Jesús Albarrán - El legajo de la casa vieja

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Una circunstancia es un factor externo que afecta a una persona en concreto o un conjunto de ellas.
Esta novela narra como las circunstancias acaecidas en un momento, afectan y determinan la vida de quien las sufre o las experimenta y podemos vernos obligados a aceptar situaciones y adoptar decisiones que, de otra forma, no hubiesen sucedido o no se hubiesen tomado. Cuando irrumpen inesperadamente condicionan todo. También el futuro. Es, como en la novela se describe, «como un vilano arrastrado por el viento que, hasta que no amaina, no le permite caer al suelo para germinar».
También describe como la bondad, virtud que se opone a la crueldad humana, tan común en los momentos en los que la historia se desarrolla, se impone y al final, trae sus frutos en beneficio de quien actúa con esa actitud de hacer el bien.
Esta es una novela que pretende ser de lectura fácil y amena. Es casi de aventuras, por el momento en el que se desarrolla y el personaje vive.
Está escrita en primera persona, permitiendo así al lector imbuirse en la historia como propia.

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Se veía que Adánez manejaba dinero muy por encima de todos nosotros. Nos suministraba frecuentemente cigarrillos ya liados, a veces unos muy olorosos que se llaman Lucky Strike o algunos franceses que se llaman Goluas, o algo parecido. Vamos, de gente rica. Nosotros no teníamos su capacidad económica y nos conformábamos con los populares de la Compañía de Tabacos, que fumábamos de vez en cuando entre dos o tres y cada dos o tres días.

Por lo que habíamos hablado con él, sabíamos que era hijo de un afamado abogado de Madrid y que habitualmente vivía con sus padres por el barrio de Salamanca. Creo que, aunque era listo, había sido un tarambana que no se esforzaba en aprobar las asignaturas de la carrera de Derecho y, en un conato de rebelión tras una bronca con su padre, se había alistado voluntario en el Ejército para hacer la mili.

El cuartel se había convertido en un lugar descontrolado. Ya no había oficiales ni oíamos las imperiosas órdenes de sargentos. Cada uno campaba a su aire.

Un coche negro, con cinco o seis exaltados muchachos en su interior y alguno más en los estribos cantando La internacional entró por la puerta haciendo sonar el claxon insistentemente. Desde la ventanilla exhibían ondeando una bandera roja, con la hoz y el martillo, del partido comunista. Sin dejar de agitar la bandera, bajaron del vehículo y animaron a los presentes a unirse a cantar el himno.

—¡Viva el comunismo! ¡Cantad con nosotros el himno de la libertad! —gritaban a coro— ¡Viva la República!

En el centro del patio, un soldado con gorra de puntas, correajes y fusil al hombro, que vestía un mono azul y alpargatas de esparto, gritaba subido en un cajón con un megáfono en la mano:

—¡Compañeros! ¡Unámonos a las milicias que se están formando para acabar con estos hijos de puta! ¡Hay que impedir que entren aquí, en Madrid, y se hagan los dueños de la situación! ¡Están viniendo desde el norte y quieren entrar por la carretera de La Coruña! ¡Están mandados por un hijo puta, un tal general Mola, y hay que ir a impedírselo a los altos de Guadarrama, que es por donde pretenden pasar! ¡Vamos a por ellos! ¡Muerte a los fascistas!

Los que habían llegado en el coche negro cantando la internacional, exaltados, rodearon al miliciano que intentaba enardecer los ánimos de los indecisos soldados queriendo también participar en el mitin.

—¡En intendencia están dando armas a todo el que se aliste a las columnas del Frente Popular para detenerlos! —continuó el soldado— ¡A Madrid no pasarán!

Muchos de los presentes se animaron a apoyarle

—¡Viva la República!... ¡Vamos ya a por ellos!... ¡No perdamos tiempo y marchemos a la sierra de Madrid a detenerles y darles su merecido! —gritaban.

El soldado del megáfono viendo que su arenga lograba su objetivo, enardecido, voceó de nuevo:

—¡La República os necesita! ¡Defendedla! ¡Id al pabellón, recoged vuestro fusil y alistaos! —y continuó— ¡Ayer ya partieron hacia la sierra de Guadarrama varias columnas de milicianos voluntarios y tropas formadas por las unidades militares que, como la vuestra, han sido disueltas por orden del Gobierno! ¡Valientes como vosotros… que no dejaréis que una panda de cobardes enemigos de nuestra República logre evitar que España sea una nación democrática y de progreso, donde todos seamos iguales y se acaben los privilegios de los ricos y de los poderosos! ¡Allí ya, estos valientes republicanos han detenido a los falangistas y los requetés que vienen hacia Madrid con el traidor Mola ¡Quieren masacrarnos, pero no lo conseguirán, porque la sierra de Guadarrama será su tumba! ¡Muerte a los fascistas!

—¡Y a los curas! —gritó otro desde una ventana que daba al patio

—¡Viva el ejército del pueblo! —vocearon algunos de los presentes— ¡Muerte a las tropas de los traidores rebeldes!

Nosotros nos quedamos mirando la situación; sin saber qué pensar y mucho menos qué hacer.

—¿Es que os vais a quedar sin hacer nada? ¿Qué hacéis ahí parados como pasmarotes? —gritó otro miliciano también armado empujando a los que observábamos indecisos.

—¡Es hora de que detengamos a esos cabrones golpistas de derechas!, ¡esos traidores a España y a la República! —continuó el del cajón—. ¡A Madrid no pasarán! ¡A por ellos…! ¡Vamos a detenerlos! ¡Manifestad vuestra ira!

Me parecía que la situación podría llegar a ser peligrosa. Yo no sabía bien a qué venía esa arenga, pero estaba claro que pretendía reclutarnos para llevarnos a la guerra; a pegar tiros; a matar a semejantes, y esa idea, planteada de repente, no concordaba con mi ánimo de participar en ese conflicto que, ni quería ni entendía. Me dieron ganas de esconderme. No lo hice por respeto a mis amigos y porque no sabía por dónde escabullirme. Me entró miedo. Aquello me asustaba.

Había entrado más gente desde la calle; incluso algunas mujeres, vestidas de forma parecida a la de sus compañeros. También iban armadas y enarbolaban banderas rojas y negras, con las siglas de la CNT, y otras rojas, con el símbolo comunista. Me sorprendió su atuendo: pañuelo rojo al cuello, correaje y cartucheras a la cintura, y algunas el clásico gorrito militar de dos puntas con borla roja y, por supuesto, su Mauser al hombro y hasta alguna había con pistola al cinto.

A mí, la participación bélica activa, no me parece una actitud muy femenina precisamente, pero yo ya estoy desconcertado. Desde hace un par de años para acá, la reivindicación de la mujer se manifiesta en todos los ámbitos que se les ofrece y tienen oportunidad; yo creo que tanto se esfuerzan en ello, que llegan a olvidarse de su condición de hembras de una especie.

Mis compañeros también estaban desconcertados ante aquel espectáculo

—Bueno, —dije elevando la voz— esto solo sucede en Madrid; en mi pueblo, las mujeres son de otra forma

Ellas gritaban y se esforzaban en animar a que nos uniésemos a su grupo de exaltados milicianos. Cuando alguno, convencido, manifestaba su intención de sumarse a su grupo de milicias populares, alguna le abrazaba y estampaba y beso gritando para que todos lo oyesen y se animasen:

—¡Aquí hay otro hombre valiente!

No se sabía quién y cómo, pero habían requisado los fusiles Mauser y otras armas que normalmente guardábamos en los armeros de las compañías; el caso es que quedaron pocos a los que podíamos acceder y todos desmontados. Deduje que se habían llevado los furrieles a las dependencias de intendencia, porque a su puerta se había formado una larga cola para alistarse a las Milicias del Frente Popular y recoger, con cierto orden, un fusil y algunas municiones. Seguramente el traslado de esas armas a un lugar más seguro era lo conveniente ante el revuelo y descontrol que se había formado.

Había más gente esperando fusiles que soldados en el regimiento, y seguían entrando más paisanos desde la calle. Además, muchos de aquellos fusiles, como estaba previsto, carecían de cerrojo y, por tanto, eran inútiles.

—¿Y dónde están los cerrojos? — preguntaban.

—Dicen que en el Cuartel de la Montaña los tienen almacenados y que hay allí, por lo menos, cincuenta mil fusiles y mosquetones completos —contestó uno que parecía mejor informado— y también los cerrojos que nos faltan.

—Pues el Gobierno ha ordenado que se arme al pueblo, así que tienen que entregarlos —contestó uno aún con camisa del Ejército, que lucía unos galones de sargento, aunque no sabíamos si realmente le pertenecían.

—Pues a mí me parece que, tal y como se está estructurando todo, es un error —comentó Adánez con cierta lógica—. Para derrotar a los sublevados de derechas, las izquierdas tienen que estar unidas y eso, ya lo estamos viendo, es imposible. Todo el mundo manda y no hay una dirección única, que es imprescindible. Los comunistas, los anarquistas, los socialistas, los sindicalistas… cada uno por su lado buscado soluciones y dando órdenes. Así no puede ser. Los políticos del Gobierno podrán temer al fascismo, pero al pueblo, en posesión de armas y sin control, deberían temerlo aún más. Esa panda de energúmenos incultos de la CNT y otras similares, que son más dados a la lucha callejera haciendo solo desmanes, serán incontrolables y, ante el enemigo real, ineficaces. Lo primero que tienen que hacer, antes de darles fusiles, es crear una estructura organizada y bien dirigida, no como lo que ahora está pasando, que la actitud de estas masas populares es la de campar por sus respetos y hacer lo que les da la gana, sin orden ni control. Además, esas armas, la mayoría de ellos y las dispuestas señoritas, no sabrán usarlas.

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