Kristen Simmons - Punto de quiebre (Artículo 5 #2)

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Punto de quiebre (Artículo 5 #2): краткое содержание, описание и аннотация

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Segunda entrega de la saga Artículo 5.Tras fingir sus muertes para escapar de la prisión, Ember Miller y Chase Jennings solo tienen un objetivo: mantener un perfil bajo hasta que la Oficina Federal de Reformas olvide que existieron. No obstante, ahora que son casi unas celebridades, a raíz de sus desencuentros con el Gobierno, Ember y Chase son reconocidos y aceptados por la Resistencia, donde todos los ojos están puestos en el francotirador, un asesino anónimo que derrota a los soldados de la OFR uno por uno, al menos hasta que el Gobierno publica su lista de los más buscados, donde el sospechoso número uno es la propia Ember, y las órdenes son disparar a matar.

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—Conozco una historia —dijo con cierta vacilación—. A veces me ayuda a dormir.

Yo asentí para mostrarle que quería que me la contara.

—Muy bien —comenzó, y se acercó un poco—. Yo estaba…

—Había una vez —lo corregí, y él me miró y sonrió, mientras se halaba las hilachas en las botas de su pantalón.

—Está bien. Había una vez un chico de ocho años que se había mudado a un… a un pueblo muy muy lejano. Todo esto sucedió hace mucho mucho tiempo, cuando la gente tenía muchas cosas que llevar de un lado para otro, entonces tenía que alquilar un gran camión para llevar todo.

Al oír eso pensé en cómo, en este momento, todas nuestras pertenencias cabían en una sola mochila. Chase se volteó, de forma que los dos quedamos mirando en la misma dirección, y se acomodó sobre los codos, a unos treinta centímetros de distancia. Luego bajó los pies y los dejó colgando del colchón.

Mis manos crispadas se relajaron.

—Nosotros…, quiero decir, ellos viajaron durante dos días hasta llegar al lugar que su padre les había mostrado en fotografías. Parecía bastante bien; al menos era grande. El chico obtuvo su propio cuarto. Pero la mejor parte era que había una vieja casa embrujada al final de la calle —Chase sonrió—. Una casa embrujada como las de los cuentos. Tenía incluso un cementerio en el jardín. Entonces el chico fue a explorarla, pero otro niño, vestido con una camisa rosada, salió de repente de entre los arbustos y le dijo que se largara porque, oye esto bien, el lugar no era seguro.

En medio de las brumas de la memoria, recordé aquella camisa, un objeto de otra vida.

Chase se rio con ironía y se dejó caer sobre el colchón mientras se acomodaba de lado y apoyaba la cabeza sobre los nudillos. Con cuidado, yo adopté esa misma posición y apoyé la cabeza sobre el brazo. Él seguía estando a unos treinta centímetros de mí, pero ahora me estaba mirando.

—Resultó que el chico era una chica, que se había cortado el pelo ella misma. Entonces me contó una historia sobre haberse quedado dormida mientras masticaba goma de mascar. Lo único que digo es que debe haber sido una goma de mascar inmensa…

Le di un codazo en las costillas irreflexivamente. Él hizo una mueca de dolor. Se me había olvidado que le habían roto un par de costillas cuando lo arrestaron, pero al ver que empezaba a reírse, no creí que fuera necesario disculparme.

Chase dejó la mano sobre mi pantorrilla y abrazó mi pierna contra su pecho. Yo pasé saliva. Podía sentirlo ahí cerquita, no a través de un vidrio grueso.

—En todo caso, esta chica estaba evidentemente loca, ahí afuera, completamente sola y con su camisa rosada y su pelo de chico. Entonces nuestro héroe dejó pasar el hecho de que ella estaba tratando de mangonearlo y le dijo que lo mejor sería que lo dejara entrar porque, obvia­mente, el lugar estaba embrujado y él tenía que investigar o…, qué sé yo, nadie sabía lo que habría podido pasar. De modo que entraron juntos…

Yo sonreí.

—Resultó que aquella casa era el sitio más aterrador que él había visto en su vida. Un lugar muy peligroso para las chiquillas. Él estaba bien, claro. Perfectamente bien. Pero no era correcto obligar a una chica a quedarse ahí. Entonces él le dijo a ella que su mamá la estaba llamando, solo para que no se sintiera mal por ser tan miedosa.

Una carcajada empezó a formarse dentro de mí.

Yo nunca había tenido el valor de entrar sola a esa casa, pero cuando Chase apareció, decidido a ver qué había detrás de aquellas columnas blancas descascaradas y aquellas persianas rotas, no pude decir que no. Yo no sabía que el olor agrio era asbesto y que las venas que se veían en el papel de colgadura eran carreteras hechas por las termitas. Uno no pensaba en esas cosas a los seis años. Uno solo pensaba en cómo dividir el miedo como si fuera una naranja que se podía partir por el medio para que cada uno se comiera un pedazo.

Chase me haló hacia él un poco más y yo ni siquiera me puse tensa.

—Nunca te imaginarías el lugar donde ella vivía.

Mientras nuestras sonrisas se desvanecían, noté que su mano se había desplazado a la parte exterior de mi muslo y sus dedos estaban trazando pequeños círculos que atravesaban mis jeans. Como era lógico, yo me había quedado vestida, lista para salir en cualquier momento, pero ahora me pregunto cómo habría sido sentir sus caricias directamente sobre la piel.

Entonces sus dedos quitaron el flequillo negro e irregular de encima de mis ojos y sus labios se posaron suavemente sobre mi frente.

—Yo recuerdo quién eres tú. Aunque tú lo hayas olvidado —dijo.

Mis párpados se cerraron, y en los últimos momentos de conciencia que tuve, sentí la calidez de su mano sobre mi pierna y la presión de sus caricias volviéndome real. No solo una sombra. No solo un recuerdo.

ME VESTÍ cuando estuve sola en nuestro cuarto, mirando hacia la pared desnuda y deseando inspirarme en ella para mantener la claridad mental. Mis pensamientos revolo­teaban con expectativa ante lo que traería el día, pero siempre regresaban a la misma imagen: la celda de detención en la base. El suelo desinfectado, el colchón gastado que olía a blanqueador y vómito, las luces del techo que zumbaban y parpadeaban, y Tucker Morris apoyado contra el marco de la puerta, con sus ojos verdes que estaban diciendo: “Yo sabía que ibas a volver”.

Me recordé que ya había sobrevivido a la prisión antes y me concentré en la misión.

Mientras me abotonaba la blusa almidonada y me subía la cremallera de la falda de lana que me causaba picazón y me anudaba la pañoleta triangular con un nudo de marino alrededor del cuello, me temblaban las manos. Me preguntaba qué pensaría la Srta. Brock, la perversa directora del reformatorio de niñas, si me viera ahora, vistiéndome —por decisión propia— con el mismo uniforme al que tanto me había resistido.

El toque de queda terminó con un estallido de luz amarilla que me sobresaltó.

Houston y Lincoln ya se habían marchado con Cara, para inspeccionar nuestro recorrido en busca de patrullas de vigilancia de la OFR. Luego saldríamos nosotros, seguidos de Sean, quien iba vestido de soldado, y Riggins, quien iba de civil. Sean se encontraría con nosotros a las afueras del campamento y los demás se quedarían vigilantes, atentos a cualquier peligro.

Al salir del cuarto, me encontré de frente con Chase. Un gesto de decepción cruzó por su cara al ver que efectivamente yo me había cambiado. Era evidente que él tenía la esperanza de que yo no accediera a hacer esto. Chase se enderezó totalmente, y la insignia de la MM —la bandera de los Estados Unidos ondeando sobre la cruz— enmarcó el bolsillo de su chaqueta azul oscuro de artillería, justo por encima de la etiqueta donde se leía el apellido “VELÁSQUEZ”. Sus pantalones sobresalían holgadamente de las botas negras recién embetunadas. Vestido con aquel uniforme robado, Chase se veía casi exactamente como el día que arrestó a mi madre.

En ese momento, caí en la cuenta de que él nunca había dicho que nos iba a acompañar. Había cosas que no necesitaba decir en voz alta.

Segundos después, Sean, Chase y yo nos encontrábamos en el vestíbulo vacío, frente a las puertas dobles. Todavía estaba oscuro debido a las pesadas nubes cargadas de lluvia, y me alegró contar con esa protección extra. Cuando apoyé la mano sobre el vidrio para abrir, sentí enseguida el aire fresco y brumoso de la mañana, que me seducía para que fuera en busca del peligro, de la misma forma en que la familiaridad que sentía con el cuarto piso me empujaba a quedarme.

—Las Hermanas son distintas aquí —dijo Sean—. ¿Recuerdas a Brock? Ella tenía plena autoridad sobre los soldados en el reformatorio. Uno nunca la veía retroceder. Pero en las ciudades, las Hermanas trabajan para la beneficencia y son modelos de obediencia. Tienen poder, pero no sobre la OFR. Son la clase de mujeres que los estatutos quieren formar, ¿entiendes a qué me refiero?

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