Javier Orlando Aguirre - La religión en la esfera pública

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Uno de los retos más grandes que ha tenido que enfrentar el proceso de consolidación de la democracia colombiana es saber expandir y fortalecer el carácter laico del Estado a partir de su propia trayectoria histórica y cultural. Este proceso implica afrontar la discusión sobre el rol de la religión en los debates sociales, políticos y jurídicos contemporáneos. En general, se pueden encontrar dos extremos radicales en esta discusión. En términos generales, estas dos posiciones extremas del debate sobre el rol de la religión en la esfera pública configuran los contextos social y político a los que nuestra investigación quiso acercarse

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Segundo, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica tolerante con la independencia y la autonomía del conocimiento secular. Para Habermas,

[…] esto solo se logra en la medida en que los ciudadanos conciban por principio, desde su punto de vista religioso, la relación de los contenidos dogmáticos de fe con el saber secular acerca del mundo, de tal modo que los progresos autónomos en el conocimiento no puedan venir a contradecir los enunciados relevantes para la doctrina de la salvación [Habermas, 2006, p. 145].

Tercero, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica tolerante con la idea de que las razones seculares tienen primacía en la arena política, es decir, en la esfera pública formal. Según Habermas, «esto solo se logra en la medida en que los ciudadanos incorporen de una manera razonable el individualismo igualitario del derecho racional y de la moral universalista en el contexto de sus propias doctrinas comprehensivas» (Habermas, 2006, p. 145).

Estos deberes son, según Habermas, un reflejo de los tres desafíos que la modernidad le ha planteado a las conciencias religiosas; a saber: el hecho del pluralismo religioso, el avance de las ciencias modernas y el establecimiento del derecho positivo y la moral secular social. Desde el inicio de la modernidad, las comunidades religiosas han tenido que emprender un trabajo interno de autorreflexión hermenéutica, que deben continuar y fortalecer si el objetivo es comportarse como ciudadanos religiosos y también democráticos.

Como se ve, un elemento esencial de la propuesta de Habermas radica en su interés por lograr que las cargas que deben asumir los dos grupos de ciudadanos, es decir, los ciudadanos religiosos y los ciudadanos seculares, sean cargas simétricas.

En efecto, como lo señala Habermas al referirse a la obligación de traducción que tienen todos los ciudadanos:

Este trabajo de traducción tiene que ser entendido como una tarea cooperativa en la que toman también parte los ciudadanos no religiosos para que los conciudadanos religiosos que son capaces y están dispuestos a participar no tengan que soportar una carga de una manera asimétrica. Los ciudadanos religiosos pueden manifestarse en su propio lenguaje solo si se atienen a la reserva de la traducibilidad; esta carga queda compensada con la expectativa normativa de que los ciudadanos seculares abran sus mentes al posible contenido de verdad de las contribuciones religiosas y se embarquen en diálogos de los que bien puede ocurrir que resulten razones religiosas en la forma transformada de argumentos universalmente accesibles [Habermas, 2006, p. 139].

De forma similar, como explícitamente lo afirma Habermas:

Dentro de este marco, lo que nos interesa es la cuestión aún no resuelta de si la concepción revisada de la ciudadanía que yo he propuesto no sigue imponiendo después de todo una carga asimétrica a las tradiciones religiosas y a las comunidades religiosas [Habermas, 2006, p. 146].

Este interés de Habermas por la simetría y la justicia constituye, a nuestro modo de ver, un elemento crucial que debe tenerse muy en cuenta15. Desde esta perspectiva, entonces, en una comunidad constituida por valores constitucionales, los ciudadanos religiosos tienen que aceptar que en el ámbito institucional del Estado y la administración (parlamentos, cortes, ministerios, etc.), en la “esfera pública formal” únicamente cuentan el lenguaje y los argumentos seculares. En este punto, ellos tienen que aceptar que sus argumentos religiosos no pueden hacer parte de la “razón pública”16. De lo contrario, estaríamos en una situación en que los ciudadanos religiosos que apoyan tales argumentos se estarían poniendo a sí mismos en una posición privilegiada ilegítima con respecto a los demás ciudadanos; es decir, a los ciudadanos pertenecientes a otras religiones y a los ciudadanos seculares. Esto es lo que justifica, entonces, el principio de la separación de la Iglesia y el Estado17.

En este sentido, el derecho a la libertad de cultos se garantiza para todos (incluso para aquellos que no desean tener una religión) si y solo si el Estado se mantiene neutral hacia las imágenes del mundo religiosas que “compiten entre sí”. En este marco, cualquier ciudadano religioso que quisiera disminuir este principio evidenciaría un deseo por la injusticia, porque trataría ilegítimamente de privilegiar su propia posición religiosa en detrimento de las visiones de mundo de sus conciudadanos18. Si esto ocurre, la decisión tomada sería ilegítima por cuanto violaría el principio de neutralidad sobre la necesidad de formular y justificar las decisiones políticas obligatorias en un lenguaje igualmente accesible para todos los ciudadanos.

Ahora bien, desde una perspectiva aristotélica19, también podríamos decir que sería una decisión injusta, puesto que un grupo de ciudadanos de una religión determinada estarían poniéndose a sí mismos en una posición ilegítima de superioridad con respecto a los demás conciudadanos. Lo injusto sería, entonces, según el argumento de Habermas, la distribución asimétrica de las cargas y los beneficios sociales. En este escenario, los ciudadanos pertenecientes a esta religión particular estarían tomándose para ellos “todas las partes” de la razón pública. Así, desde esta perspectiva, es la virtud de la justicia distributiva la que exige que los ciudadanos religiosos soporten las cargas de aceptar el principio de neutralidad. En consecuencia, también deben aceptar que sus argumentos religiosos pueden contar en el ámbito institucional (la esfera pública formal), si y solo si han sido expresados previamente en un lenguaje secular, esto es, en un lenguaje comprensible por todos los ciudadanos. De lo contrario, los ciudadanos no religiosos, y los que pertenezcan a una religión diferente, no serían capaces de reconocerse a sí mismos como autores y no como simples súbditos de las leyes. De modo que se les habría negado su honor como ciudadanos y se habría cometido una injusticia.

Sin embargo, por razones similares, los ciudadanos seculares tampoco se pueden poner a sí mismos en una posición privilegiada al adoptar una actitud secularista, es decir, aquella que le niega todo valor a la religión y la considera, si acaso, una “reliquia del pasado”.

Esta distinción entre una actitud secular y una secularista es una distinción conceptual fundamental en la perspectiva de Habermas. En sus propias palabras:

Desde una perspectiva terminológica, distingo entre los términos ‘secular’ y ‘secularista’. Al contrario de la posición indiferente de una persona ‘secular’ o no creyente que, frente a las reivindicaciones del valor de la religión, se comporta de una forma agnóstica, los ‘secularistas’ adoptan una postura polémica respecto a las doctrinas religiosas que, pese a que sus derechos no son científicamente justificables, gozan aún de relevancia en el ámbito público. Hoy día, el secularismo se apoya con frecuencia en una línea dura de naturalismo, es decir, un naturalismo científicamente fundamentado [Habermas, 2009, p. 77].

Según Habermas, existe una razón muy simple para afirmar que los ciudadanos religiosos sí tienen un lugar de honor como ciudadanos en el Estado liberal: el Estado liberal garantiza el derecho a la libertad de religión y cultos. Por ende, un Estado no puede cargar a sus ciudadanos, a los que garantiza libertad de expresión religiosa, con deberes que son incompatibles con la búsqueda de una vida devota. El Estado democrático no puede exigirles a estos ciudadanos que justifiquen sus planteamientos y posiciones políticas de forma independiente de sus convicciones religiosas o visiones de mundo (Habermas, 2006)20.

Por lo tanto, si el Estado democrático protege la experiencia religiosa de sus ciudadanos y los declara así, ciudadanos “completos”, esto es, miembros libres e iguales de la comunidad política que se conciben a sí mismos (y exigen que los demás que los conciban así) como autores y no como simples sujetos de las leyes, los ciudadanos religiosos no deben temer participar, como ciudadanos religiosos, en las discusiones políticas de la esfera pública informal. De lo anterior se espera y presupone la previa aceptación del principio de neutralidad que, en el ámbito institucional de la administración, es decir, de la esfera pública formal, únicamente cuentan los argumentos y el lenguaje seculares. De acuerdo con Habermas:

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