana de Juan Adánez, también venía gritando por el pasillo—. Estaba en casa de doña Asunción y os he escuchado por la ventana del patio. ¿Es que ha vuelto Juanito…? ¡Juanito, Juanito!
Entró atropelladamente en la cocina mientras estábamos terminando los suculentos huevos fritos.
—¡Qué alegría, Juanito! —dijo—. ¿Por qué no nos has dicho nada? ¡Estábamos muy preocupados por ti!
—¡Bueno, bueno … ya ves que estoy bien! —contestó Juanito— No he podido hablaros por teléfono. Lo teníamos cortado en el cuartel
Aurorita se echó sobre él para besarle. Era algo más joven que Juan, una belleza de unos dieciocho o diecinueve años.
—Mira, este es mi amigo Gabino; y este es Mariano —nos presentó—. Ella es mi hermana, Aurorita.
Me quedé mirando aquella aparición como petrificado. Era como un ángel rubio. Me quedé sin palabras. Yo nunca había visto una chica con esa belleza. No supe qué decir. Me puse de pie y casi tiro la silla. Ni siquiera un «¡hola!» me salió. Le tendí la mano y sentí cómo ella, más que tomarla para estrecharla y saludarme, la acariciaba; y resbaló sus largos dedos por la palma de mi mano hasta que se perdió el contacto. No apartó su mirada de la mía, y eso me turbó aún más. Fue un momento de indecisión, de esos que parecen eternos pero que, realmente, no quisiéramos que terminasen nunca. Mi ritmo cardiaco se aceleró. «¿Qué me pasa?», pensé. Me noté acalorado, y sentí como el rubor debía de estar apareciendo en mi cara. Deseé romper esa situación imprevista y azarosa.
—M… muuucho gusto... —contesté azorado.
No supe si la escena fue larga o corta. No sabía cómo interrumpirla. Temía que la madre de Juanito o mi amigo lo notasen. Menos mal que el padre irrumpió en ese momento. Se asomó a la puerta de la cocina y, dirigiéndose a nosotros, nos llamó
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