Jorge Bericat - En viaje a Way Point

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En viaje a Way Point es una novela juvenil. Cuenta una historia que se cumplirá, indefectiblemente, damos allí un paso en el espacio y en el tiempo. En el corazón de la enmarañada selva sudamericana se gestó una epopeya que llevó a su destino de triunfo una expedición intergaláctica iniciada: el Alfa del Centauro. A sabiendas de la existencia de navegantes galácticos en la Vía Láctea, enviaron en misión a Natalia Glasinovich especializada en este tipo de menesteres. Ella dio con el navegante, el cual se enamoró de Natalia perdidamente. Desde la central enviaron entonces la nave Alma, perfectamente equipada para viajar a través de túneles inmateriales en las dimensiones del universo. Solo faltaba el navegante, y lo encontraron, y él marcó la ruta, y llegaron.

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Adentro del vagón los movimientos de valijas se habían calmado. Las puertas del fondo se abrían y cerraban continuamente por el ir y venir de la gente.

En los pasillos el tránsito aun continuaba, incansable, insufrible, molesto.

Alejandro miraba por la ventanilla hacia fuera y por momentos prestaba atención al movimiento interno del vagón con su vida propia e independiente.

Comenzaban a formarse grupos, algunos ya constituidos de antemano por familiares o amigos. Se escuchaban algunos comentarios en voz muy alta, otros moderados y algunos cuchicheando al oído.

El ambiente era de camaradería y buena onda, salvo por los impacientes que caminaban por el tren de punta a punta, de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante, no había otra posibilidad de sentido, solo ir hasta el final y volver; con el pasar de las horas ya no se notaban, se habían hecho costumbre, estaba bien.

En el asiento contiguo al suyo viajaba una mujer joven, rubia, de pelo largo y lacio. Tenía lindos ojos claros, la sonrisa fácil, su dentadura era blanca, hermosa, y se mostraba entera cuando sonreía, casi permanentemente.

En el asiento del costado, a la misma altura, pasillo de por medio, viajaban tres personas: una mujer de unos cincuenta años, morocha, con algunas canas asomando de su tupida cabellera; a su lado estaba sentado un hombre de unos sesenta años, con poco pelo, canoso, de ojos claros, delgado y alto, aparentemente viajaban juntos, y del lado del pasillo, el tercer ocupante del asiento también era un hombre, de aproximadamente treinta y cinco años; estaba muy bien vestido de sport; llevaba puesto un saco color arena, camisa marrón claro, pantalón café, zapatos y cinturón también marrones; le caía un mechón rebelde de pelo castaño oscuro sobre su frente amplia.

El sonriente camarero se acercó por el pasillo del vagón, el hombre de sport pidió un café, Alejandro otro, el hombre mayor invitó a las damas y ambas aceptaron.

El pequeño movimiento del café sirvió para que surgiera una fluida conversación entre los cinco pasajeros.

Cuando se calmó un poco el cotorreo llegó el momento de las presentaciones.

Miriam Custa había viajado a Buenos Aires para visitar a su hija que recién se había casado y radicado en esa ciudad. Le había gustado mucho estar unos días con ella pero, como extrañaba mucho, también estaba muy contenta de regresar a su Libertad, a su casa.

El hombre mayor se presentó como Juan Viano, constructor.

La señora sentada al lado de Juan parecía ser su pareja, aunque no lo dijeron. Ella se presentó como Ana Olmo. Dijo que había aceptado la invitación para acompañarlo a Buenos Aires y aprovechó para comprarse algunas ropas y regalos. Se puso de pie, hurgó en el portaequipajes y sacó un bolso de mano para mostrarle a Miriam.

El hombre elegante se presentó como Capello Rodríguez, soltero, distribuidor de jugos de frutas de una conocida marca.

Alejandro se presentó también a todos y el viaje continuó placenteramente.

Ana terminó de mostrarle las compras a Miriam, luego cerró su bolso y lo dejó debajo de sus piernas.

Dado que comenzaban a entretejerse historias, Miriam Custa tomó la oportunidad para contar una. Comenzó diciendo que su hija una vez había viajado desde Buenos Aires, y que en el tren viajaban también, justamente, la hinchada de Central, y que uno de los hinchas había muerto.

“Muchos integrantes de la barra brava, principalmente los de menor categoría o los que recién se inician, viajan en el techo de los vagones, esto ocurre, generalmente, cuando el tren va muy lleno, cuando tienen mucha droga y alcohol en el cuerpo, o simplemente cuando están demasiado excitados porque su equipo ganó”.

Miriam hizo una pequeña pausa y luego al ver que le prestaban atención, continuó con más soltura:

“El muchacho que murió venía viajando en el techo del primer vagón y miraba hacia la cola del tren. El viento golpeaba con fuerza en su espalda. Por su euforia, se olvidó que venía viajando en el techo de un tren. En un descuido se puso de pie; levantaba las manos mientras cantaba la marcha del día, con tanta mala suerte, que fue decapitado por un indicador de señales. Le avisaron al maquinista y paró la formación lo más aprisa que pudo, el tren se fue deteniendo entre chirridos y olores de freno mientras se corría la voz entre la gente. Los pasajeros bajaron y comenzaron a buscar entre los pastizales. Por fin, luego de dos horas, encontraron el cuerpo a un costado de la vía, a más de un kilómetro desde donde había parado, bastante alejado del cartel, que era el lugar donde fueron a buscar primero; luego vino la policía y el tren partió. Hasta ese momento, la cabeza del muchacho, no había aparecido aun.”

Con la conversación se pasaron las horas y el viaje continuaba muy agradable. Más tarde, fueron al comedor, se acomodaron en una mesa grande en el ala derecha. Ana se sentó del lado de la ventanilla, Miriam frente a ella, Capello y Juan Viano frente a frente y Alejandro quedó del lado del pasillo.

Inmediatamente se presentaron dos camareros y le ofrecieron la carta a Ana, ella a su vez se la alcanzó a Juan, que por empezar pidió un vino torrontés.

Cuando uno de los mozos se alejó en busca de la bebida, Miriam comenzó a leer las sugerencias del chef en voz alta y Capello dijo que prefería la comida sencilla.

Al llegar nuevamente al vagón, Alejandro les confió que él estaba escribiendo algo sencillo con respecto a la juventud y la vida, aunque ni él mismo lo entendía por lo confuso de su propia redacción.

En el acto se interesaron todos y quisieron saber.

Entonces les mostró unas hojas, que tenía a mano, donde daba su punto de vista sobre el relativismo y la imposibilidad de que existan verdades absolutas entre experiencia y años vividos.

Explicaba allí, con detalles y pruebas aparentemente contundentes, que el hombre tiene su máximo potencial entre los diecinueve y los veinticinco años y, que a partir de allí, decae más de lo que logra compensar con los conocimientos adquiridos en el transcurso de su vida. Era un poco más confuso pero al leerlo impactaba y daba la sensación de que no admitía reproches.

Luego, al verlos tan entusiasmados y atentos les contó que para lograr lo que él llamaba el pico a la edad de veinte años, comenzaría a viajar por el mundo a partir de los dieciséis y que no regresaría hasta haberse cansado de andar.

En la realidad, a los veintiuno y con unos pocos pesos que había podido juntar se marchó. Estaba estudiando, pero pensaba terminar sus estudios al regresar, si volvía, y se fue.

Su primera parada la hizo en Santos, luego siguió hasta Fortaleza y después a Belem do Pará, en Brasil. Antes de salir de ese maravilloso país estuvo unos días demás, enamorado, en Itaquí, un pueblito costero en el estado de San Luis de Marañao.

Allí vivió unos días hermosos, llenos de sol, de amigos.

Se integró a una familia del lugar que alquilaba cabañas en las playas de arena blanca y pura. Era una madre joven con dos hijos adolescentes.

La señora tenía una sobrina muy hermosa, Terezina, con la cual Alejandro vivió su primera experiencia amorosa fuerte; había tenido amores pero nunca de esa manera, salvo el caso de Natalia Glasinovich que era un amor puro y por ende él lo separaba de todo lo demás.

Terezina se enamoró perdidamente, de tal forma que a Alejandro le resultaba imposible hacerla entrar en razón. Aunque era muy joven, ya vivía sola, como se acostumbra en el norte de Brasil, donde las muchachas se van muy jóvenes de las casa de sus padres a vivir su vida, generalmente solas. Y se lo había llevado a su casa.

Estaba todo bien hasta que Alejandro le dijo que tenía que marcharse; allí se presentó el problema, le explicaba que tenía que seguir con su viaje, que debía continuar con su objetivo; le quería hacer entender su punto de vista pero no había forma de lograr que Terezina se calmara.

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