Nuevamente citamos a J. Burnett 11:
“El hecho de que sean solemnes no significa la ausencia de gozo. El Señor es quien convida a su pueblo a gozarse en lo que Él se goza; que su pueblo se deleite en lo que Él se deleita y se sienta satisfecho con lo que Él encuentra plena satisfacción”.
Además, no solo eran para que las guardasen los sacerdotes, sino todo el pueblo. Por lo tanto, todo el pueblo de Dios era el que las celebraba.
Ninguna otra cosa se debía hacer en ellas. “ Ningún trabajo haréis (v. 3)... ningún trabajo de siervos haréis” (v. 7).
Eran santas(Lv. 23.2, 37). Nada tenían que ver con ritos paganos; tampoco eran convocatorias con un significado superficial o intrascendente. Encuentros de un Dios santo, con un pueblo santo y con propósitos santos. Un tiempo apartado, dedicado a Dios, a través de vidas apartadas y dedicadas a Dios 12.
Notar que en Éxodo 23.14ss; 34.18ss, se les llama sencillamente “fiestas” (heb. haggim), pero en nuestro capítulo de Levítico se agrega “fiestas solemnes” y “santa convocación” (heb. mo ’adim).
Eran convocaciones (Lv. 23.2). Todo Israel era convocado a ellas. Eran tiempos de comunión festiva para el pueblo de Dios 13. La raíz de la palabra “fiestas” realmente significa “citas”. Eran —como ya dijimos arriba— citas, encuentros, reuniones entre Dios y su pueblo.
Es enfático el mandamiento para las santas convocaciones: Lv. 23.2, 3, 4, 7, 21, 24, 25, 35, 36, 37.
Eran dedicadas a Dios (Lv. 23.2). Eran las “fiestas solemnes de Jehová” . En Números 28.2 leemos, en un capítulo dedicado a la ley sobre las ofrendas diarias y las fiestas anuales: “Manda a los hijos de Israel y diles: Mi ofrenda, mi pan con mis ofrendas encendidas en olor grato a mí, guardaréis, ofreciéndomelo a su tiempo”. Notemos la apropiación divina de estas celebraciones y su contenido: Mi... mis... . Eran instituidas por Dios y solo para El.
Con el tiempo, la tradición y los ritos le despojaron de esa condición, y, ya desvirtuadas, carentes de su contenido genuinamente espiritual y excluyendo al mismo Señor, llegaron a llamarse “las fiestas de los judíos” (Jn. 2.13; 5.1; 7.2; cp. Is. 1.13, 14: “vuestras fiestas” ).
Eran sacrificiales (Lv. 23.8, 12-14, 16, ss; etc.). En todas ellas había ofrendas dedicadas a Dios. La premisa era, según leemos en Deuteronomio 16.17: “Y ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías; cada uno con la ofrenda de su mano, conforme a la bendición que Jehová tu Dios te hubiere dado”. No era posible presentarse con las manos vacías. Justamente “las manos llenas” era la expresión de la consagración de los sacerdotes delante de Dios. En Levítico 8.26-28, después de haber sido ungidos los sacerdotes mediante la sangre aplicada sobre el lóbulo de la oreja derecha, el pulgar de la mano derecha y el pulgar del pie derecho de cada uno de ellos, que les santificaba y separaba para el oficio santo, los sacerdotes eran rociados con la sangre y con el aceite de la unción. Y luego se les llenaba las manos con varias porciones de las ofrendas. Entonces, según Éxodo 29.24, esas ofrendas en las manos de los sacerdotes, Aarón y sus hijos, eran mecidas y luego lo hacían “ arder en el altar, sobre el holocausto, por olor grato delante de Jehová. Es ofrenda encendida a Jehová”. Eso significaba la consagración (heb. ‘él millu’ím) de los sacerdotes. Y entonces ellos las presentaban delante de Dios como una entrega consagrada.
Dice J. A. Motyer 14:
“En Éxodo 29.9 “consagrarás a Aarón” es (lit.) “llenarás las manos de Aarón”. La consagración es la preocupación y el compromiso total sobre algo, tener las manos llenas. Obsérvese que el ‘él millu’ím, “el carnero de consagración (de llenura)” es puesto en las manos de Aarón (v. 24) y desde ahora él es un hombre “con las manos llenas”.
Las ofrendas que el pueblo presentaba podían ser: un cordero (v. 12), flor de harina (v. 13), vino derramado (v. 13), grano nuevo (v. 16), un macho cabrío (v. 19), etc. Podían ser encendidas, es decir, presentadas por fuego; o de cereal (oblaciones) o de libación (derramamiento de líquidos), pero siempre implicaba un sacrificio y su tipología apunta siempre a la gran ofrenda del Señor Jesucristo, su vida inmaculada y su muerte expiatoria.
Eran recordatorios permanentes (Lv. 23.31, 41). Cada una tenía un significado y eso era recordado de generación en generación, por estatuto perpetuo.
Dios les dice vez tras vez que debían guardar estas fiestas como memoriales (p. ej. Éxodo 12.42). La palabra “guardar” (heb. shamar) significa “observar”, “tener en cuenta”, “obedecer”.
Dicen Ceil y Moishe Rosen 15:
“Para los antiguos padres hebreos un memorial era algo más que una señal de una tumba o un acontecimiento importante relacionado con el tiempo o el espacio. Usaban el memorial para recordar o para conceder autenticidad a los sucesos importantes. A lo largo del libro de Génesis, Abraham, Isaac y Jacob construyeron altares o colocaron señales en los lugares donde Dios se les había aparecido. Estas señales habían sido colocadas para recordar las promesas de Dios a la simiente de Abraham, de convertirles en una gran nación, dándoles tierra y convirtiéndoles en una bendición para todas las naciones”.
“Dios había mandado el recordatorio anual de la observación de la Pascua para que el pueblo pudiese reflexionar con regularidad acercad de todo lo que Él había hecho por ellos”.
Lo que se aplica a la Pascua, obviamente, es aplicable a todas las fiestas que Dios les había ordenado.
Una verdadera proyección profética
Las fiestas solemnes de Jehová presentan un panorama completo de los eternos propósitos de Dios primeramente para con Su pueblo Israel, pero también para la Iglesia del Señor.
Indudablemente, para Israel estas fiestas tenían un significado profundo, ya sea de recordatorio, de gratitud, de aflicción, de esperanza, todas tenían el propósito de que el pueblo de Dios no olvidara que Dios era su Dios ni la obra que Él había hecho con ellos y en ellos. Pero también encierran, en su tipología, lo que Dios hará en el futuro con su pueblo terrenal y su pueblo celestial.
El año judío
El calendario judío es luni-solar, es decir, que los meses coinciden con el ciclo de la Luna, por lo tanto, las fiestas siempre caen en la misma fase de aquella. Los meses son, alternativamente, de 29 y 30 días. Para que el año lunar de 354 días se corresponda con el solar de 365, es necesario insertar un mes adicional, Adar Bet o Adar Shení, siete veces cada diecinueve años. Este ajuste en el calendario permite que las fiestas caigan siempre en la misma estación, aunque haya alguna fluctuación en la fecha civil de las fiestas entre un año y otro.
Los hebreos tenían un calendario, aunque no es posible saber de qué tipo era antes del mandato divino a Moisés de cambiarlo, según leemos en Éxodo 12.1. Pero es de suponer que tenía que ver con los ciclos agrícolas. Pero Dios lo cambió, determinando así un año religioso que comenzaba en el mes de Abib —luego se llamó Nisán— (Éx. 23.15), correspondiente a un periodo entre el mes de marzo y abril de nuestro calendario. ¿Cuál fue la razón? No necesariamente por razones biológicas o climáticas, sino para que su pueblo Israel recordara para siempre que su vida como nación comenzaba con la Pascua, la primera de las fiestas anuales. La fiesta que recordaba su redención, su liberación y su constitución como pueblo.
Por eso, al ser meses lunares, la variación que existe año tras año con nuestra “Semana Santa”, la que corresponde con la fiesta pascual, está dada por la diferencia de nuestros meses que son de orden solar.
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