Jesús Albarrán - El legajo de la casa vieja

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Una circunstancia es un factor externo que afecta a una persona en concreto o un conjunto de ellas.
Esta novela narra como las circunstancias acaecidas en un momento, afectan y determinan la vida de quien las sufre o las experimenta y podemos vernos obligados a aceptar situaciones y adoptar decisiones que, de otra forma, no hubiesen sucedido o no se hubiesen tomado. Cuando irrumpen inesperadamente condicionan todo. También el futuro. Es, como en la novela se describe, «como un vilano arrastrado por el viento que, hasta que no amaina, no le permite caer al suelo para germinar».
También describe como la bondad, virtud que se opone a la crueldad humana, tan común en los momentos en los que la historia se desarrolla, se impone y al final, trae sus frutos en beneficio de quien actúa con esa actitud de hacer el bien.
Esta es una novela que pretende ser de lectura fácil y amena. Es casi de aventuras, por el momento en el que se desarrolla y el personaje vive.
Está escrita en primera persona, permitiendo así al lector imbuirse en la historia como propia.

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—Oí que esa ha sido una de las razones por la que se ha asaltado el Cuartel de la Montaña —comenté yo—, porque en él se guardaban muchos fusiles y cerrojos de Mauser.

—¡Vaya usted a saber… cuales han sido!

Madrid era un caos. Una ciudad de locos. La gente arremolinada por la calle; muchos ya con armas, otros buscándolas. Enervados e inquietos todos. Unos con miedo; otros indecisos sin saber que hacer y los más, con efusiva y manifiesta violencia.

—¿Dónde habéis conseguido las armas? — preguntó alguno.

—¡Ahí! —dijo un miliciano señalando con el dedo—. En la plaza de Santo Domingo hay un camión que está repartiendo las que se han sacao del Cuartel de la Montaña —contestó otro que iba en un grupo ya armado.

Subiendo por la Gran Vía y llegando a la calle Jacometrezo, que desemboca en la plaza de Santo Domingo, encontramos un vociferante tropel. Sus componentes se empujaban y hacían una desordenada cola ante un camión. Subidos en él había dos soldados que repartían fusiles sin ningún control a todo el tumulto que los demandaba. Abajo del camión se encontraban dos soldados republicanos que iban entregando los cerrojos de los Mauser, que les habían dado previamente, así como algunas balas.

—¡Oye! —pedía uno—. ¡Mira a ver si tienes por ahí una pistola Star, que ahora mismo me voy a cargar a mi cuñao por hijo de puta fascista!

—¡A mí…, a mí también! —gritaba otro.

En algunas ventanas y balcones colgaban banderas tricolores republicanas y algunas de la CNT o comunistas. Desde ellas, ciudadanos antes silenciosos y ahora exaltados con el puño en alto gritaban amenazas e imprecaciones de odio; insultos a los sublevados, a los curas y a todo el que, por su apariencia o condición, fuese considerado de derechas.

Me pareció que el peligro se palpaba en cada situación; en cada esquina, en cualquier momento. Tuve miedo. No sabía con qué nos podríamos encontrar ahora sin ningún orden ni control de la situación. Mis amigos, desconcertados, debían de estar tan asustados como yo.

Lo que veía me hacía pensar que la situación social que estábamos viviendo era muy peligrosa. Temía que se complicase mucho más. Me preguntaba que si toda esa gente, que pertenece a la mitad de la España que votó a la coalición de los partidos de izquierdas, era la que se manifestaba en la calle y se estaba armando, ¿dónde estaba la otra mitad?, ¿esos que no estaban a favor de esa «República de los trabajadores»? Me refería a esa llamada «gente de orden», que no eran los militares sublevados; porque en Madrid, capital de España, tendría que haber muchos civiles que estuviesen más a favor de no admitir ese desmadre. Esos no se manifestaban abiertamente. Claro que, por otro lado, solía suceder que las manifestaciones populares casi siempre eran de las masas de izquierdas: reivindicativas y protestonas. «Tomad las calles», siempre había sido consigna y actitud de esa clase social. Ese era su poder: la manifestación y la huelga. Y, cuando sobre esos derechos no se ejercía ningún control, podía, como ahora estaba sucediendo, provocarse el caos.

—Oye, Adánez —pregunté, suponiendo que su lucidez me daría alguna respuesta, aunque ya la intuía—. ¿Y los otros? Todos esos que viven en Madrid, pero que fueron casi el 50% de los votantes que se decantaron por los partidos de derechas, ¿dónde están?

—¡La Quinta Columna! —contestó—. Lo oí comentar el otro día.

Gabino y yo nos quedamos mirando, expectantes de su explicación.

—Parece ser que Madrid está amenazada por cuatro columnas —dijo—: una, la de Franco y su ejército de legionarios y regulares, que viene desde el suroeste; otras dos desde Galicia y Castilla la Vieja. Estas son las fuerzas del general Mola que avanzan hacia Madrid, que son precisamente las que intentan detener en la sierra de Guadarrama; y una cuarta que progresa desde Navarra y Aragón. Todas pretenden entrar en Madrid; pero dicen que hay una quinta que ya está aquí dentro. Es la que aquí surgió desde el principio, incluso antes de la rebelión militar; y que aquí actúa: esa es la Quinta Columna. Son partidarios de las derechas que, en secreto, se encuentran esperando dentro de la ciudad. No dan voces, no salen luciendo sus fusiles ni sus banderas, pero su eficacia puede ser demoledora. Pueden ser desmoralizadores del pueblo, difusores de noticias desalentadoras para unos y esperanzadoras para otros, organizadores de planes de huidas para quienes quieren pasar al lado de los sublevados, falsificadores de documentos de identificación, saboteadores cuando llega el momento, espías, informadores. En definitiva, infiltrados que anhelan el triunfo de las derechas y están dispuestos a cualquier acción a favor de los levantados en armas. No hay que subestimarlos. Serán silenciosos, pero eficaces y difíciles de descubrir.

Comprendí.

—En la guerra, todo vale —concluyó.

—Pues en cualquier momento se puede armar una batalla por las calles de Madrid, porque seguro que estos camuflados tienen armas y puede que estén dispuestos a enfrentarse a estas milicias populares que se están armando. Fijaros si desde estas ventanas —dije señalando las que abiertas daban a la plaza— no podrían acribillar a todo este gentío.

—No creo que lo hagan ahora —contestó Gabino— no tendían forma de escapar y saben que el populacho se los cargaría rápidamente. Esa acción no tendría consecuencias que decantasen la situación significativamente. Solo valdría para enervar más a los ciudadanos y, seguramente, esperarán a que la situación les favorezca. Ya veríamos que pasaría si los otros lograsen entrar en Madrid. No lo quiero ni pensar.

7. La familia Adánez

Fuimos por la Gran Vía hasta llegar a la calle de Alcalá. Llegamos a la plaza de Cibeles. Era tal la muchedumbre que allí había concentrada, con banderas y pancartas de «NO PASARÁN», que tardamos en atravesarla, intentando no involucrarnos con el arrebatado gentío. Subimos hasta la Puerta de Alcalá y después tomamos la calle Serrano en dirección a la calle de Goya.

Más coches, con las siglas burdamente pintadas en blanco de la CNT y la FAI, circulaban con milicianos y milicianas armadas. Algunos iban subidos a los estribos y sujetos de las ventanillas abiertas. Camionetas también repletas de hombres con el puño en alto, pertrechados y dispuestos a la lucha que decían encaminarse a la sierra de Guadarrama para detener las columnas del general Mola.

—¡Vamos compañeros…! —vociferaban a los transeúntes—. ¡Venid con nosotros a detener a los fascistas! ¡Hoy ya les hemos vencido aquí, en Madrid! ¡Ahora les venceremos antes de que logren llegar!¡Abajo Franco y sus tropas moras! ¡Abajo Mola y sus esbirros! ¡No entrarán en Madrid!

Cerca de la calle de Goya, un grupo de hombres y mujeres exaltados, cada uno portando su fusil amenazante, conducía a un grupo de unos seis u ocho hombres desarmados con los brazos en alto.

—A estos se los van a cargar —dijo Adánez.

Otro grupo numeroso bajaba por Goya con banderas: la negra y roja anarcosindicalista de la CNT y la comunista con el martillo y la hoz. Cantaban La internacional y animaban con el puño en alto a que los transeúntes que se iban encontrando para que se uniesen a su jolgorio.

Por la calle de Serrano anduvimos hasta Hermosilla. Casi esquina a la calle de Velázquez, en una casa señorial de cinco plantas, vivía Adánez. La fachada tenía unos amplios balcones en la planta principal, con barandillas de hierro y ventanas adornadas con cornisas labradas en el resto de las plantas. Se accedía a ella a través de unas amplias y macizas puertas de madera con sólidos herrajes de hierro. Solamente mantenía semiabierta una de las puertas.

Un descarado conserje, con cara de pocos amigos, nos salió al paso cuando intentábamos entrar.

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