Jesús Albarrán - El legajo de la casa vieja

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El legajo de la casa vieja: краткое содержание, описание и аннотация

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Una circunstancia es un factor externo que afecta a una persona en concreto o un conjunto de ellas.
Esta novela narra como las circunstancias acaecidas en un momento, afectan y determinan la vida de quien las sufre o las experimenta y podemos vernos obligados a aceptar situaciones y adoptar decisiones que, de otra forma, no hubiesen sucedido o no se hubiesen tomado. Cuando irrumpen inesperadamente condicionan todo. También el futuro. Es, como en la novela se describe, «como un vilano arrastrado por el viento que, hasta que no amaina, no le permite caer al suelo para germinar».
También describe como la bondad, virtud que se opone a la crueldad humana, tan común en los momentos en los que la historia se desarrolla, se impone y al final, trae sus frutos en beneficio de quien actúa con esa actitud de hacer el bien.
Esta es una novela que pretende ser de lectura fácil y amena. Es casi de aventuras, por el momento en el que se desarrolla y el personaje vive.
Está escrita en primera persona, permitiendo así al lector imbuirse en la historia como propia.

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Toda la noche se habían oído cuchicheos, corrillos que hablaban en voz baja, murmullos. Seguramente, después de la notificación de que el regimiento había sido disuelto y podíamos marcharnos, la tropa, desconcertada, hacía planes: ¿había que armarse y alistarse en el Frente Popular para marchar a la sierra de Madrid y evitar el avance de los golpistas facciosos?; ¿había que tomar una iniciativa personal de supervivencia y arreglárselas para salir lo mejor posible de esa incierta situación? Hubo quien, como mi amigo Adánez, de alguna forma justificaba la rebelión militar, el «levantamiento», como se decía; y creo que se planteaba la posibilidad de unirse a los sublevados. Era una sospecha mía.

Entre nosotros, comentábamos la situación y analizábamos las imprecisas opciones que teníamos. ¿Qué era lo correcto en nuestra situación? ¿Cómo debíamos actuar? Las opiniones eran muy diferentes y las posturas políticas que denotaban, también. Cuando llegábamos individualmente a la decisión que considerábamos mejor y más justa, tratábamos de arrastrar a algún compañero, con el convencimiento de ser lo mejor. El que cree tener razón, quiere difundirla y muchas veces imponerla.

Esa noche también habíamos oído ruidos en las dependencias anexas. Al lado del dormitorio se encontraba la armería; allí era donde se guardaban los fusiles. A muchos de ellos les faltaba el cerrojo y lógicamente eran inútiles para el disparo.

Se decía que el Gobierno había dado orden de armar al pueblo, pero, como se podía comprobar, no era fácil. Sí, podríamos tener fusiles colgados al hombro; pero sin el cerrojo, pieza fundamental, y sin balas, solamente sería un adorno.

En la sala de oficiales y en el despacho del capitán ya no había nadie. Sin entrar, lo comprobamos observándolo a través de las puertas acristaladas que daban al pasillo. Sorprendentemente, la mesa escritorio tenía los cajones abiertos y sobre ella una regla, un tintero, que permanecía milagrosamente en pie, y algún palillero con plumín. La papelera de alambrera contenía algunos papeles rotos y otros arrugados descuidadamente arrojados. El sillón se encontraba volcado en el suelo. Todo era desorden. Parecía como si el capitán hubiese salido precipitadamente y, al levantarse bruscamente, lo hubiese derribado sin preocuparse por levantarlo. Por prudencia, callábamos. Todavía no sabíamos cómo actuar.

Ya a las 7:00, incluso antes, algunos soldados se estaban marchando del cuartel, ahora sin vigilancia. Los vimos desfilar por el pasillo, entre las literas, cargando sus bolsas y macutos; y con azoro y en silencio, salían del cuartel.

A las 7:30 aproximadamente, el sargento entró en la compañía acompañado del cabo furriel, que arrastraba una cesta de mimbre con chuscos de pan y repartía uno a cada uno mientras pasaba por el pasillo entre las camas.

Parecía como que el sargento quisiera hacernos ver que no pasaba nada; que la rutina se mantenía como cada día y dando voces y golpeando con un palo los barrotes de las literas, decía:

—¡Arriba, arriba! ¡Vamos, dormilones! ¡Que hoy es día de arreglar las cosas!

Me extrañó que no dijese nada sobre la ausencia de muchos soldados. No sabíamos a qué se refería con eso de «arreglar las cosas», pero todo era tan incierto que yo ni siguiera me planteaba la situación. Saludé a mi compañero Santiago, que acababa de bajarse de la litera y, dándole una palmada en la espalda, dije:

—Vamos…. A ver qué nos depara hoy el destino.

Al bajar por la escalera de la compañía, nos encontramos con mi amigo Gabino, que había dormido en el dormitorio de abajo con su unidad, y juntos salimos al patio.

Allí el revuelo era enorme. Ni siquiera formamos, como era habitual. Todo el mundo iba de un lado para otro: algunos arrastrando un petate o con él al hombro, seguramente con intención de marcharse; otros habían conseguido un fusil y se reunían en un grupo que parecía que tramasen algo; y los más, como yo, mirábamos a todas partes sin saber qué pensar ni qué hacer. Vi cómo rompían los cristales de una ventana, la abrían y unos cuantos entraban a una estancia que yo no conocía.

—Da a la despensa y al almacén —informó Santiago.

Enseguida comprendí.

—Hoy, seguro que nos quedamos sin desayuno —dijo mi amigo Gabino—. Menudo follón hay armado… ¡Vamos a ver qué pasa!... ¡Ah!, y aprovechad bien el chusco que nos han dado, que puede que sea lo único que vayamos a comer hoy.

Los soldados se mezclaban sin orden: algunos ya sin uniforme; de paisano o vestidos con monos de mecánico, que no sé de dónde los habían sacado. Era, según me dijeron, la vestimenta adecuada para ser considerado proletario e integrarse en las milicias populares revolucionarias.

Un grupo con fusil al hombro, voceando consignas en contra de los subversivos, contra el clero y contra los empresarios se disponían a salir del cuartel dispuestos a luchar. Otros, como nosotros, éramos meros observadores. Y los más, temerosos de ser implicados y arrastrados a los acontecimientos, trataban de escabullirse sin saber dónde ni cómo.

Gritos e imprecaciones es lo que se vociferaba en el patio del cuartel.

—¡Viva la República! ¡Abajo los golpistas fascistas! ¡Mueran los curas! ¡Mejor sin religión y sin iglesias! ¡Al paredón!

Y más voces animando a la acción inmediata:

—¡A por los curas, que se meten en todas partes y se quedan con todo! ¡Ellos son culpables de nuestra ruina!

—¡Muerte a los ricos y a los terratenientes que se enriquecen con nuestro trabajo!

—¡Sííííí…! —contestaban apoyándola—. ¡Ellos se forran y a nosotros no nos dejan ni las mondas de las patatas que cultivamos para los suyos! ¡Cabrones! ¡Hijos de puta! ¡Vais a morir todos!

—¡Abajo los empresarios que nos explotan!

—¡Explotadores! ¡Se hacen ricos y a nosotros no nos dan ni para comer!

—¡La tierra para el que la trabaja; eso es lo que tiene que ser! —vociferaban.

A mí me parecía que nos habíamos vuelto locos de repente. Lo que hacía solamente un día era respeto y orden, ahora era algarabía y descontrol.

Las noticias, algunas con una base mejor informada, otras lanzadas sin más en función del pensamiento político de quien las difundía, corrían por el patio. De un lado a otro. Ora en voz alta, ora en somero cuchicheo.

—¿No os dais cuenta? —nos hizo ver el compañero Adánez, que se había unido a nuestro pequeño grupo—. Es como una estampida incontrolada. Odios contenidos que de repente se desatan y no son capaces de discernir dónde está el límite de lo que dicen o de lo que hacen. No saben razonar y, mucho menos, llevar al convencimiento con la lógica más elemental. Solamente entienden el lenguaje de la violencia. Esto no puede terminar bien. Si lo que pretenden es que las cosas vuelvan a su cauce normal y corregir los desmanes, hay que actuar con cabeza; y estos cenutrios no la tienen. Se creen que, porque les han dado un fusil, pueden imponer por la fuerza sus opiniones y cargarse al primero que les lleve la contraria o que no les cae bien. Y, para colmo, he oído que han soltado de la cárcel a todos los presos comunes para que se unan a ellos y favorezcan sus intenciones,… que vaya usted a saber cuáles son. Ahora, con el descontrol que hay, esos delincuentes estarán haciendo de las suyas. «A río revuelto, ganancia de pescadores», dicen por mi tierra. ¡Esto no se puede consentir!

Se produjo un corto silencio entre nosotros, tal vez reflexionando sobre lo que Adánez nos estaba diciendo.

—A alguien se le tenían que inflar las pelotas—concluyó— Era evidente.

Por los comentarios y la forma de describir la situación, estaba claro que Adánez, que ese era su apellido y por él se le nombraba, era partidario de adoptar una postura a favor de controlar ese desorden de la forma que fuese. Era evidente que su posicionamiento político era de derechas y creo que incluso sería favorable a la causa de los sublevados; aunque no lo manifestase abiertamente.

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