Jesús Albarrán - El legajo de la casa vieja

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El legajo de la casa vieja: краткое содержание, описание и аннотация

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Una circunstancia es un factor externo que afecta a una persona en concreto o un conjunto de ellas.
Esta novela narra como las circunstancias acaecidas en un momento, afectan y determinan la vida de quien las sufre o las experimenta y podemos vernos obligados a aceptar situaciones y adoptar decisiones que, de otra forma, no hubiesen sucedido o no se hubiesen tomado. Cuando irrumpen inesperadamente condicionan todo. También el futuro. Es, como en la novela se describe, «como un vilano arrastrado por el viento que, hasta que no amaina, no le permite caer al suelo para germinar».
También describe como la bondad, virtud que se opone a la crueldad humana, tan común en los momentos en los que la historia se desarrolla, se impone y al final, trae sus frutos en beneficio de quien actúa con esa actitud de hacer el bien.
Esta es una novela que pretende ser de lectura fácil y amena. Es casi de aventuras, por el momento en el que se desarrolla y el personaje vive.
Está escrita en primera persona, permitiendo así al lector imbuirse en la historia como propia.

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¡No!, yo no estaba por ninguna de esas opciones. Todo lo que estaba sucediendo era un desastre. A mi parecer, las alternativas que nos ofrecían los de uno u otro bando no eran válidas para establecer una convivencia de paz y conseguir adelantos sociales, que era lo que, curiosamente, los involucrados promulgaban. Yo no podía tomar partido por ninguno.

Analizando mi postura he llegado a la conclusión de que lo que sí soy es un perfecto demócrata; donde la libertad del individuo en expresarse, el diálogo y el consenso de la mayoría impone las normas de la convivencia.

Todos teníamos el derecho a elegir a quienes queremos que nos representen, a debatir en el parlamento su proyecto, a votarlo entre todos y la obligación de aceptar la decisión de la mayoría. Así se conseguía una convivencia pacífica y próspera.

¡Sí!, por eso sí que estaría dispuesto a luchar y a jugarme la vida. Pero por las alternativas que en ese momento me daban, no.

Mi reflexión me hizo guardar silencio un buen rato. Me hubiese gustado exponerlo al grupo que habíamos formado, pero no me atreví. Todavía no tenía el conocimiento suficiente de lo que cada uno pensaba para hacerlo con tranquilidad.

Estábamos allí los cuatro, parados, mirándonos y sin saber qué hacer:

—¡Vaya desmadre! —comenté por decir algo.

—¿Desmadre? ¡Locura, parece a mí que es!... ¡Yo me largo ya! ¡Me voy a mi casa! —dijo Santiago—Ya sabéis que mi padre tiene una peletería en la plaza Mayor, aunque con la que está cayendo, no sé si aún estará abierta. Lo dudo.

Y continuó

—Bueno; ya sabéis dónde encontrarme por si puedo ayudaros en algo. Solo tenéis que ir a la plaza Mayor y buscarla, está en los soportales. No tiene pérdida. Es la única.

Y, sin pensarlo dos veces, sin más despedida y sin nada en las manos, salió corriendo calle arriba, hacia la Moncloa.

—¡Adiós, Santiago…! —nos dejó con la palabra en la boca.

Allí, en el cuerpo de guardia ahora vacío, junto a la puerta, nos quedamos, indecisos, los tres restantes del grupo.

Sabíamos que Adánez vivía en Madrid y supuse que también se marcharía en cualquier momento.

—¿Y qué hacemos nosotros ahora? —preguntó Gabino—No tenemos dónde ir, claro, pero si nos quedamos aquí, en el cuartel, corremos peligro. No sé qué puede pasar ahora. Tened en cuenta que aún somos soldados, pero sin regimiento. Si nos quedamos, es posible que nos enganchen y nos líen para que nos alistemos a esas milicias de locos e ignorantes, que llevan a pegar tiros por esos montes de Madrid. Puede que nos suban a la fuerza a alguno de esos camiones; que nos den un fusil y que nos lleven a donde les de la gana… Hay que largarse. Ya nos apañaremos.

Adánez se nos quedó mirando y, tras un breve silencio, dijo:

—Nos marcharemos los tres juntos. Veremos a mi padre y seguro que a él se le ocurre algo… Ya veréis.

No teníamos nada que objetar ni alternativa a la propuesta que nos hacía. Pensamos que Adánez conocía Madrid, que estaría bien relacionado y nadie mejor que él para orientarnos.

—¡Vamos!; subid a la compañía a por vuestras cosas. —nos apremió— No carguéis con mucho; llamaríamos la atención y hasta es posible que tengamos que correr. No sabemos qué nos espera ahí fuera.

6. Nosotros, como todos… El Cuartel de la Montaña

20 de Julio de 1936

En cinco minutos estábamos otra vez los tres juntos en el portalón del cuartel y, como habíamos acordado, cada uno con un pequeño hatillo. No habíamos cogido ni los petates militares ni maleta alguna. Había que ir ligeros.

—¡Vámonos! —ordenó Adánez echando a andar calle abajo—Mejor por Ferraz; habrá menos jaleo. Por arriba está la Cárcel Modelo y he oído que también hay follón, porque están liberando a los presos comunes y metiendo en ella a todos los golpistas que encuentran.

En el mismo paseo de Moret, haciendo esquina con Ferraz, había un buzón de Correos.

—Esperad un momento. Tengo que echar esta carta que escribí ayer a mi novia.

—¡Vamos, date prisa! A ver si tienes suerte y le llega.

Había pensado Adánez que por Ferraz sería mejor, pero se equivocaba.

Marchábamos rápidos, pero poco antes de llegar a la calle Alberto Aguilera nos encontramos con un tumulto de gente que, con el puño en alto, gritaba:

—¡Al Cuartel de la Montaña!, ¡acabemos con esos hijos de puta de una vez! ¡Panda de cabrones, rebeldes cobardes que se esconden como niñatas!

—¡Además, nos tienen que entregar las armas! —dijo otro—. ¡Es una orden del Gobierno! ¡Son nuestras! ¡Las necesitamos para defender nuestra causa nacional y nuestra República!

En el Cuartel de la Montaña se guardaban, según decían, además de un arsenal de fusiles y otras armas, cuarenta y cinco mil cerrojos de Mauser, necesarios para que los que se requisaron en diversos acuartelamientos fuesen operativos. Si no, serían inútiles.

Mientras marchábamos por Ferraz, a través de una ventana abierta a la calle se oía una emisora de radio con el volumen elevado al máximo. Una voz femenina aclamaba:

Trabajadores, antifascistas, pueblo laborioso:¡todos en pie, dispuestos a defender la República, las libertades populares y las conquistas democráticas del pueblo

—¿Quién es esa? —pregunté.

—Creo de es Dolores Ibarruri o Urribarri, no sé —contestó Gabino.

—La Pasionaria, creo que la llaman —informó Adánez—. Es una diputada del Partido Comunista.

Un concurrido grupo de milicianos subía desde el paseo de Rosales para unirse a los que por allí se manifestaban. Otros muchos continuaron por el mismo paseo en dirección al Cuartel de la Montaña, que se encontraba en el alto del Príncipe Pío. Un lugar despejado que dominaba la estación del Norte y la ribera del Manzanares.

—¡Viva la Republica! ¡Muerte a los sublevados cobardes! —se voceaba.

En la calle había todo tipo de personajes gritando con el puño en alto: hombres maduros y muchachos jóvenes, chicas con mono y gorrito de puntas. La mayoría eran paisanos, aunque también había algún guardia civil y otros uniformados que parecían de la Guardia de Asalto, que era las fuerzas del orden gubernamental.

Muchos marchaban llevaban escopetas de caza, algunos con fusiles y los más, desarmados y vociferantes.

Gritos, insultos, consignas e imprecaciones de odio.

—¡Vamos a por ellos, a echarlos de allí! ¡No dejéis ni uno!

—¡Mueran los fascistas rebeldes!

Nosotros tres, meros espectadores, no sabíamos qué hacer ni cómo escaparnos de aquel tumulto sin llamar la atención.

Estábamos en eso cuando un escandaloso y vociferante miliciano nos empujó hacia abajo de la calle para que nos uniésemos a ellos.

—¡Eh, vosotros…! ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Vamos! ¡Luego os daré fusiles para que os carguéis a esos hijos de puta!

No tuvimos más remedio que seguirlos. Nuestra seguridad estaba en peligro si les llevábamos la contraria.

Ya antes de llegar al final de la calle Ferraz, donde se junta con el paseo de Rosales, oímos muchos disparos y el tableteo de una ametralladora: «¡ta, ta, ta, ta, ta!». Disparaban desde los tejados de las casas y otras ametralladoras, me pareció, respondían desde el cuartel disparando a los asaltantes que se aproximaban. Aquello creó un gran desconcierto entre los que nos acercábamos.

Ahí fue donde percibimos peligro.

—¡Hay que tener mucho cuidado! —dije a mis amigos, que se protegían en la entrada de un portal—. ¡No hay que ponerse a tiro!

Un hombre de edad avanzada había sido abatido y estaba en el suelo boca abajo con una mancha de sangre en su espalda. No se movía. Una mujer miliciana trataba de arrastrarle a un lugar más protegido.

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