Jesús Albarrán - El legajo de la casa vieja

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Una circunstancia es un factor externo que afecta a una persona en concreto o un conjunto de ellas.
Esta novela narra como las circunstancias acaecidas en un momento, afectan y determinan la vida de quien las sufre o las experimenta y podemos vernos obligados a aceptar situaciones y adoptar decisiones que, de otra forma, no hubiesen sucedido o no se hubiesen tomado. Cuando irrumpen inesperadamente condicionan todo. También el futuro. Es, como en la novela se describe, «como un vilano arrastrado por el viento que, hasta que no amaina, no le permite caer al suelo para germinar».
También describe como la bondad, virtud que se opone a la crueldad humana, tan común en los momentos en los que la historia se desarrolla, se impone y al final, trae sus frutos en beneficio de quien actúa con esa actitud de hacer el bien.
Esta es una novela que pretende ser de lectura fácil y amena. Es casi de aventuras, por el momento en el que se desarrolla y el personaje vive.
Está escrita en primera persona, permitiendo así al lector imbuirse en la historia como propia.

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—Puede que tengas razón —dije yo.

Lo malo es que, en la situación que se había generado, las emociones, exaltaciones y sus consecuencias eran ya difíciles de controlar. Este resultado, a la vista de los acontecimientos, debería de haber estado previsto.

Allí nadie sabía nada ni nadie imponía el orden más elemental.

Los oficiales del regimiento o se habían escondido o, tal vez, se habían vestido de paisano para pasar desapercibidos. La realidad era que por allí no se veía a ninguno.

Del pabellón de oficiales, ahora invadido, salió uno con uniforme de teniente. Arrebató el megáfono al miliciano que lo portaba y gritó subiéndose a la improvisada tribuna:

—¡Orden! ¡Orden, por favor! ¡Escuchadme! Los mandos de este regimiento somos leales a la República y, si queréis hacer las cosas bien, tenéis que guardar orden y someteros a la disciplina militar marcada en el ejército.

Las risas y pitidos se oyeron por el patio del cuartel.

—¿Y tú quién eres, «general»? ¿Eres tú quien nos dirá qué tenemos que hacer…? ¡Ja, ja, ja! —increpó un miliciano animado por las risas de sus compañeros.

—¿Y cómo sabemos que tú no eres uno de esos traidores rebeldes? —intervino otro, cargado de correajes y fusil en la mano.

—¡Escuchadme!, ¡escuchadme! —continuó sin hacerles caso— El coronel de este regimiento, don Tulio, fue destituido y apresado ayer por ser adepto a los golpistas. El y algunos oficiales más que le secundaban fueron apresados y conducidos a la Cárcel Modelo, que está aquí cerca. Los oficiales que permanecemos en el cuartel permanecemos leales a España y la República, y somos los responsables de esta purga de traidores. ¡Hacednos caso! ¡Con este desorden no lograremos nada y todo estará perdido!

—En Madrid —siguió diciendo—, los militares y otros que secundan la rebelión se han refugiado en el Cuartel de la Montaña. Allí están las armas que el pueblo pide y que necesitamos para defendernos. Tenemos que acabar con ese foco de resistencia y apoderarnos de las armas para formar los batallones bien armados e ir a detener a las fuerzas del general Mola que, por la carretera de La Coruña, se aproximan a Madrid desde el norte. ¡Tenemos que impedir que entren en la capital, porque si lo logran, estaremos perdidos y será una masacre! ¡Tenemos que defender a nuestros padres, a nuestras mujeres, a nuestros hijos…! ¡Pero para ello hay que terminar con este alboroto y organizarnos bién! ¡No vale solo con el entusiasmo o la rabia que demostráis! ¡Hay que actuar con orden y estrategia militar! ¡Nosotros, los oficiales con formación y experiencia, estamos con vosotros y a vuestro servicio! ¡Fiaos de nosotros, los militares profesionales fieles a la República, y así conseguiremos que los rebeldes no logren sus objetivos! ¡No pasarán!

—¡No pasarán! ¡A Madrid no pasarán! —corearon todos.

En ese momento, un camión que tenía burdamente rotuladas en blanco las siglas de la CNT irrumpió en el patio del cuartel, haciendo sonar insistentemente la bocina Unos milicianos subidos en el estante, sujetos por fuera, aferrados a las ventanillas y armados, gritaban:

—¡Al Cuartel de la Montaña! ¡Vamos a por ellos! ¡Que no quede ni uno! —y apoyaban sus proclamas haciendo disparos al aire con sus fusiles.

Más calladamente, a mi alrededor, también se escuchaban otros comentarios:

—¡Vaya desmadre! Así lo único que lograremos será enconar más las cosas y estropearlas —comentó uno.

—Esto parece una verbena. Aquí cada uno va a lo suyo. ¡Yo me largo! ¡Esto no tiene remedio! —dijo otro.

—¿Quién tiene una pistola? ¡Cambio «naranjero» por una pistola! —vociferaba un paisano que se había agenciado una gorra de plato con la estrella de alférez. Portaba un subfusil ametrallador, de esos que llamaban «naranjeros»; dicen que porque son construidos en Valencia.

«A quién se lo habrá quitado», pensé yo: «Hasta es posible que se haya cargado al verdadero oficial al que le pertenecía».

Ya no había guardia en la puerta. Ahora estaba abierta de par en par sin nadie que vigilara. Algunos soldados del regimiento ya se marchaban apresuradamente. Otros, como yo, estábamos desorientados. No sabíamos qué hacer. Necesitábamos saber algo más de lo que pasaba. ¿Qué nos encontraríamos ahí fuera? La incertidumbre nos detenía y hasta nos daba miedo el momento y la situación.

Fuera del cuartel se oían algarabías y algún tiro. Olía a humo y salí a la puerta para ver qué averiguaba. Me pareció divisar un penacho de humo, que parecía procedente de una iglesia que había por allí cerca. Ya se había comentado que los anarquistas y comunistas estaban quemando las iglesias y si encontraban al cura, le pegaban un tiro y listo.

Muchos soldados del regimiento ya no vestían el uniforme. Era conveniente confundirse con la gente y no llamar la atención. Por eso, lo mejor era vestirse como la mayoría. Llevar puesta una prenda que te pudiese identificar como militar, podría hacer dudar a los malpensados si eras o no uno de los rebeldes sublevados. Había que intentar que no te situasen por el atuendo en un bando u otro del conflicto. Un traje de chaqueta, un sombrero o unos zapatos cerrados, no podían usarse, porque parecerías un burgués de buena vida y, en este momento ese aspecto podía llevarte a una mala situación. Por lo que estaba observando, parecía que lo conveniente era vestirse con un mono de trabajo y calzar unas sencillas zapatillas o unas abarcas, como la mayoría. Yo no tenía esas prendas y tampoco sabía cómo conseguirlas. Por supuesto, portar un arma, en las manos, al hombro o al cinto, era sinónimo de miliciano o participante activo en el conflicto. En fin, un problema la apariencia en ese momento.

Yo también me quité el uniforme. Me vestí con una simple y poco lustrosa camisa blanca y unos raídos pantalones grises que me había metido mi madre en el petate la última vez que estuve en el pueblo.

Quería pasar desapercibido. No me impulsaba entusiasmo bélico alguno y me pareció lo más prudente, no fuese que me obligasen a subir al camión que se preparaba para partir, lleno de los nuevos milicianos armados con los fusiles que les habían dado.

Iban cantando y riendo, como niños con zapatos nuevos; como si fuesen a una romería.

Yo no lo podía entender. ¡Querían matar y así lo proclamaban!

No es que su motivo fuese el de defender la República y mantener el orden establecido, no; ¡ni mucho menos…! Ellos querían matar. Era una pandemia de odio que infectaba a todo el que se involucraba, y era ese odio, el marchamo con el que se estaba marcando a las generaciones de este nefasto siglo XX.

¡Qué tiempos malos me ha tocado vivir!, pensé.

Yo no era un cobarde; pero no estaba motivado para participar en aquella siniestra función de teatro y arriesgar mi vida por ninguna ideología. No la tenía o, al menos, no tenía ninguna de las que ahora imperaban en España y pugnaban por imponerse. No comulgaba con los pensamientos comunistas, marxistas, leninistas y todos aquellos istas que por aquellos tiempos proliferaban y que habían sido sembrados por el mundo entero; en especial por Europa después de la revolución rusa. Me parecía una quimera imposible y su teoría, destinada al fracaso. La condición humana no se podría adaptar a su lógica, aunque teóricamente pudiese parecer correcto. Siempre surgiría el dictador que, bajo sus premisas y valiéndose de promesas, mentiras y engaños, impondría las reglas del juego. Lo pensaba y siempre llegaba a la misma conclusión: «mal de muchos, consuelo de tontos», decían en mi pueblo. Si en algún lugar se instaura, el tiempo me dará la razón.

Tampoco estaba de acuerdo con la teoría fascista o nazi que salió a la palestra principalmente después de la Gran Guerra; donde el corporativismo o esa unidad monolítica del Estado, que exalta la idea de nación sobre la del individuo, elimina su libertad y su libre albedrío y donde un único partido totalitario determina el quehacer político de la sociedad que controla. Esa teoría, anularía la incipiente democracia que queríamos instaurar en nuestra sociedad española. Ni aun lo que nos quieren vender como plena libertad: el liberalismo extremo, donde cualquiera podía hacer lo que le viniese en gana; simplemente siguiendo lo que su moral o ética individual le marcara. Eso es lo que estaba sucediendo en estos días. Y por supuesto, mucho menos el anarquismo, que anula toda autoridad y nadie tiene la obligación de sujetarse a derecho. Así no se pueden controlar los desmanes: sin normas y sin leyes. Promulgando la abolición del Estado y cualquier tipo de gobierno. Menudo caos.

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