Jesús Albarrán - El legajo de la casa vieja

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El legajo de la casa vieja: краткое содержание, описание и аннотация

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Una circunstancia es un factor externo que afecta a una persona en concreto o un conjunto de ellas.
Esta novela narra como las circunstancias acaecidas en un momento, afectan y determinan la vida de quien las sufre o las experimenta y podemos vernos obligados a aceptar situaciones y adoptar decisiones que, de otra forma, no hubiesen sucedido o no se hubiesen tomado. Cuando irrumpen inesperadamente condicionan todo. También el futuro. Es, como en la novela se describe, «como un vilano arrastrado por el viento que, hasta que no amaina, no le permite caer al suelo para germinar».
También describe como la bondad, virtud que se opone a la crueldad humana, tan común en los momentos en los que la historia se desarrolla, se impone y al final, trae sus frutos en beneficio de quien actúa con esa actitud de hacer el bien.
Esta es una novela que pretende ser de lectura fácil y amena. Es casi de aventuras, por el momento en el que se desarrolla y el personaje vive.
Está escrita en primera persona, permitiendo así al lector imbuirse en la historia como propia.

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—¡No os separéis! —dijo Adánez—. ¡Pero pegaos a la pared y ojo con asomar la cabeza por las esquinas abiertas al oeste! ¡Parece que desde el Cuartel de la Montaña están disparando! ¡Tened mucho cuidado y no os expongáis!

—Deberíamos largarnos —dijo Gabino asustado.

Yo no me atrevía ni a asentir, aunque era lo que deseaba.

—Todavía no. No es el momento —dijo Adánez— Si intentamos marcharnos ahora podríamos llamar la atención y no sé cómo reaccionarían estos energúmenos.

Adánez había tomado las riendas de nuestra situación y nos ordenaba lo que debíamos hacer. A nosotros nos parecía bien. Él conocía la ciudad y confiábamos en que tendría capacidad para sacarnos del atolladero. Además, tenía la posibilidad de ayudarnos después. Nosotros dos, Gabino y yo, solos, estábamos perdidos.

Un grupo de asaltantes se dividió para, dando un rodeo, acceder al lugar y tenerlo a tiro desde la plaza de España, que se situaba al sureste del cuartel.

—¡Ahora! ¡Vamos con ellos! —nos gritó Adánez—. Correremos menos peligro por detrás que si seguimos por Ferraz o Rosales, donde estaríamos más al descubierto.

Y tras ese grupo fuimos. Unidos a ellos, con el puño en alto como ellos, y gritando, igual que ellos. Para nosotros era una farsa, pero nos teníamos que camuflar y salir indemnes de allí lo antes posible.

Maldita era la gracia que nos hacía a nosotros aquella situación. A mí me daban igual tanto los fascistas encerrados en rebeldía en el cuartel como los comunistas, los anarquistas o los de otras organizaciones que los asediaban y amenazaban con matarlos. Yo lo único que quería era salir de allí y marcharme cuanto antes. Pero la consigna era: «o con nosotros o contra nosotros». Había que tenerlo en cuenta y jugar con ello para salvar el pellejo.

Cuando llegamos a la plaza de España, vimos cómo dos baterías estaban disparando contra el cuartel. El estruendo de los disparos era infernal. La gente se parapetaba en los árboles, en los bancos de piedra, en el monumento a Cervantes que había en el centro de la plaza con la figura de don Quijote, que parecía que señalaba al cuartel, y Sancho, su fiel escudero que le seguía resignado, como nosotros a las masas en un hipotético símil.

Estando allí, apelotonados en la esquina de la plaza de España, intentando quedarnos atrás de la muchedumbre y sin exponernos mucho, oímos llegar un camión de cerveza que arrastraba otro cañón de campaña de gran calibre. Sus bocinazos hicieron que nos apartásemos para dejarlos pasar con su ruidoso trepidar de las ruedas de hierro por los adoquines de la plaza. Se apostaron casi en la esquina de la calle Luisa Fernanda con Ferraz, frente al cuartel; un emplazamiento perfecto para bombardear el edificio con eficacia mortal. Instalaron el cañón y comenzaron a disparar. A cada disparo, veíamos los destrozos en la fachada.

Los disparos fueron eficaces. Alguno de ellos parece que logró introducirse por uno de los balcones del edificio, logrando mayor destrucción y, seguramente, la desmoralización de los sitiados que, momentáneamente, abandonaban sus puestos de tiro en las ventanas antes de la nueva andanada. Luego, otra vez disparos de uno y otro lado y las ametralladoras con su mortal tartamudeo: «¡ta, ta, ta, ta, ta…!».

En aquel momento, un avión sobrevoló a baja altura lanzando octavillas. Algunas, arrastradas por el viento, cayeron a nuestra altura. Cogí una del suelo y pudimos leerla. En ellas se instaba a los sitiados a deponer las armas y rendirse.

Ciudadanos civiles y militares: la República os hace un último requerimiento a la rendición y os promete respetar vuestras vidas. Deponed vuestras armas y rendíos a las fuerzas del orden.

Pasado un rato, como los asediados no parecían haber decidido la rendición, el avión lanzó una bomba sobre el cuartel que cayó al patio. Me parece que fueron dos aviones los que sobrevolaron el cuartel y lanzaron algunas bombas más. No estaba seguro. Las explosiones que oía, no sabía si eran bombas lanzadas por los aviones o cañonazos.

Los asaltantes disparaban desde las terrazas de los edificios contiguos a los encerrados en el cuartel e incluso instalaron más ametralladoras que no cesaban de disparar hacia los balcones y ventanas del cuartel.

Yo nunca había vivido nada igual. Fue espantoso y, para mí, era la primera vez que me veía involucrado en un acto de guerra. Tuve miedo.

Nosotros no queríamos que los exaltados que allí estaban denotasen nuestra falta de entusiasmo por el asalto; y, si había que decir «¡a por ellos!», pues lo decíamos y ya está. Eso sí, asomábamos poco la cabeza, por si acaso.

Dentro del cuartel parecía que no todos estaban con los sublevados golpistas e, incluso, creo que había partidarios de la legalidad republicana, porque en algún momento me pareció oír y ver cómo desde un balcón cantaban La internacional y sacaban una escoba con un trapo blanco atado, en señal de rendición.

Por otras ventanas y balcones los sitiados, asustados, ya mostraban banderas blancas. Los sitiadores estallaron en júbilo:

—¡Se rinden, se rinden! —gritaban.

El regocijo fue grande y animó a algunos a abandonar sus precauciones y quisieron ir al cuartel para entrar.

Enorme error. Desde algunas ventanas y balcones del cuartel, ocultas con sacos terreros, las ametralladoras de los sitiados abrieron fuego sin respetar el símbolo de rendición y sorprendieron a los asaltantes, ya seguros de ser dueños de la situación. Muchos cayeron heridos o muertos.

Ante aquella reacción de los sitiados, algunos de los que pretendían entrar en la efusiva avanzada regresaron a su situación protegida. Otros continuaron corriendo hasta situarse pegados al propio muro del edificio, donde no podían ser disparados desde el interior de las ventanas. Sin embargo, esa cobarde acción de los rebeldes provocó la cólera de las enardecidas masas y, sin pensarlo dos veces, se lanzaron al asalto definitivo disparando sus armas y gritando. Muchos cayeron en el avance pero, al final, lograron franquear la puerta del cuartel.

En ese momento, todos los asaltantes querían entrar en su interior y acabar con los rebeldes. No querían que los tachasen de cobardes. Había que entrar y matar, y el gentío que se había acumulado en torno al cuartel se lanzó al asalto, confiado en que la situación había cambiado y ahora eran ellos los que la dominaban.

—¡Vamos, ahora, a por ellos! ¡Muerte a los fascistas! ¡Viva la Republica! —gritaban.

Salieron de todas partes: de los portales donde se protegían, de las calles adyacentes, de los improvisados parapetos; y corrieron al asalto del cuartel.

Pero los fusiles y las ametralladoras siguieron disparando desde los balcones del edificio y algunos asaltantes fueron alcanzados. El gentío saltaba sobre los que caían y avanzaban. Parecía más seguro seguir hacia adelante y protegerse pegados al muro del edificio, que retroceder. El cuartel tenía unas rampas y escalinatas para acceder a la entrada principal que, llegando a ellas, ofrecían protección.

Por fin muchos de los sitiadores lograron entrar en el cuartel.

Los únicos con un mínimo de organización y con conocimiento militar, los guardias de asalto y guardias civiles, quisieron imponer cierto orden, pero las hordas populares poco caso hacían a sus consejos. Entraron en tropel, gritando; con un furor marcado por el odio y el deseo de matar.

Pronto disminuyó el cruce de disparos. Los del interior, en desorden, se iban rindiendo, exhibían improvisadas banderas blancas y salían de sus escondrijos con los brazos levantados. Las piezas de artillería dejaron de disparar. Desde fuera se sentía cómo en el interior parecía que proseguía el macabro espectáculo. Disparos y más disparos se oían y ya nos imaginábamos lo que estaba sucediendo. La masacre había comenzado.

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