Kristen Simmons - Punto de quiebre (Artículo 5 #2)

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Punto de quiebre (Artículo 5 #2): краткое содержание, описание и аннотация

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Segunda entrega de la saga Artículo 5.Tras fingir sus muertes para escapar de la prisión, Ember Miller y Chase Jennings solo tienen un objetivo: mantener un perfil bajo hasta que la Oficina Federal de Reformas olvide que existieron. No obstante, ahora que son casi unas celebridades, a raíz de sus desencuentros con el Gobierno, Ember y Chase son reconocidos y aceptados por la Resistencia, donde todos los ojos están puestos en el francotirador, un asesino anónimo que derrota a los soldados de la OFR uno por uno, al menos hasta que el Gobierno publica su lista de los más buscados, donde el sospechoso número uno es la propia Ember, y las órdenes son disparar a matar.

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—¡Vaya mañana!

Volví a sobresaltarme, dispuesta a decirle al que fuera que se largara de allí, hasta que me di cuenta de que se trataba de Wallace, que estaba recostado casualmente contra el marco de la puerta. El radio de mano, que nunca parecía soltar, colgaba de su mano sostenido por la antena y se balanceaba como un péndulo.

Sentía la garganta demasiado seca para responderle.

—¿Sabes? Cuando llegaste le pedí a Billy que buscara sobre ti en el servidor central. Por curiosidad, ¿conoces la lista de proezas que se te atribuyen? —Al ver que yo no respondía, Wallace siguió hablando—: Ataque a un soldado durante una requisa, haber huido de un centro de rehabilitación, estar vinculada con un desertor e implicada en todo tipo de delitos, desde asalto con arma mortal hasta amenazas terroristas. En los archivos, ustedes dos figuran como ultimados, muertos. Esa no es una hazaña fácil de lograr. La fotografía no te favorece mucho, pero ¡desde luego!

La fotografía me la habían tomado en el reforma­torio, justo después de que se llevaran a mi madre. No era la primera vez que la publicaban en la base de datos de la MM.

—Tu escape de la base fue agregado recientemente. En combinación con todo lo demás, no me sorprende que piensen que tú eres la asesina.

Tragué saliva para tratar de pasar el nudo que sentía en la garganta. Un par de días atrás había sentido una extraña familiaridad con Wallace, pero ahora me sentía tan a la defensiva como la primera vez que lo vi.

—No soy una asesina —dije. No debería tener que explicarle eso a alguien que ya lo sabía.

—Eso no es lo que está diciendo la OFR.

—Pero ¡son mentiras! —le espeté.

—Ah, vale —dijo y sonrió—. Te sientes mejor, ¿no es cierto?

Se dio media vuelta para marcharse, pero antes de hacerlo se detuvo.

—Ember, no necesité ver tu currículo en el computador para saber que perteneces a este lugar. Lo supe desde el segundo que entraste por la puerta.

Me dejó enfurecida. Yo no pertenecía a ese lugar, no en este momento en que todos los soldados de la región me estaban buscando. No pertenecía a ningún lado. Yo era un peligro para nuestra causa, para Chase, para Sean y para Billy. Era un peligro para mí misma. Solo era cuestión de tiempo que la MM me capturara.

Me alejé de la puerta y le di una patada a lo primero que encontré: una caja de cartón. Un montón de blusas azul pálido y faldas plisadas azul oscuro se regaron sobre la alfombra sucia. Los uniformes de las Hermanas de la Salvación que Cara había traído.

Frustrada, agarré una toalla y hui hacia el baño. Me lavé el pelo con frenesí, como con la necesidad de limpiarme. Lo corté a la altura del mentón y luego lo teñí de negro con una botella de algo que parecía como melaza y que estaba bajo el lavamanos. Era un tinte temporal que terminaba por desaparecer y por eso no dejaba ver las raíces que llamaban la atención de quienes vivían buscando esas conductas frívolas. Yo sabía que no importaba mucho. Ellos debían saber que podía cambiar mi apariencia, e incluso con un pseudónimo, mi fotografía del reformatorio terminaría siendo publicada en impresos. Fuera como fuese, tenía que hacer algo.

Vi en el espejo mi nuevo reflejo. Los ojos marrones y grandes que se parecían tanto a los de mi madre, y la nariz afilada que compartíamos. Deseé poder hablar con ella.

—NO PUEDE SERVIRLES PRIMERO A ELLOS —se quejó el hombre. Se veía como cualquier otro hombre de negocios desplazado que recorría las calles en busca de trabajo: lentes torcidos, corbata floja, el cuello de la camisa sin el botón. Llevaba una bolsa de lona colgada del hombro y señalaba una hoja de papel mientras le gritaba a la empleada del comedor comunitario.

—¿Sí ve? Mire. Así es, baje la cabeza, como una niña buena.

La mujer que estaba al otro lado del mostrador parecía a punto de llorar. Yo estaba cinco personas detrás del hombre, pero la fila se había dispersado cuando él levantó la voz, y ahora todo el mundo prestaba atención.

Vi que mi madre se apresuró a abandonar su posición de voluntaria, fuera del camión refrigerado que transportaba los alimentos perecederos. Se secó las manos con el delantal.

—¿Cuál es el problema, señor? —Quedé paralizada al oír su tono: por lo general ese tono anunciaba que venía algo agresivo.

—Ah, gracias a Dios. Alguien razonable. Mire, estos tipos pretenden recibir las mismas raciones que una familia. Como si fueran una familia.

Los ojos de mi madre se desviaron un segundo hacia los dos jóvenes que estaban a su derecha. Uno le estaba diciendo al otro: “Vámonos, solo vámonos”. Pero el otro tenía la cara roja y sacudía la cabeza.

—¿Entonces? —preguntó mamá.

El hombre resopló.

—Que claramente no son una familia. Mire lo que dice aquí: Artículo dos. Se considera una familia normal aquella conformada por un hombre, una mujer y sus hijos. Todas las otras combinaciones no serán consideradas bajo la categoría familia —dijo e hizo un gesto con las manos para indicar que estaba haciendo una cita literal—, y por lo tanto, no serán beneficiarios de impuestos, ocupación, educación, beneficios de salud u otros.

—Ah. Los Estatutos de Comportamiento Moral. —Mamá tomó el papel y el hombre asintió con aire pretencioso mientras los demás lo miraban. Me estaba dando la espalda cuando mi madre leyó—. No veo nada relacionado con no recibir raciones de comida —dijo finalmente.

Me quedé helada. Quería que ella cerrara la boca. Este hombre no era un soldado, pero fácilmente podía denunciarla si quería. Podía saltar por encima de la mesa y atacarla, si quería.

El hombre soltó una carcajada y luego se dio cuenta de que mi madre no estaba bromeando. Los otros dos muchachos se quedaron quietos. Me abrí camino hasta la parte delantera de la fila, sin saber muy bien qué iba a hacer si él se enfurecía.

—Claramente está implícito —dijo.

—Claramente no —respondió mamá y se apoyó sobre la mesa—. Déjeme decirle lo que sí está implícito: el respeto, y si eso le molesta, me dará mucho gusto recomendarle otro comedor comunitario que reciba gente que es, obviamente, mejor que el resto de nosotros.

Me puse toda roja, en parte por miedo, pero sobre todo de orgullo, y ese orgullo me llenó por completo. Mi madre parecía tan viva y poderosa en ese momento, con esa mirada que desafiaba al hombre a decir otra palabra. Sentí que copiaba esa misma expresión y pensé que debería mirarme al espejo cuando regresara a casa para asegurarme de haberla aprendido bien.

El hombre dio media vuelta, como si fuera a marcharse, pero luego hizo una mueca y volvió a su lugar. Mi madre fue quien se ocupó de entregarle sus raciones.

—MILLER, ¡deja de portarte como una chiquilla! —Sean golpeó la puerta con su puño y me sacó del trance en que me encontraba—. Te van a linchar si sigues acaparando el baño.

Respiré profundo, pues sabía que no me podía esconder para siempre, y salí. La expresión de Sean cambió tan pronto me vio y parpadeó con sorpresa.

—Pero… ¿quién diablos eres? —dijo en cuanto se recuperó—. Estoy buscando a una mujer de pelo castaño, más bien bajita y bastante temperamental, que desapareció por aquí hace como una hora.

Pasé frente a él y escudriñé con la vista el corredor en busca de Chase, pero no estaba entre los que holgaza­neaban a la salida de la oficina de Wallace. Mi corazón se sacudió al recordar la forma como nos habíamos despedido.

—Entonces… —dijo Sean con cautela—. Qué locura todo lo que está pasando.

—Sip.

—¿Quieres hablar sobre…?

—Nop.

Sean escondió una breve sonrisa tras una tos muy oportuna.

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